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por Lilliana Ramos Collado

The everlasting universe of things flows through the mind —Percy B. Shelley, “Mont Blanc”

Lidsay Daen, «La Rogativa».

 0. La ficción necesaria

Hace casi veinticinco[1] años me mudé al Viejo San Juan frente al parquecito que alberga la escultura de bronce de Lindsay Daen, titulada «La Rogativa,» que, inspirada en la leyenda de las Once Mil Vírgenes, alude a las jóvenes suplicantes que se asomaron a las murallas la noche en que barcos ingleses atacaron la plaza de San Juan. Por razones meteorológicas, los ingleses desistieron de su empresa, y a la rogativa de mujeres sanjuaneras se le atribuyó el milagro. La cuarta noche que pasé allí descubrí una palanca que, al accionarse, bañaba de luz “pública” la estatua, alzada en un pedestal de hormigón de cara al Palacio de Santa Catalina, a las altas murallas y a la Bahía de San Juan. El escultor, que solía venir cada noche a contemplar su obra, me pidió que, si no habían encendido el potente foco de luz, lo hiciera yo misma. Yo fui la más reciente de una serie de técnicos impromptu encargada de iluminar un monumento que celebraba un milagro histórico.

Lindsay Daen, «La Rogativa». En la foto puede observarse mi apartamento, en frente del cual se encuentra el recogedor de basura. El interruptor para encender y apagar el foco de iluminación se todavía encuentra debajo del farol a la derecha del edificio verde, y se puede alcanzar desde mi ventana. No sé si todavía el inquilino de ese apartamento enciende y apaga el foco de La Rogativa…

Los vecinos nos sentíamos parte del rito de mirar, iluminar, comentar y recordar esa leyenda local hecha de bronce, monumento distintivo que validaba la prosapia de los edificios que nos servían de vivienda. Nos sentíamos dueños –junto con Daen– de esta escultura, independientemente de su “mérito artístico” o su “representatividad histórica”. Era pública, y el público éramos nosotros. Pronto me percaté de que la reclamaba Puerto Rico entero: innumerables parejas de novios, en ajuar de bodas; de niñas en traje de primera comunión, y de graduandos con toga y birrete, pedían permiso a los vecinos para retratarse asomados a su ventana con «La Rogativa» de fondo. Dentro del monumento histórico y arquitectónico que es el Viejo San Juan, la obra de Daen operaba como una redundancia, como el significante aplastante de una identidad coagulada, indisputable y masiva como la muralla misma, manchada con la pátina severa y arcaizante de la legitimidad histórica.

Colocada en el cruce de las visuales de la Caleta de Las Monjas, la calle Sol, la salida posterior del Palacio de Santa Catalina y la bahía, «La Rogativa» es iluminada cada noche como legado comunitario. Es parada obligada según las giras turísticas y las guías del Viejo San Juan. Adorna portadas de libros, directorios telefónicos, panfletos gubernamentales y documentos privados. Es sinécdoque hipervisible del Viejo San Juan, que es a su vez sinécdoque, entre victoriosa y milagrera, de la historia entera de Puerto Rico. Esta escultura es una máquina de miradas. Siguiendo el gesto diario de Daen,[2] miramos la escultura. La escultura, a su vez, mira hacia el horizonte: hacia el pasado, hacia el milagro histórico. Apotropaica,[3] la escultura –como, hace siglos, las vírgenes– ahuyenta al que amenaza nuestro ser nacional. Vigila, en nombre nuestro, el horizonte de nuestra memoria colectiva. Vigila lo proceloso, lo amorfo, lo ajeno: vigila el mar.

Que no nos sorprenda el impulso de Dean de enseñarnos a mirar su estatua, ni la necesidad de establecer, en la tarja de bronce, los pormenores de la leyenda. Que no nos sorprenda el imperativo de explicar «La Rogativa.» Después de todo, se trata de una imagen de súplica travestida de un acto heroico. Como si –en el contexto monumental– rogar pudiera ser un acto digno de recordación. Como si representar la Isla de San Juan Bautista mediante una cohorte de vírgenes suplicantes pudiera –en el viril mundo del heroísmo– fungir como el acto fundante de una identidad nacional… La súplica de «La Rogativa» define el gesto de nuestra estatuaria oficial, pública y celebratoria como una genuflexión ante un pasado reificado. Convocados al escenario público de la memoria colectiva, nuestros próceres y santos se arrodillan ante el pasado con veneración acrítica.

«La Rogativa» ostenta su cualidad de signo muerto, inmóvil, en el cual significado, significante y referente han venido a comprimirse para siempre en la fijeza de un pasado que se quiere final y firme. De ahí, quizás, la contrición funeraria que embarga nuestros principales monumentos “históricos”. En tanto el monumento materializa el acto público de conmemorar, habría que preguntarse qué memorias colectivas valida o invalida la “monumentalización” de la rogativa sanjuanera, qué identidad nacional podría fundarse en el gesto suplicante.

1. Interpelaciones proyectuales

Logotipo del proyecto Arte Público para Puerto Rico

Arte Público para Puerto Rico (APPR) http://www.artepublicopr.com/  propone un extraño maridaje entre la iconofilia y la iconoclasia identitarias. En los albores del siglo XXI, esta iniciativa estatal de promoción de la creación artística quiere “revitalizar el entorno público y el paisaje.”[4] Desea atraer intervenciones que afirmen su existencia artefactual y desbordante en los ámbitos designados y que sean depósito y vehículo de discursos tradicionales y folklóricos. El espacio anfitrión se organiza en dos regiones: “entorno público” y “paisaje”, ambos a la intemperie; un espacio urbano –metropolitano o provincial– cuya “publicidad” o “tenencia pública” sea documentalmente palmaria, y un espacio perdido en la azulosa lejanía de las perspectivas aéreas de las vistas naturales, y que confusamente denominamos “paisaje”.

Mostrando una riqueza conceptual hasta ahora inédita en los esfuerzos gubernamentales de enclavar intervenciones de arte para el disfrute de la ciudadanía, APPR se propone publicitar nuestra isla como una comunidad moderna y culta que produce y aprecia el arte, y que está al tanto de sus complejidades intelectuales y de las de los materiales de su producción; concienciar a la comunidad de la capacidad dialógica y problemática del arte; testimoniar críticamente el pasado, el presente y el futuro del artista vis à vis la comunidad que acoge su obra; yuxtaponer lo singular y subjetivo con lo popular y colectivo; reconstituir o solventar el carácter identitario de lugares y actividades específicos, y estimular la conciencia estética de los residentes de Puerto Rico, así como atraer al turista con una colección ingente de obras de arte de alto nivel cultural.

Las obras del proyecto oscilan entre el establecimiento de objetos identitarios y la crítica y disolución de la identidad; entre la integración al entorno y su desenmascaramiento y extrañamiento; entre la búsqueda de la mirada local y empática, y la mirada del extranjero; entre el reconocimiento de lo global y la singularidad de lo local; entre lo consoladoramente útil y lo redundante e inútil. Es un proyecto deliberado, didáctico y propagandístico, en el cual lo celebratorio[5] va de la mano con la voluntad histórica y artística.

2. Lo público y sus límites

Carlos Rivera Villafañe, «Ponce» (2005).

Aunque la convocatoria de APPR critica la tradición más conservadora del monumento y de lo monumental, olvida definir “espacio público” y “arte público”. Esta imprecisión no es de extrañar: las leyes locales relacionadas con la promoción del patrimonio, con la preservación histórica y con la propiedad intelectual carecen de definiciones claras de términos tan importantes como “patrimonio”, “preservación”, “cultura”, “obra de arte” o “propiedad intelectual”, entre otros.[6]

Existen al menos dos contextos definitorios de “arte público”: el espacio que el objeto de arte habrá de ocupar (que consideraríamos “espacio público”) y el objeto de arte mismo (que constituiría “arte público”). Aquí entran cuestiones de legitimidad (¿es la obra un objeto de arte?); cuestiones de constitución del imaginario cultural en cuanto a lo que es “espacio público” y lo que es “arte público” (¿refleja la obra mi identidad?); cuestiones de tenencia o titularidad del espacio y de la obra (¿quién posee la obra?); cuestiones de autoría (¿es la obra producto de un individuo a título personal o a nombre de una colectividad?); cuestiones de pudor y decoro (¿es apropiada para ser vista por hombres, mujeres y niños?); cuestiones de preservación (¿a quién le toca asumir como patrimonial la titularidad sobre la obra, su defensa, su custodia, su mantenimiento, su restauración, su pervivencia?). Cada issue suscita un debate distinto y sugiere su propio “público”, cada uno con expectativas que lo definen como tal.[7]

Titularidad

Un proyecto de “arte público” presupondría la ocupación de un lugar difusamente definido como aquél que pertenece a, o que puede ocupar, el público. Esta frase describe un espacio cartografiable, pero sin dueño aparente, cuya titularidad es cuestión de percepción y tradición. Sería “público” el lugar que la comunidad tradicionalmente ha percibido como accesible al público, sin verjas, rótulos o guardias de seguridad. Si bien el Registro de la Propiedad suele establecer con claridad el tracto de tenencia o el título de cualquier propiedad, el estatuto de titularidad resulta vago e impreciso en el uso cotidiano. Variante de esto sería lo que está expuesto a la mirada, como el paisaje y las fachadas de los edificios. Un arte a plena vista o a la vista del público[8] opone afuera / adentro, exterior / interior, moral / inmoral, en la cual lo primero sería lo “público” y lo segundo, lo “íntimo”. A lo público como lo que está a la vista de todos se opone lo íntimo como lo que está sólo bajo la mirada de cada cual: lo obsceno, lo que está “fuera de escena”. Tampoco esta oposición está predicada sobre cuestiones de estricta titularidad, sino en lo que se siente –por tradición y por percepción– “íntimo” o “público”.

Julio Suárez, «El río y un siglo», Plaza de San Germán, Proyecto de Arte Público para Puerto Rico

Lo que percibimos como “espacio público” puede ser aquello que no es reclamado ostensiblemente por un individuo o una entidad particular y que, por lo tanto, parece ser reclamable para y por la colectividad. Pero suele ocurrir que se apropien «ilegalmente» espacios sin roturación o rotulación cierta, para fines privados y personales. Así, las poderosas cadenas hoteleras coartan impunemente el acceso comunitario a las playas y a otras zonas costeras, y se apropian de facto y “desde arriba” de terrenos que pertenecen al Pueblo de Puerto Rico. En respuesta, ciudadanos indigentes y desamparados “rescatan” terrenos de propietarios privados. Si bien los “rescatadores” son designados “invasores” por las autoridades encargadas de expulsarlos y de restituir los terrenos a sus dueños “legítimos”, con frecuencia el gobierno acaba expropiando los terrenos y repartiéndolos, ya parcelados, entre los supuestos invasores. En la esfera del arte, ocurre que artistas de la calle “invaden” constantemente superficies ajenas con sus obras de graffiti, y así “rescatan” lugares semióticamente baldíos al resignificarlos como espacios para un arte anónimo, reclamable por toda la comunidad. En términos de “tenencia” o “titularidad” de un espacio para clasificarlo como “público” o “privado”, la cuestión no está tan clara. Las autoridades mismas tienden a ceder constantemente ante el empuje depredador y apropiador de los intereses privados desde arriba o desde abajo.

Imel Sierra, «Aedes», proyecto de Arte Público para Puerto Rico.

Los “ámbitos” reclamados para proyectos de arte público en diferentes ciudades del mundo constituyen, en general, lugares desaprovechados, carentes de valor estratégico,[9] declarados “históricos” o “servidumbres estatales” sobre los cuales la construcción está reciamente controlada. El arte público también puede ocupar predios de instalaciones del Estado o de la ciudad, para “aprovechar” un espacio que ya es “público”. Puede ocupar, también, predios de instituciones privadas para las cuales el ostentar obras de arte acrecienta su prestigio y su valor social. En tanto la intervención del arte en el espacio dota a ese espacio de un valor inédito –el valor del lugar del arte–,[10] podría intimarse que los espacios sobre los cuales se emplazarán las obras (y que son espacios rescatados para el arte) son secundarios en la valoración relativa de los bienes raíces. Las obras enclavadas sobre ellos constituyen insidiosas infiltraciones desestabilizadoras en el esquema de las cotizaciones urbanas y rústicas. Al ser intervenidos por objetos de arte, estos espacios “públicos” adquieren un valor nuevo: el valor del objeto valioso por ser arte.

La tenencia estatal de este arte está predicada en que, quizás, sea “para todos” (o “de todos”), porque lo sufraga el erario público. Y quizás sean también obras de arte público todas esas piezas comisionadas con “fondos del pueblo”, se destinen o no a su contemplación “en público” por el “público”. Los gerentes gubernamentales deben respetar las leyes de propiedad intelectual de los artistas, que establecen claramente cuál es la relación del autor con su obra, cuáles son las prerrogativas respectivas del artista y del usufructuario de la obra, y cómo el usufructuario de la obra no puede disponer de ella unilateralmente y a voluntad.[11] La falta de certidumbre en cuanto a la tenencia del espacio y la confusión que surge de las privatizaciones más o menos frecuentes –y más o menos permitidas por las autoridades– emborronan, a la vez, la “publicidad” del espacio y el carácter privado del arte como propiedad intelectual del artista.

Hermenéutica

El elemento hermenéutico es clave en la indagación sobre qué es el “arte público” o el “espacio público”. Acaso un objeto de “arte público” sea aquél que nos interpela ostensiva y compulsivamente al reproducir una iconografía o una propuesta simbólica que coincide con, o que cita o representa, el imaginario de la colectividad hegemónica que fundamenta la naturalidad de su hegemonía, precisamente, en el intercambio simbólico que configura su imaginario, todo esto con la circularidad típica de la ideología. Esta “comunidad imaginada”[12] apuntalaría su actividad civil en lo que Samuel Johnson llamó common sense (el sentido que le da “todo el mundo” a algo, o la forma común de pensar sobre algo), en un “sentido común” que nos pareciera inescapablemente propio o apropiable.

Susana Espinosa, «Torre Mural», proyecto de Arte Público para Puerto Rico

La idea de “monumento” sirve para encarnar esos idearios[13], y podemos hablar de una “intencionalidad” cuando inscribimos en el monumento un hito histórico –una hazaña representativa– que dramatiza la fortaleza y pervivencia de los valores[14] que se perciben como definitorios de una identidad colectiva perdurable. Lo que podría inferirse de muchos de los monumentos más valorados por la comunidad es cuánto tiene que ver el “arte público” con la reificación de la memoria histórica, en el sentido de memoria intersubjetiva de aquellos hitos en el devenir humano que se convocan a conformar ese sujeto imaginario que llamamos “comunidad”. El objeto de arte público se proyecta como un “ayudamemoria”, un amuleto del ser colectivo que apuntala una identidad del tipo et pluribus unum. El quién convoca determina la pertinencia política de la pieza.

APPR designa lugares “emblemáticos” donde colocar obras que estén “en sintonía con la cultura, el paisaje, la historia, el presente y la gente” y que marquen “lugares y actividades públicas de reconocida presencia o [creen] la experiencia de nuevo lugar/actividad mediante la búsqueda de lenguajes estéticos y situaciones que refuercen la identidad del sitio o la actividad y su valor en nuestra memoria colectiva.”[15] El valor identitario que se promueve requiere que el artista comprenda cabalmente los imaginarios hegemónicos de aquellas comunidades en las que se enclavará su obra, y que parecen densificar ciertos espacios distintivos como sagrados para la comunidad. La obra se constituirá en cita, en representación de estos imaginarios. La prueba litmus de la “calidad” de la obra será el grado en que la comunidad reconozca que la obra representa sus tradiciones.[16]

No obstante, en Puerto Rico, las llamadas “tradiciones” son fruto de la inseminación cruzada entre actos de publicidad mediática[17] y los vestigios de tradiciones locales preservados precariamente en la memoria de una comunidad cada vez más exigua[18] u olvidadiza.[19] Con la invasión creciente de programación extranjera, otras “tradiciones” se están fundiendo con las nuestras, exponiendo nuestra identidad a los efectos de la globalización.[20] Curiosamente, la actividad social dirigida a preservar lo nacional ha surtido el efecto de “crear” las tradiciones que dibujan el contorno del “ser nacional”.[21]

Elemento esencial de la identidad colectiva es su aparente pervivencia en el tiempo, que señala la estabilidad del imaginario y su capacidad para seguir generando identidad. Presupone la durabilidad material de los objetos rituales que la apuntalan. Exige del objeto patrimonial una resistencia que garantice que podrá servir de objeto memorioso, aun cuando nadie recuerde ya aquello que el objeto celebra. El arte-facto patrimonial debe encarnar la promesa arqueológica de la identidad: promesa de preservar el origen y fundamento –el “arjé”– del gesto identitario mismo en su primicia.

Habría que preguntarse si las obras comisionadas por APPR pueden constituirse en objetos patrimoniales en el sentido ritual, o en el tipo de objeto arqueológico que nuestras leyes del patrimonio protegen. La reglamentación del proyecto exige que el artista garantice la obra por diez años. Se trata de la “garantía decenal” que impone nuestro Código Civil a contratistas, constructores e ingenieros que fabrican edificios. Las obras –las “edificaciones”– que vehicula este proyecto se consideran, para fines legales y reglamentarios, obras efímeras, y no obras patrimoniales con la perdurabilidad material suficiente para llegar a ser “estructuras históricas”. Irónicamente, pues, las obras de este proyecto podrán constituirse sincrónicamente en lugares memorísticos donde apuntalar los imaginarios de las respectivas colectividades, pero no tendrán la posibilidad física de operar diacrónicamente, generación tras generación, como depósito de la memoria. El hecho de que este proyecto sólo exija una garantía decenal delata su preferencia vanguardista: cada generación deberá gestionar sus propios objetos patrimoniales que le sirvan de acicate a su imaginario.

Un arte decoroso

Puede también definirse el “arte público” como aquél que responde al decorum  “público”, que sea un objeto well-behaved, como quien dice, “presentable” ante la mirada (y la opinión) pública. Que obedezca la ecología, la ergonomía y la moral de la comunidad, arte dispuesto a emblematizar y visibilizar “los deberes” y su puntual cumplimiento. Así lo exigen las descripciones de muchos de los ámbitos de APPR. La convocatoria establece claramente los parámetros de cumplimiento con leyes y reglamentos de los municipios y del gobierno central, así como con la “sana provocación”[22] que estas obras podrían –a lo más– suscitar. Aunque el artista debe ser crítico ante su espacio y su tradición, el énfasis recae fuertemente en la observancia de la tradición. Después de todo, el decoro, lo decente y lo aceptado como moral tienen que ver con esos elementos inasibles que llamamos “usos y costumbres”, de antigüedad variable y tradición –con frecuencia– dudosa.[23] Habría que volver a la frase “sana provocación” para declararla paradójica.

¿Qué es «arte»?

Quizás “arte público” sea un “arte para todos”, que permitiera tantas estrategias de visión como las hubiera en una sociedad como la nuestra: estratificada, sectorializada y no acostumbrada a “identificar”, de forma escolar, un objet d’art. Después de todo, sería quizás el público mismo, como receptor, el que debería definir cuáles son los paradigmas que conforman una categoría tal. En una teoría de la recepción, el “arte público” tendría entonces su propio “horizonte de expectativa”[24], según Hans Robert Jauss, que habría que definir, en toda justicia, según una variedad de sectores y públicos que componen el complejo mosaico de nuestra masa social,[25] y no suponiendo un público simple y monolítico,  portaestandarte de una sola y sólida opinión.

Habría que decir que el proyecto de APPR parece resolver la situación real de la diversidad de públicos al diseminar las obras por todas las regiones de la Isla. APPR cubre lo urbano y lo rural; el interior y la costa; lo metropolitano y lo provincial; los distintos sectores de clase según su enclave en la ciudad o el pueblo, etc. El proyecto parece presuponer que las comunidades gozan de una ortodoxia cultural relativa y de cierta estabilidad que se traduce en una suerte de “determinismo geográfico”, que les permite apropiarse de obras susceptibles de operar como depósito de sus memorias y costumbres comunitarias. Si bien cada comunidad está concebida esencialmente como una masa social uniforme, lo cierto es que el mapa de las localidades de arte público conformaría un mosaico de diferentes preferencias y tradiciones a partir de cuestiones de emplazamiento y de clase social.

Las definiciones huelgan…

… y, dependiendo de lo que entendamos por “arte público”, estaríamos privilegiando cuestiones de jurisdicción estatal, cuestiones de aptitud e integridad moral, cuestiones de grado de escolaridad o cuestiones de mera localización y acceso físico a las obras e intervenciones, y cuestiones de conciencia de lo que es propio o ajeno. Pero la obsesión por demarcar lo público y lo privado tiene mucho que ver con indecidibilidades que se insinúan en actividades “públicas” transgresoras que tienden, con igual obsesión, a abolir toda distinción entre lo “público” y lo “privado”. A pesar del estridente reclamo de demarcar las esferas de lo público y lo privado, en la práctica política, social, económica y antropológica, no hay ni demarcación clara ni voluntad para establecerla u operarla.

Como proyecto, APPR está surcado de ambigüedades. No define con claridad cuestiones fundamentales como “espacio público” o “arte público”. Propone integrar a sus criterios de elegibilidad diferentes interpretaciones –con frecuencia conflictivas y mutuamente exclusivas– que pueden darles un interés polémico adicional a sus ejecutorias. Desea preservar tradiciones, mediante objetos e intervenciones de vanguardia que suelen ser remisos a la tradición. Busca encarnar identidades, pero cuestiona la cita servil que redunda en la representación de lo trillado. Estas ambigüedades y la fuerte metaforicidad de las descripciones de los ámbitos y de los parámetros para las obras, según explicitadas en la Convocatoria, han operado como “puertas al campo,” según la imagen de Octavio Paz. Para muchos de los artistas, han sido rutas alternas, tangenciales, de libertad.

3. Un arte terapéutico

La tentación del “arte público” es lograr una “therapeía”.[26] La convocatoria de APPR sugiere puntos “enfermos” en lo social que deben ser restablecidos a un estado óptimo de salud mediante la medicina del arte. Dolencias severas parecen ser, entre otras, la falta de afirmación de un ideario colectivo que sustente la cohesión comunitaria; la desmemoria histórica; la indiferencia hacia la preservación del ambiente; la ignorancia de lo que es el arte; el enanismo genital que delata la falta de altura épica en las gestas históricas que debieron desembocar en una identidad nacional “viril” y “dura”. Los arte-factos solicitados deben materializar y visibilizar lo que la colectividad considera propio.[27] Los arte-factos deben reproducir la gesta patriarcal de la identidad.[28] Los arte-factos deben afianzar la memoria. Los arte-factos deben provocar la cordial cópula comunitaria.

Ana Nicholson, «Árbol de Chinas», proyecto de Arte Público para Puerto Rico.

En vez de esperar con paciencia a que el moroso ritmo del devenir histórico y la veleidosa disposición humana produzcan obras que vayan disipando estos males, APPR prefiere señalar los hitos y los lugares importantes, definir los issues identitarios y convocar artistas que, en un acto de redundancia, creen de un golpe obras que encarnen las afirmaciones epocales hegemónicas. APPR quiere construir, deliberadamente y de antemano, la historia humana y geográfica de nuestra isla, entronizar tradiciones incipientes y fabricar otras que no existen pero que, a juicio del sector hermenéutico hegemónico, deberían existir. Crear salud y crear tradición parecen ser los propósitos del proyecto, que busca abrevarse del respaldo popular, es decir, colectivo.

En una isla donde la “fiesta popular” se ha convertido en un media event que sufraga cada Navidad el Banco Popular de Puerto Rico –nuestra institución bancaria más antigua–, no es tan difícil detectar la precocidad y el carácter artificial de nuestras “tradiciones”.[29] Publicitadas mediante agresivas campañas masivas de venta de nostalgia, estas fiestas populares filmadas para la televisión constituyen escenarios donde se representa la tragicómica cotidianidad de nuestro pasado reciente como lugar de valores eternos y universalmente compartidos. Se mezclan entrevistas a expertos en nuestra cultura popular (se trata, no lo olvidemos, del Banco Popular) con escenas de participación comunitaria, preparadas para insistir en su validante carácter multitudinario. La convivencia de la plena, el rap, el bolero, la guaracha y el tango; la presencia de la pista de baile como lugar simbólico de la felicidad y la concordia, y el uso de fotos viejas de viejas costumbres, construyen el andamiaje que legitima estas imágenes como vehículo de la memoria colectiva.

Estas fiestas populares se proyectan como monumentos dóciles, portantes del gesto suplicante que ya representaba «La Rogativa,» en tanto se trata de memorias que suplican no ser olvidadas. Las gestas heroicas se dan en la pista de baile y sólo interpelan una trama romántica. Se proyecta en estas fiestas una absoluta democracia cultural en la cual todo se vuelve popular, todo se mezcla sin problemas de clase o jerarquía. Se trata del pasado utópico en que todos éramos igualmente excelentes bailarines. Allí donde la tradición y la iconografía hegemónica no han existido bona fide, es necesario recurrir, como tabla de salvación, al prestigio artificial y artificioso de lo que yo llamaría la nueva tradición pasada. [30]

Quizás el gesto más difícil para una obra de arte público sea, precisamente, separarse de estos actos convenientemente populares. La tentación de “citar” la nueva tradición pasada puede producir, por su misma facilidad, falsificaciones publicitarias de la cultura y la tradición. Las therapeiai contra el mal de la cita servil son muchas y frecuentes en el espacio público. El artista que participa en un proyecto tal debe decidir si, para crear, asumirá acríticamente las premisas que lo apuntalan, o si deberá burlar la vigilancia inclemente de esa hegemonía brutal para instalarse a contrapelo en el discurso dominante.

Nathan Budoff, «Con las cotorras», proyecto de Arte Público para Puerto Rico.

Discursos oblicuos como la ironía, la parodia y la caricatura pueden sublevar la asfixiante hegemonía. “Con las cotorras,” obra de Nathan Budoff para el Tren Urbano, es un buen ejemplo de esta burla creativa. En el mosaico vítreo que conforma la cúpula que remeda las hazañas ilusionistas de Tiepolo, Budoff rodea el cuerpo ingrávido de un ejecutivo neoyorquino con la iconografía tropical más trillada (cotorras, heliconias, mangós, espesura tropical, cielo azulísimo) representada con el colorido plano de esos cuadros comerciales del tipo paint-by-number, ostentosamente artificiosos e icónicos. El virar el ilusionismo de Tiepolo patas arriba para llegar al paraíso (nuestro) presenta el humor con el cual el artista puede asumir su tradición. Al igual que los cielos de Tiepolo son puro trampantojo, lo son también los clichés que representan el trópico como un paraíso. La tradición es ilusión.

Una de las premisas tradicionales de la narratio monumental es, precisamente, su carga ideológica, que constituye “the formal cause or consequence of that Western male rationality and historical identity that epic ascribes to the imperial victors.[31] Para David Quint, la épica vincula la narrativa con un poder que puede perdurar en el tiempo y que necesita de la narrativa para autorrepresentarse. El arte que busca sanar la desmemoria colectiva para, eventualmente, rescatar el impulso épico de una comunidad, se constituye como un arte que desea sanar, mediante la auto-representación de su potencia, una virilidad enferma o debilitada.

Ana Nicholson, «Memoria Urbana:, proyecto de Arte Público para Puerto Rico.

¿Cómo será la obra de arte que cure a la nación de la enfermedad que yo he llamado “enanismo genital”, que aniquila toda esperanza de constituir un procerato criollo? Anna Nicholson propone una espléndida pieza que critica duramente la virilidad fláccida de nuestra memoria identitaria: un “tótem” de 40 pies de altura que imita el calado de madera que adorna los soles truncos de las casas patricias del pueblo de Guayama. La transparencia aérea de esta obra — al presentarse como un objeto femenino expuesto a la erosión de la intemperie, en plena extinción— parece cuestionar su propia forma fálica y la requerida solidez de los objetos patrimoniales. Esta pieza “de encaje” que restringe la memoria colectiva de Guayama a una memoria de clase, constituye un falso tótem al renunciar al gesto patriarcal de expresarse mediante un monumento sólido y pesado. Lo femenino, lo frágil, lo aéreo, tabuados en el sistema patriarcal, devienen imagen dominante en esta pieza. En vez de inflar la virilidad identitaria, esta obra la corroe y la delata.

Ana Nicholson, dibujos preparatorios para «Memoria urbana» donde puede apreciarse el uso de los encajes de madera que se colocan sobre el dintel de las puertas en las casas de Guayama, Puerto Rico.

Terapéuticas también pretenden ser las obras que proponen la preservación del entorno natural como paisaje. Si bien la indiferencia hacia la preservación del ambiente es una de las banderas colectivas de la moral ecológica local, muchas de las obras acogidas por APPR se posan incómodamente en el paisaje y producen lecturas frágiles y contradictorias. Por ejemplo, la obra de Lot-Ek, que explora la conexión entre “los elementos ‘artificiales’ y la naturaleza exuberante y agreste de Puerto Rico,” coloca a la vera de la autopista una franja de 50 furgones desechados, en combinaciones aleatorias y en pilas máximas de tres, produciendo –alternativamente– bloqueos visuales o ventanas al paisaje. Los furgones expresan, en enormes letras, los lemas de “Recicla”, de modo que “la imagen romántica del pasado” con “lo que fuera signo de progreso y futuro,” y que hoy no es más que “ruina postindustrial,”[32] aparezca diseminada por el paisaje.

Monumento al jíbaro puertorriqueño.

Sombrado en el paisaje, el «Monumento al Jíbaro Puertorriqueño».

Me tienta el comparar esta aplastante intervención con ese otro escombro postindustrial, el “Monumento al Jíbaro Puertorriqueño,” colocado en el epicentro del Expreso y que lleva como inscripción el famoso ideario muñocista titulado “Propósito de Puerto Rico.” El “buen saber” del jíbaro que se describe en este texto es, precisamente, el saber que ha sido necesario desplazar a la altura de 1976 –año de la inauguración del monumento– para poder modernizar la producción económica e industrial de la isla. Desecho quedao en la montaña, arrojado a la vera de la Autopista-hacia-el-Progreso –construida expresamente para poder conectar las refinerías petroleras de la costa sur con los megapuertos de nuestra costa norte–, el Jíbaro, con su familia, “representante de nuestra identidad colectiva” y “síntesis de nuestros valores como pueblo,”[33] posa para su propio monumento funerario. Su cabeza inclinada sobre el grupo familiar que ostenta los emblemas de la subalteridad (el labriego, la mujer, el niño) delatan la misma actitud genuflexiva que reseñamos en «La Rogativa.» La masiva presencia del Jíbaro como clímax de la autopista, pero también –colocado en un “Área de Descanso”– como un desvío en ella, constituye la despedida de duelo de una economía agrícola superada, si bien “sabia” y “buena”. Lot-Ek, con su propuesta resurrección del paisaje de entre los desechos, nos hace releer, una tras otra, las sucesivas ruinas gloriosas situadas en la carretera hacia nuestra modernidad industrial.

Al insistir en obras ambiguas, a la vez tradicionales e iconoclastas, APPR cuestiona el arte tradicional y comercial que ha reificado, desde los paradigmas de la publicidad, los rasgos mercadeables y consensuales de la “puertorriqueñidad”.[34] Se sabe que el nacionalismo icónico –garitas, coquíes, flamboyanes, jíbaros– frena el desarrollo de nuevos imaginarios que permitan replantearse los issues de la identidad y la tradición.[35] Se sabe también que la abstracción que caracteriza la mayoría de las obras de APPR suscitará cuestionamientos de un público para quien la identidad es figurativa, icónica y literal. Por eso, la ironía, que debería quedar fuera de la benemérita y veneranda causa en pro de la reafirmación identitaria, es uno de los recursos principales de los artistas de APPR. Estas obras de arte público, si bien deben curarnos de la borradura de la identidad, deben también operar como la cura de la cura mediante metáforas abiertas y cuestionadoras.

4. Quítate de la vía, Perico…

La ciudad como espacio social fue incubada por el delirante optimismo industrial, comercial y tecnológico europeo que se hundió junto con el Titanic en 1912, pero que explica la producción de un monstruo tal.  Esa pujante ciudad decimonónica sirve de ámbito al tren, que constituyó un objeto simbólico privilegiado de los avances de la modernidad. La velocidad y la fuerza del tren apuntalaron el imaginario urbano. Recordemos La novela en el tranvía, de Benito Pérez Galdós, en la que el tren permite la fantasía y el ensueño con la entrada y salida constante de sujetos expuestos a la imaginación colectiva. Recordemos el lugar protagónico del tren en La tour du monde en quatre-vingt jours, de Jules Verne, quien propone el tren como lugar y vehículo de un “viaje extraordinario” a través de la joven nación norteamericana, pletórica de rarezas y escenarios de aventura. Recordemos, más cerca de casa, las espléndidas fotografías del tren efectuadas por Jack Delano en la ruta de San Juan a Mayagüez.

Liliana Porter, «El Viajero», proyecto de Arte Público para Puerto Rico.

En las dieciséis paradas del Tren Urbano que vincula a Bayamón con Santurce se han instalado piezas de arte público que promueven ese imaginario de ensueño, aventura y felicidad colectiva que ya representaban Galdós, Verne y Delano. El tren mismo –que, como tecnología urbana, nos llega 150 años tarde…– es observatorio privilegiado de lo urbano en sus distintas intensidades. Su recorrido por barrios de diferente composición social y de diversa movilidad produce, en un brevísimo tramo, un corte transversal de la urbe puertorriqueña tardomoderna. El tren es un espacio negativo, un black hole en lo real, lo que el antropólogo Marc Augé ha denominado “un no-lugar.”[36] En su insistente compromiso con allanar cada obstáculo al libre movimiento del consumo, la ciudad tardomoderna anonada toda experiencia sensorial.[37] Espectaculariza, en heteróclito abigarramiento, el inventario delirante (quizás “sublime”[38]) de las mercancías,[39]  de los objetos que orlan nuestra identidad. Vista desde el tren, la ciudad del consumo es “otra, fantástica y ordinaria a la vez”.

Edgar Rodríguez Luiggi, «Esporas», proyecto de Arte Público para Puerto Rico.

Edgard Rodríguez Luiggi, «Esporas», detalle

Las obras de arte público instaladas en las estaciones del tren rememoran el impulso simbólico que Sigmund Freud ha llamado “el trabajo del sueño” (condensación y metaforización de los eventos del devenir cotidiano), y operan como contrapunto del optimismo futurista del proyecto de este transporte colectivo para el siglo XXI en Puerto Rico. El Tren Urbano quiere ser a la vez un escaparate de la tecnología y una salida hacia la aventura.  En tanto objetos diseñados como únicos, independientemente de la cualidad industrial o artesanal de sus materiales y su instalación, las intervenciones de arte instaladas en las estaciones del tren están más o menos incómodas en el entorno pulido e industrial que caracteriza la ambientación arquitectónica. Hay un dejo de violencia en esa disparidad deliberada que forma la frontera entre la estación y su objeto de arte.

Por más que diversos artistas hayan hecho sus obras con los mismos materiales de recubrimiento que utilizaron los diseñadores de las estaciones, esos materiales, al usarse a contrapelo del tejido arquitectónico del entorno edilicio, señalan notoriamente su diferencia. Las piezas seleccionadas para el recorrido del tren operan como fisuras en el discurso arquitectónico e introducen lo singular, lo personal, lo irritante, lo diverso, en un ámbito que es estable, regular, puntual. Incluso cuando los materiales están en armonía con su entorno, como la desasosegante “Escultura colgante” de Ada Bobonis en la estación de Río Piedras, se insinúa la desavenencia contrapuntual: el tren, descrito con frecuencia como máquina que barre de la vía todo impedimento al progreso, aparece aquí precedido por enormes estructuras de acero trenzado deshilachado, como gigantescos cepillos industriales cuya escala es suficiente para barrer la vía de toda tecnología obsolescente que pase a formar coro con las demás ruinas postindustriales que, poco a poco, van cubriendo los espacios baldíos entre los centros urbanos.

Ada Bobonis, «Escultura Colgante», proyecto de Arte Público para Puerto Rico.

Vale subrayar el elemento de resistencia que manifiestan las piezas destinadas al Tren Urbano. Ubicadas en la tradición del “viaje extraordinario”, constitutivas de ámbitos oníricos, celebratorias del progreso pero refractarias a él, son intervenciones que manifiestan inquietudes colectivas asnte el progreso, la integridad del entorno urbano y el destino humano. Si bien el tren es como un ride de Disneylandia, también es un lugar ambiguo constituido por elementos en tensión: las estaciones y el tren; el edificio y su entorno; los pasajeros y la máquina; lo industrial y lo artesanal; la tradición y el progreso.

5. Arte en la orilla

En oposición al discurso vectorial del Tren Urbano, APPR propone obras que fraguan el discurso ambiguo del borde, de la frontera, de la orilla, que nos recuerdan la precariedad de nuestra condición de isla, de nuestra condición de pequeña Antilla.

Faro de Cabo Rojo, al sur de la isla de Puerto Rico. Dentro del edificio se encuentra la obra «Línea» de Ann Hamilton.

¿Qué es, exactamente, “la orilla del mar”? De todos los discursos geográficos y relatos de navegación relacionados con el mar y con el descubrimiento de nuevas tierras, el discurso de la orilla ha generado textos sobresalientes, desde las bitácoras de los cuatro viajes del Almirante Cristóbal Colón, pasando por los famosos Naufragios de Gaspar Núñez Cabeza de Vaca, hasta los exóticos cuadernos de viaje de exploradores ilustrados como Bouganville y Gómez de la Serna. La costa es el umbral, el puerto, el objeto del deseo del viajero: el punto de encuentro. La dificultad misma de trazarla en un mapa –por su existencia inestable, elusiva, por su flora y fauna ambiguas,[40] por su condición bifronte de tierra y agua, dura y blanda, firme e infirme– la dispara hacia la abstracción, hacia la alegoría. ¿Qué es, exactamente, “la orilla del mar”? Acaso la orla del mapa de tierra; acaso la línea limítrofe de lo otro por explorar. Pero, también, quizás, el lugar adonde van a morir todos los movimientos de fuga: la barrera (permeable) entre la permanencia y el viaje, entre el hogar y la aventura.

Ann Hamilton, «Línea», proyecto de Arte Público para Puerto Rico, vista interior de las paredes empapeladas con páginas de libros de viaje.

Son complementarios los gestos que configuran la orilla del mar. Si miro desde el mar: llegada, descanso, relato. Si miro desde tierra, partida: ocasión de la experiencia. Horizonte del conocimiento, promete convocar, con el trazado de su línea, los límites siempre inestables de nuestro mundo. En general, las obras acogidas por el proyecto de Arte Público intuyen la relativa ininteligibilidad de la orilla. Las intervenciones más audaces –“Cabo Rojo Lighthouse,” de Ann Hamilton, “El museo rodante que se quedó en La Parguera,” de Rafael Ferrer, y “La barca de barro,” de Víctor Vázquez– cuestionan la“orilla”, y lo que comporta el contorno de la identidad expresada como discurso, como metáfora, como punto de mirada. La isla se configura y se disuelve en el contorno que es su orilla. Las obras de arte público trazan un recorrido por esa línea frágil para resignificar la definición misma de “isla”, rodeada de orilla por todas partes. La isla se presenta al borde de su borde, a punto de ser.

6. Ficción con musas sueltas

Existe una orilla –abstracta, simbólica– donde parecerían disputarse el arte y la naturaleza. Allí residen las Musas, expertas en trasvasar la naturaleza en arte, y viceversa. En su origen, las Musas exaltaban las hazañas y creaciones de los dioses mediante el canto lírico, la tragedia, la comedia, el baile, el canto coral, la astronomía, la música, la historia y la épica. Hijas de Mnemosine –la “Memoria”–, las Musas, con su discurso encomiástico, preservaban y propagaban el conocimiento cosmogónico y teogónico, lo cual insinúa la primacía del discurso como gesto fundacional de todo conocimiento acerca del universo. En este contexto, quiero que la pieza “Musas,” de Annex Burgos, destinada a la plazoleta frente al Centro de Bellas Artes en Santurce, cierre mi reflexión sobre el arte público.

Annex Burgos, «Musas», proyecto de Arte Público para Puerto Rico.

Annex Burgos, «Musas», detalle, «Musa de la Literatura»/

Burgos suelta a las Musas y las deja recorrer desorbitadamente a la intemperie. Subrayando por un lado, mediante la técnica de body casting, la corporeidad de las mujeres que le sirvieron –literalmente– de musas para su obra y, por otro, el issue de género que le asigna a la mujer el papel manido de la “musa”, Burgos replantea los límites entre el público y la obra, así como las fronteras mismas entre las artes. Estas sinestésicas “Musas” integran los lenguajes del arte que apelan a los diferentes sentidos corporales,[41] aboliendo toda barrera entre las artes. Estas “Musas” emblematizan la colección de intervenciones del proyecto de Arte Público, ninguna de las cuales es clasificable en una sola rama del arte. Cada obra le rinde homenaje a más de una musa.

Annex Burgos, «Musas», detalle, «Musa de la Arquitectura».

Contrario a las vírgenes suplicantes de Daen, las Musas de Burgos están por ahí, correteando juntas y revueltas, afuera del edificio del Centro de Bellas Artes. Colocadas sin barrera alguna al nivel exacto del espectador y reproduciendo la escala normal de los cuerpos que representa, “Musas” se sitúa entre la gente. ¿Acaso las musas, seres parleros y celebratorios, son reales? ¿Acaso decirlo todo acerca del universo no acarree borrar las demarcaciones cómodas que le otorgan inteligibilidad coyuntural a nuestro entorno? ¿Podemos vivir sin fronteras? Quizás valga la pena recordar que la voz de la musa, absolutamente insoportable para el oído humano, debía ser filtrada siempre por un intérprete, un artista, un cantor. La pieza de Burgos ostenta esas interrogantes de forma agresiva. Contrario a las suplicantes de «La Rogativa,» las musas bailan, corren, recuerdan, inventan, celebran. Las Musas nos hablan directamente, sin mediación. En vez de representar una escena histórica, ponen en escena el acto de mismo de la creación.

Annex Burgos, «Musas», detalle, «Musa del canto».

Me imagino correteando, con las Musas, entre la rica colección de intervenciones que este proyecto propone. Me imagino musarañeando en torno al arte que vendrá, pensando que estas obras exaltan, precisamente, el carácter mediador de la ejecución artística, la labor hermenéutica sin la cual lo social no es posible. El diálogo que provocan entre los imaginarios de diferentes sectores sociales, entre artistas del patio y extranjeros, entre diferentes conceptos de arte, demuestra una y otra vez que el hecho estético florece cuando superamos la tentación de “monologarnos”, cuando respondemos a la convocatoria dialógica del arte.

Annex Burgos, «Musas», detalle, «Musa del baile».

Promotora y descifradora de imaginarios, la intervención artística desafía sus propios límites. No cesa de construir sentido, de retar sus propios paradigmas de interpretación. Es iconofílica y a la vez iconoclasta. Por eso, estas obras no terminan. Pasan la batuta al espectador y le convidan a participar de un diálogo –quizás reconciliador, quizás provocador– que siempre las reconstituye y las recontextualiza. En ese diálogo se funda la comunidad. La obra de arte se propone como la ocasión del extrañamiento que revelará el paisaje, la ciudad y la vida cotidiana enteros como constructos, como intención, como voluntad, como memoria, como producto siempre cuestionable del intelecto que replantea los espacios en que somos y los imaginarios que trazan nuestra orilla.

Muchas de las obras de este proyecto pertenecen a una cultura cuyos objetos con frecuencia se legitiman por ser copias tal vez mal avenidas con su original. Pero no son obras dóciles o epigonales, sino citas que, recontextualizadas, resultan ser ferozmente idiosincráticas. Aparecen en el escenario cultural como un error, como un acto de errancia en la política discursiva de los valores sociales esclerotizados. Si bien pudiera decirse que, con este proyecto, el hegemón parece querer apropiarse, vampíricamente, de la sangre de los artistas más jóvenes o innovadores, y revalidarse por medio de sus obras, habría que añadir que el margen, siempre expuesto a la erosión de la intemperie, puede reconstituirse y volver a desafiar toda malversación efectuada por el poder. Ése es el riesgo. Apostamos a que así sea.

Siempre.

Este artículo se publicó originalmente como  «Lilliana Ramos Collado. ‘A la intemperie: los escenarios del arte público’. Revista In-Forma, Escuela de Arquitectura UPR (junio 2009).


[1] Terminé la redacción de este ensayo el 13 de abril de 2004. Aunque tuve la oportunidad de actualizar alguna de la información sobre las obras que finalmente se han construido como parte de APPR, decidí hacer sólo algunos cambios de estilo para mayor claridad. El resto del texto ha quedado intacto.

[2] Contrario al gesto de Velázquez de incluirnos en su cuadro «Las Meninas» mediante la mirada autorial, lúdica y crítica que se enfoca en nosotros, Lindsay Dean, desde fuera del espacio de ficción que funda su escultura «La Rogativa,« la mira para enseñarnos a mirarla. Si bien la ironía de Velázquez –al reinventar el motivo del “cuadro de corte”– destierra a los monarcas al reflejo de un espejo (quizás de un “espejo de príncipes” ya obsoleto como ideario de Estado), Dean, como “monarca” del significado de su obra, nos obliga a mirarla como lo hace él. A la libertad que Velázquez da a sus espectadores de desplazarse por los posibles significados del cuadro y por los vericuetos del plano pictórico, Dean riposta con la afirmación de su propia autoridad, sofocante. Ver Michel Foucault, “Las Meninas,” y Victor Stoichita, “Imago Regis: Teoría del arte y retrato real en ‘Las Meninas’ de Velázquez,” en Fernando Marías, ed., Otras Meninas (Madrid: Siruela, 1995) 31-41 y 181-203, respectivamente.

[3] Se refiere a los objetos rituales que sirven para ahuyentar el mal como, por ejemplo, los amuletos que protegen del mal de ojo. Ver Sigmund Freud. “La cabeza de la Medusa,” Obras completas. Stratchey, ed. (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1993).

[4] “Convocatoria”. Proyecto de Arte Público para Puerto Rico. Las citas subsiguientes se han tomado de este documento.

[5] Aloïs Riegl, El culto moderno a los monumentos. 1903 (Madrid: Visor, 1987).

[6] Edwin R. Harvey, Legislación cultural: Legislación cultural puertorriqueña, legislación cultural comparada (San Juan: ICP, 1988), especialmente, la “Sección 4: Régimen legal del patrimonio cultural.”

[7] Harriet F. Senie, The Tilted Arc Controversy: Dangerous Precedent? (Minneapolis: U of Minnesota Press, 2002), especialmente el capítulo titulado “Reframing the controversy,” p. 55-120.

[8] Contrario a un “arte privado”, que pertenecería a la larga e insinuante retahíla de secretos de alcoba, incluso al enorme inventario de artefactos destinados a la intimidad doméstica, y cuyo contenido regulan, entre otras, las leyes de la pornografía. Roger Shattuck, Conocimiento prohibido: de Prometeo a la pornografía (Madrid: Taurus, 1998); Walter Kendrick, The Secret Museum: Pornography in Modern Culture (Berkeley: U of California Press, 1996); Lynn Hunt, ed., The Invention of Pornography: Obscenity and the Origins of Modernity, 1500-1800 (New York: Zone Books, 1993); Georges Didi-Huberman, Lo que vemos, lo que nos mira (Buenos Aires: Manantial, 1997); Rosalind Krauss, The Optical Unconscious (Cambridge: The MIT Press, 1998), entre muchos otros.

[9] Cf. Miwon Kwon, “Sitings of Public Art: Integration versus Intervention,” One Place after Another: Site-Specific Art and Locational Identity (Cambridge: The MIT Press, 2002) 57-59.

[10] Félix Duque, “El arte y el nacimiento del público,” Arte público y espacio político (Madrid: Akal, 2001) 51-107.

[11] El Proyecto de Arte Público para Puerto Rico resuelve estos problemas de paradigma recurriendo a espacios cuya tenencia y titularidad gubernamental no está en duda y estableciendo cadenas contractuales que asignan responsabilidades claras en cuanto a la disposición de las obras e intervenciones.

[12] Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism (London: Verso, 1991) 6-7.

[13] “Monuments are produced within a dominant framework of values, as elements in the construction of a national history; they suppose at least a partial consensus of values, without which their narrative could not be recognized […]. As a general category of cultural objects, however, monuments are familiar in the spaces of most cities, standing for the stability which conceals the internal contradictions of society and survives the day-to-day fluctuations of history. The majority of society is persuaded, by monuments amongst other civil institutions, to accept these contradictions, the monument becoming a device of social control less brutish and costly than armed force.” Malcolm Miles, “The Monument Art,” Space and the City: Public Art and Urban Futures (London: Routledge, 1997) 58.

[14] “Por monumento, en el sentido más antiguo y primigenio, se entiende una obra realizada por la mano humana y creada con el fin específico de mantener hazañas o destinos individuales (o un conjunto de éstos) siempre vivos y presentes en la conciencia de generaciones venideras. […] La creación y conservación de estos monumentos “intencionados”, que se remonta a los primeros tiempos documentados de la cultura humana, no ha concluido hoy ni mucho menos, pero cuando hablamos del moderno culto y conservación de monumentos, prácticamente no pensamos en estos monumentos “intencionados”, sino en los “monumentos históricos y artísticos”, según reza la denominación oficial […].” Riegl 23-24.

[15] «Convocatoria.»

[16] Antonio Torres Martinó y Myrna Báez, eds., Puerto Rico: Arte e identidad (San Juan: EDUPR, 1998).

[17] Enrique Renta, “La otra ventana,” Catálogo de la exposición La otra ventana, en el Museo de Arte de Puerto Rico (San Juan: Corporación para la Difusión Pública y Museo de Arte de Puerto Rico, 2004) s.p.

[18] Por ejemplo, Andino Acevedo González, ¡Qué tiempos aquellos! (Río Piedras: Editorial de la UPR, 1989). Acevedo narra las condiciones socioeconómicas en las que se crió a principios del siglo XX. Muchos de los lectores de esta jocosa obra confunden las condiciones de vida con las “tradiciones”, como si la pobreza fuera, en sí, una tradición “rescatable” como tal, digna de preservación…

[19] Este olvido es el que depreda hábilmente Luis López Nieves en su célebre Seva, obra de ficción que se traviste de texto documental investigativo mediante el cual se descubre la obliteración de un pueblo puertorriqueño –Seva–, que se resistió a la invasión norteamericana del 1898. Como nuestro pueblo tiene el defecto político de haber olvidado su historia, es imprescindible crear medios e instituciones para preservarla. Ver Carlos Pabón, “El consenso nacional o la era de los good feelings,” en Nación postmortem: Ensayos sobre los tiempos de insoportable ambigüedad (San Juan: Ediciones Callejón, 2002) 393-429, pero, sobre todo, su devastador ensayo “El nuevo conservadurismo intelectual,”  p. 105-154.

[20] Carlos Pabón discute los efectos positivos del consumo y de la “globalización” sobre la “identidad nacional” en su ensayo “La nación en los tiempos de la globalización”. Cf. Nación postmortem…, 359-391, esp. 365-370. Pabón advierte acerca de los beneficios de la “glocalización” (lo “multi-local”) que “apunta a los procesos de hibridación cultural que propicia la globalización.” (369).

[21] Cf. Pabón, “El nuevo conservadurismo intelectual,”  Nación postmortem…. El ensayista detecta lo que llama un “revival” de la nación, a pesar de que no son detectables las tradiciones que deberían explicitarlo.

[22] «Convocatoria.»

[23] “‘Invented tradition’ is taken to mean a set of practices, normally governed by overtly or tacitly accepted rules and of a ritual or symbolic nature, which seek to inculcate certain values and norms of behaviour by repetition, which automatically implies continuity with the past. In fact, where possible, they normally attempt to establish continuity with a suitable historic past. […] The peculiarity of ‘invented’ traditions is that the continuity with [the past] is largely factitious. In short, they are responses to novel situations which take the form of reference to old situations, or which establish their own past by quasi-obligatory repetition. It is the contrast between the constant change and innovation of the modern world and the attempt to structure at least some parts of social life within it as unchanging and invariant, that makes the ‘invention of tradition’ so interesting for historians of the past two centuries.” Eric Hobsbawm, “Introduction: Inventing Traditions,” Eric Hobsbawm y Terence Ranger, eds., The Invention of Tradition (Cambridge: Cambridge U Press, 1996) 1-2.

[24] Hans Robert Jauss, La literatura como provocación (Barcelona: Ediciones Península, 1976).

[25] Me refiero a cuantificaciones de campo en estudios de públicos del arte como los que realiza Pierre Bourdieu en La fotografía: Un arte intermedio (México: Nueva Imagen, 1979) y Distinction: A Social Critique of the Judgment of Taste (Cambridge: Harvard U Press, 1984).

[26] “Servicio, prestación de servicio, solicitud, aplicación, esmero; consideración, veneración; en el mal sentido, adulación, lisonja; cuidado, guarda, atención; más esp., cultivo [de la tierra]; veneración o culto [de los dioses]; tratamiento, cura [de las enfermedades]; cuidado del cuerpo, tocado, atavío; servidumbre, conjunto de servidores, comitiva, escolta.” Diccionario manual griego: Griego clásico-español,  294-295.

[27] La importancia de hacer visibles los signos ciertos de la identidad patrimonial colectiva no se ha señalado lo bastante en nuestra cultura. Después de todo, la identidad nacional es otro hito en la abigarrada historia de la mirada. El espectáculo del poder, a fin de cuentas, no es más que eso: un espectáculo. Y las “santas reliquias” de la patria no son más que objetos-fulcros que apuntalan la mirada deseosa de una multitud que reclama su nombre y su lugar en la historia. A esos objetos sagrados de la patria llamamos “patrimonio”, y los ritos comunitarios no son otra cosa que la ocasión de develarlos, de ponerlos en escena. Con frecuencia, las artes recogen, estilizan y emblematizan lo que es lo patrimonial. De ese modo, voluntad estética y voluntad hegemónica van de la mano. Ver los espléndidos textos de Roland Recht, Penser le patrimoine: Mise en scène et mise en ordre de l’art (Paris: Éditions Hazan, 1999), especialmente los primeros dos capítulos, y Le croire et le voir: L’art des cathédrales (XIIe-Xve siècle) (Paris: Gallimard, 1999), especialmente el capítulo titulado “Le visible et l’invisible.”

[28] Ya aludimos a esa postura moral en Torres Martinó y Báez, Puerto Rico: arte e identidad.

[29] Cf. Hobsbawm. Me refiero a los espectáculos televisivos que cada Navidad comisiona el Banco Popular de Puerto Rico para “recordar” las tradiciones de nuestro pueblo. Cada uno de estos “especiales” recoge algún hito o motivo de nuestra cultura popular –especialmente de nuestra música–, e incluye no sólo pietaje de viejas filmaciones, fotos viejas y entrevistas a artistas de aquella época que aún viven, sino que acogen entrevistas a expertos en cultura popular que nos muestran la importancia social y el prestigio erudito de todo esto. El Banco Popular, con estos especiales, no sólo “inventa” tradición, sino que produce una imagen color de rosa de un pasado de privaciones e incertidumbre socioeconómica. El Banco Popular vende copias en vídeo y DVD de estos especiales, que poco a poco comienzan a substituir la imagen del pasado en la memoria colectiva. Son ahora mismo pasto de coleccionistas, piezas de un álbum nacional de los recuerdos.

[30] Es interesante recordar aquí la amplia bibliografía sobre conceptos como “memoria colectiva” y, especialmente, “lieux de mémoire”. Por un lado, Maurice Halbwachs, en su célebre tratado sobre la memoria colectiva, afirma que la memoria es un constructo social fundamentado en prácticas y tradiciones,  y que siempre ocurre en función del presente: “collective memory does not preserve the past, but reconstructs it with the aid of the material traces, rites, texts and traditions left behind.” On Collective Memory (Chicago: University of Chicago Press, 1992): 175. Por otro lado, Pierre Nora propone que la memoria colectiva—que en los últimos cien años he dependido de la escritura histórica para su sustento— ya no puede mantener una vigencia vital, por lo que las comunidades han regresado a la busca de los ambientes reales donde la memoria surge, según Nora, “espontáneamente”. En esos lugares pueden detectarse los vestigios (traces) que ayudan a constituir “lugares de memoria” que son, a la vez, materiales, simbólicos y funcionales. La obra magna de Nora sobre la memoria en Francia consiste en un estudio minucioso sobre la conformación de estos “lugares de memoria” y cómo el estado los ha postergado o los utiliza dotándolos de nuevos contenidos sociales relacionados con los proyectos políticos particulares del presente. Realms of Memory: The Construction of the French Past, II: The Symbols (New York: Columbia University Press, 1998): 8-9, 12. Para Nora, los procesos de globalización, que tienden a borrar las demarcaciones identitarias locales, presentan un nuevo reto para los proyectos identitarios, precisamente porque tienden a sobreponer lo global a lo local. De hecho, en artículos recientes, Nora habla del “tsunami de la memoria” que arropa a la humanidad entera: en reacción a los procesos de globalización, las comunidades han reaccionado con el afán de rescatar la historia oral, la reactivación de ritos conmemorativos, el rodaje de documentales, la construcción de monumentos por la comunidad misma, el creciente inventario de museos de toda índole, y la creciente puesta en valor de edificios, barrios y paisajes gracias a iniciativas comunitarias apoyadas por un Estado cada vez más complaciente. “Reasons for the current upsurge in memory” (www.eurozine.com).

Claro está, el proyecto APPR, al intervenir espacios donde no ha pasado nada históricamente memorable, intenta crear esos lugares de memoria. El enclave de estos nuevos monumentos creados por el Estado, abocados a celebrar identidades locales, no guarda relación con acontecimientos que pudieran servir de nódulo vital de la memoria colectiva. En los enclaves de las obras de arte público no hay vestigio alguno que permita demarcarlos como “lieux de mémoire”. De hecho, no está claro en qué medida las comunidades donde enclavan estas obras han participado en la decisión de cuál evento o tradición quieren recordar.  En términos de la más reciente teoría sobre la memoria colectiva, estos enclaves son, literalmente, falsos lugares de memoria, puro proyecto de construcción que, si bien ha promovido muchas obras de notable calidad, se propone más bien como escaparate de consumo de una memoria fabricada dirigida al turismo y, en demasiados casos, a la mirada superficial de un folclor clichoso. Nos enfrentamos, pues, a obras interesantes como arte, pero deficientes como monumentos conmemorativos. Pero el serio asunto de “monumento y memoria” en Puerto Rico es tema de otro artículo en preparación. Valga, como adelanto de ese otro ensayo, mi comentario sobre los especiales televisivos del Banco Popular y mi propuesta conceptual que he llamado la nueva tradición pasada.

[31] David Quint, Epic and Empire: Politics and Generic Form from Virgil to Milton (Princeton: Princeton U Press, 1993) 45.

[32] «Convocatoria.»

[33] Son frases tomadas de las inscripciones que obran en las tarjas instaladas en la base del monumento.

[34] Cf. Pabón, “El consenso nacional y la era de los good feelings,” en Nación postmortem….

[35] En general, los lineamientos teóricos y críticos de Carlos Pabón en los ensayos sobre nacionalidad y nacionalismos recogidos en su Nación postmortem….

[36] Marc Augé, Los no lugares, espacios del anonimato: una antropología de la sobremodernidad  (Barcelona: Gedisa, 1995).

[37] Richard Sennet, Flesh and Stone: The Body and the City in Western Civilization (New York: W.W. Norton & Company, 1994) 15.

[38] Emanuel Kant, “Analítica de lo sublime,” en Crítica del juicio (Buenos Aires: Losada, 1972). Y, por supuesto, la respuesta quizás un poco desenfocada de Slavoj Zizek, El sublime objeto de la ideología (México: Siglo XXI,  1992).

[39] Guy Debord, La sociedad del espectáculo (Buenos Aires: La Marca, 1995).

[40] Paul Carter, “Dark with Excess of Bright: Mapping the Coastlines of Knowledge,” en Denis Cosgrove,  Mappings (London: Reaktion Books, 1999) 130.

[41] Ver, entre otros, W.J.T. Mitchell, “Ekphrasis and the Other,” Picture Theory (Chicago: The U of Chicago Press, 1994) 152-156; Jean Hagstrum, “Iconic Poetry,” The Sister Arts: The Tradition of Literary Pictorialism and English Poetry from Dryden to Gray (Chicago: The U of Chicago Press, 1987) 17-29.