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Lilliana Ramos Collado

Francisco Oller,

Francisco Oller, «La Hacienda Buena Vista»

«Y así diciendo, dejó caer Garduña la mirada sobre el hermoso valle de Paraíso. El panorama era espléndido, digno del pincel. Veíase allá abajo, la vega; allá lejos, el mar, y allá, más remoto, un horizonte coloreado por tintas indecisas…»

 

Breve biographia litteraria de Manuel Zeno Gandía, del realismo al naturalismo

Cuando Manuel Zeno Gandía (1855-1930) puso punto final a su novela Garduña en 1890—pórtico de su inacabada serie de novelas titulada Crónicas de un mundo enfermo—el momento estaba maduro para consolidar una nueva estética literaria en Puerto Rico. Por una parte,  su vocación médica—apuntalada en estudios profesionales en España y en Francia durante el primer lustro de la década de 1870—afincaron en él un afán científico que le llevó a publicar, desde sus años universitarios, estudios médicos sobre la higiene infantil y sobre la influencia del clima en el carácter humano. Por otra, su constante participación en actividades y asociaciones culturales en España, Puerto Rico y Nueva York, y su dinámica vida política, le proporcionaron un marco de pensamiento que fundió con fluidez la inquietud científica, el humanismo cultural y el debate ideológico. Su vena periodística, que produjo un abundante repertorio de artículos e incluso le impulsó a adquirir el periódico La Correspondencia, muestra a un individuo inmerso en las cuestiones importantes de su momento histórico, social y político, e interesado en ponderar estas cuestiones con conocimiento y profundidad. Su obra rica y variada—que toca todos los géneros literarios en boga en su tiempo, así como el ensayo científico, político y social—da plena cuenta de un escritor que abrazó cabalmente su coyuntura histórica y que se ocupó de explorarla desde diversos ángulos y ante públicos diversos.

Los viajes y las estadías de Zeno en Europa durante la primera mitad de su vida fueron claves en el desarrollo y la maduración de sus talentos como escritor crítico de su tiempo. Su estadía en Madrid (1871-1875)  para cursar estudios de medicina coincidió con la consolidación de la estética realista en España, y algunos narradores que despuntarían en el género narrativo—Benito Pérez Galdós y Juan Valera, por ejemplo—ya daban a la luz sus primeras obras[1]. En su inmediatamente posterior estadía en Francia para realizar su práctica de medicina, Zeno coincidió con el revuelo que despertaron los primeros volúmenes de la larga serie de novelas de Émile Zola, Les Rougon-Macquart. Histoire naturelle et sociale d’une famille sous le second empire. En 1873 se había presentado en París la versión teatral de Thérèse Raquin, originalmente publicada en 1867, cuyo prólogo establecía las funciones sociales del género novelesco dentro de los parámetros del Naturalismo, propuesta programática que ganaba más adeptos cada día en Europa, y que se fundamentaba en una mirada social orientada desde la observación científica del entorno inmediato.[2]

El regreso de Zeno a Puerto Rico le enfrentó a la crisis económica por la cual atravesaban los negocios de su familia—hacendados de Arecibo dedicados, primordialmente, al cultivo de la caña de azúcar—. El Naturalismo, con su postura cientificista abocada a hurgar en el cuerpo social para revelar y sanear sus males, le ofreció el instrumentarlo literario para explorar el proceso de decadencia de los bienes familiares. La psicología de los temperamentos, la idea de la bestia humana y el concepto del cuerpo humano como una máquina, adelantados por Zola en su prólogo a Thérèse Raquin, fueron elementos estructurantes de Garduña, elaborada durante los años inmediatamente posteriores a su retorno de Francia.  La mediación hermenéutica del Naturalismo podía ayudarle a comprender los mecanismos mediante los cuales los seres humanos cedían al empuje implacable de sus impulsos vitales.

Zeno volvió a visitar Europa a comienzos de la década de 1880, y coincidió esta vez con el momento en que Zola divulgó sus famosos ensayos teóricos sobre el Naturalismo[3]. Los ensayos de Zola, que fueron esenciales para apuntalar, de forma razonada y programática, los principios de esta polémica escuela literaria, insuflaron nuevo vigor a la novela europea y encauzaron la obra de muchos narradores latinoamericanos que por fin comenzaron a abandonar la estética romántica y desarrollaron, en corto tiempo, un Realismo que pronto se convirtió en Naturalismo[4]. La publicación de los artículos de Emilia Pardo Bazán acerca del Naturalismo durante el año 1882-83[5] , así como del artículo de Leopoldo Alas, “Clarín”, en La Diana en 1982[6], fueron esenciales para empujar este movimiento. La década de 1880 acoge en España la prolífica y extraordinaria producción de autores como Benito Pérez Galdós y la propia Pardo Bazán, y señala el momento cumbre del Naturalismo en dicho país.

Echemos, pues, un breve vistazo a estas dos escuelas estéticas—el Realismo y el Naturalismo—que marcaron profundamente la literatura de la segunda mitad del siglo XIX y, en particular, la obra novelística de Manuel Zeno Gandía.

Una sinopsis del Realismo

El Realismo que Zeno conoció en sus lecturas de autores que le fueron contemporáneos proponía la representabilidad de sucesos, personajes y objetos de la realidad, contrario al Romanticismo, que prefería la alusión y la impresión que avasallaba el mundo inmediato con una efusión lírica bien representada en las novelas de René de Chateaubriand en Francia, y en las de Mariano José de Larra y de José Zorrilla en España. En la novela realista, lo “real” se manifiesta bajo la forma de efectos en el mundo físico, de funciones en el mundo social o de fantasmas en el mundo cultural. Lo real es, pues, una inferencia conjugada bajo el concepto de lo verosímil (más que bajo el concepto de lo verdadero) que trabaja desde selecciones ideológicas que pretenden ser representativas del entorno y que configuran una hermenéutica de la realidad[7]. El Realismo subsume una tendencia y una postura, hijas ambas de la ostensible politización de la novela como género, que se vale de la constante afirmación balzaciana de “all is true[8].

Varios estudiosos del Realismo le atribuyen a esta escuela literaria el propósito de borrar el artificio literario para brindarnos, como quería Cervantes, “la verdad monda y lironda”. No obstante, detrás de la impostura ingenua de un texto transparente[9] se oculta un complejo “código de acreditación”[10] que le permite al escritor construir su tinglado de lo verosímil[11], de lo que el lector puede creer y aceptar como realidad porque constituye parte inconsciente de su ethos grupal[12]. Los primeros teóricos del Realismo en Francia proponían que la novela debía proceder de la observación directa de la cotidianidad, que la vida en la sociedad del momento se revelaba en los pequeños detalles y en las biografías poco heroicas de personajes anodinos o comunes. La trama debía desarrollarse en un ambiente contemporáneo, lo cual garantizaba la observación ”del natural”, para poder describir con confiabilidad plena las escenas de la vida ordinaria de las clases medias y bajas, que se consideraban más cercanas a la naturaleza[13].  Es así que la novela se asumía como un  modo narrativo testimonial, que a su vez daba cuenta de la seriedad de propósito y de la autenticidad del novelista.

Ocurre que los primeros teóricos del Realismo le exigían al novelista un conocimiento enciclopédico, como el que tanto admiraría Hipolyte Taine en su celebrado y agudo ensayo sobre la obra de Balzac.[14] Ese conocimiento enciclopédico debía nutrirse de documentos históricos y científicos. De hecho, la sociedad y el ser humano devenían “documentos” en la estética realista. Esencial para esta estética era pensarse como objetiva y desinteresada: documental. Una misma severidad de escrutinio debía cernirse sobre todo lo observado. La exactitud en la descripción debía expresar la imparcialidad, la falta de pasión o de preferencia. De ese modo, el escritor buscaba salirse de sí, y entrar en el mundo para cosechar en él lo que luego debía informar para educar a su lector. Si bien Taine opinaba que la novela debía ser producto de la personalidad del escritor, también creía que la novela se constituía en símbolo de su época. Detrás de cada novela debía latir la raza, la época y el ambiente, la situación política y social, las costumbres públicas y privadas. Propongo que la búsqueda de las causas de la conducta convertía así a la novela en una casuística del entorno contemporáneo: el acto de novelar devenía un gesto etiológico (en tanto se consideraba la sociedad como un cuerpo y se buscaban las causas de sus males) y etimológico (al tratarse de un acto de escritura, si bien “secretarial”, como quería Balzac, que debía también buscar sus causas en otros documentos…). Para Taine, el novelista (recuérdese que su ideal es Balzac) debía ser un “naturalista”[15], debía estudiar al hombre como individuo enredado en una madeja de semejanzas entre el mundo humano y el mundo natural.

Francisco Oller,

Francisco Oller, «Bodegón con guineos y pajuiles»

Para Taine, pues, el hombre era cultura y naturaleza, y la novela que lo describía debía ser una gran encuesta sobre él, en todas sus circunstancias, en sus triunfos y sus fracasos, en toda la miseria de su naturaleza humana. Para el escritor realista no podía haber escondrijos: su tarea estaba jalonada por el imperativo de llevar a cabo un prolijo inventario social y psicológico de toda la vida en torno al hombre, sin tabúes de clase o de grado de intimidad, en especial en cuanto a la sexualidad humana como lugar de máximas revelaciones y aberraciones.  Por eso, proponía que, dada una acción, debíase buscar la situación psicológica que le servía de antecedente; y dada una situación psicológica, debíanse buscar las condiciones psicológicas y no psicológicas que le servían de causas. Los factores condicionantes de la acción humana se dividían, para Taine, en factores externos e internos. Los internos serían la raza (disposiciones innatas y hereditarias, el temperamento y su confirmación en una fisonomía); el medio (la atmósfera, el alimento, la temperatura y las circunstancias derivadas de las condiciones geopolíticas); y el momento (la realidad histórica circundante, según manifestada en la sociedad). Los factores internos serían , según Taine, la “facultad preponderante” (la personalidad del escritor, que otorga unidad a la obra y que rige los aspectos de su composición) y la “facultad dominante” (o personalidad “moral” del escritor).

Por todo lo anterior, en la construcción de sus personajes, la novela realista buscaba el desarrollo de un individuo—no de un tipo—que poseyera, de manera ejemplar, las características de su clase y de su condición social. La narración de su biografía estaría enmarcada en el mundo contemporáneo al autor, y la descripción de ese medio social debía definir al personaje y ayudar a revelar su carácter y su peculiaridad individual. La acción de este personaje operaría como una suerte de proyección externa de la íntima personalidad del personaje. Esta atención a  la construcción de “individuos” sería clave a la hora de establecer la verosimilitud del relato.

Las relaciones con el positivismo filosófico de Auguste Compte y con los estudios de Charles Darwin[16]  sobre la evolución por vía de la selección natural son evidentes. Con los elocuentes y minuciosos ensayos de Taine, la novela se apuntalaba en el afán cientificista del siglo XIX, que debía desembocar en el afán educativo de los escritores realistas. Se revelaba así su vena esencialmente moral, ya que la novela se proponía como una suerte de prótesis de la mirada. Aprender a observar el mundo era aprender el cómo y el por qué de su funcionamiento, de modo que el lector pudiera participar en el “hacia dónde” de su sociedad. Hay un enorme interés y optimismo en el movimiento realista. Esa observación directa de objetos, funciones y fantasmas, según Barthes, debía llevar al lector a una participación activa en su mundo, que se presentaba como cambiante y sujeto a la incidencia de los individuos en su destino.

En suma, para los escritores realistas, la literatura debía ser algo real, existente, comprensible, visible y palpable, una imitación minuciosa de la naturaleza, que presentara tanto lo vulgar como lo extraordinario, esto último visto en su humanidad frágil y con frecuencia rastrera. Todo esto con el propósito expreso de manifestar una propuesta claramente reformadora del entorno socio-político, cuya propuesta se enmarcaba en principios liberales, republicanos y anticlericales. La gran novedad de la novela decimonónica es, en fin, una profunda toma de conciencia de la relación, esencial e indestructible, entre la biografía del individuo y la historia pública. La sociedad y la historia devienen, en la novela realista, experiencia personal reportable al colectivo social precisamente gracias a la novela.

Un atisbo del Naturalismo

Pero son también las ideas cientificistas de Hipolyte Taine las que nos llevarán de la mano—y casi por fuerza de necesidad—a la propuesta naturalista. La tríada de Taine—raza, medio y momento—se convertirá en los engranajes forzosos de una naturaleza humana y social abocada a sucumbir, bajo el flagelo determinista, a lo que Sigmund Freud llamará poco después, el “destino biológico” del hombre. Al interés en la relación entre hombre y naturaleza, ripostará el movimiento naturalista con la idea de la necesidad como rectora de esa relación. La estética naturalista, para teóricos como Émile Zola, se define por una temática que se explaya como una teleología: estamos lejos del optimismo que latía detrás del realismo reformista. Si bien Zola mantiene sus obras suspensas entre los talantes contrarios de la libertad individual y el determinismo más catastrófico, el saldo final de obras cimeras como La taberna (1977), Nana (1879) y Germinal (1885) es la fuerza implacable de la naturaleza, según se inscribe en la raza y la herencia como hilos que gobiernan la fisonomía y la psicología humanas. En muchos casos, el esbozo del personaje puede confundirse con la tipología de un “caso” de la psicología humana, y dar la impresión de una pérdida de realismo. Además,

las tramas abiertamente darwinianas de muchas de las novelas naturalistas[17] dan plena cuenta de la fuerza de este código de estructuración. La “mirada objetiva” del realismo deviene, en escritores como Zola, una mirada quirúrgica solventada por las teorías de Claude Bernard acerca de la medicina experimental que utiliza Zola para modelar su seminal ensayo de 1880, “La novela experimental”[18].

La presencia de las propuestas de Taine se deja ver en los textos teóricos de Zola, quien fundamenta su determinismo estructural en ideas como la raza y la herencia, imbuidas en un gran pesimismo. La fisonomía seguirá desempeñando un papel importante en la configuración de los personajes, que con su “naturaleza humana” se constituyen ellos mismos en las tramas de las novelas que los exponen a la mirada del lector.  Las tramas naturalistas se montan sobre la tecnología narrativa propuesta por el Realismo, aunque sus temas prefieren, mucho más que en el Realismo, la incursión en los bajos fondos de la sociedad. Las novelas naturalistas tienden a exponer las experiencias que empujan a los personajes a asumir conductas degradantes que, por la fuerza de su violencia o de su audacia, los llevan a actos de un heroísmo, que podemos considerar turbio o siniestro, que no hace más que machacar en la cuestión de necesidad por herencia. Si bien la vida en los bajos fondos es mucho más compleja de lo que proponía la novela costumbrista, puede ser tan catastrófica como la que presenta el género de la tragedia.

Es de notar, por su importancia en la Garduña de Zeno, lo que podríamos llamar la “estructura trágica” que sustenta las tramas de Zola. Al proponer ese destino hereditario como núcleo fundante del interés narrativo en muchas de sus novelas, Zola asume los elementos conformantes de lo que los estudiosos de la tragedia clásica denominan “falla trágica” o “destino trágico” que se sustentan en complejas tramas familiares de personajes mitológicos. Como veremos, Zeno también elabora la trama de Garduña como una trama de “caídas” en la cual sus personajes principales explayan en la narración destinos que están modelados sobre personajes de tragedia.

Francisco Oller,

Francisco Oller, «Estudios para El velorio»

 

Hacia un naturalismo criollo: antecedentes de Garduña en la literatura puertorriqueña

A su regreso a Puerto Rico en 1882 de su tercera visita a Francia, Zeno se encuentra con que El Buscapié le dedica cada vez más páginas a la promoción estética e ideológica de la obra de Émile Zola.  De hecho, algunas de las principales novelas de este autor francés podían ser adquiridas en librerías de San Juan en traducciones al español. En su “Carta literaria” de 1884[19], Manuel Fernández Juncos ya advertía que el público lector puertorriqueño estaba comenzando a dejar atrás las novelas románticas, históricas y de aventuras para optar por las novedades estéticas e ideológicas provenientes de España y Francia:  al elenco de escritores que se adentraban en el gusto del lector puertorriqueño, a Zola se le sumaban los autores españoles y franceses de obras realistas y naturalistas. Paulatinamente fue aumentando el aprecio hacia la nueva estética que promovían autores como Honoré de Balzac, Victor Hugo, Emilia Pardo Bazán[20], Benito Pérez Galdós, Juan Valera, José María de Pereda y Pedro Antonio de Alarcón, entre otros. Con sus viajes y lecturas, Zeno tuvo amplia oportunidad de familiarizarse con los principios del Realismo y del Naturalismo, según expresados en las obras de estos escritores.

Interesantemente, la ola de novelas “realistas”— así clasificadas por la escasa y apocada erudición puertorriqueña—que comienza a lamer las orillas de la conciencia boricua en la década de 1880 produce relativamente poco en el lar isleño. En 1884, Francisco del Valle Atiles publica su Inocencia, novela de supuesta tendencia realista que goza, como quería Taine, de un autor de aguda capacidad de observación  y de gran compromiso con la descripción detallada y exacta. Su propósito: acercarse a las costumbres de su momento, importante para catar los conceptos de la moral social de la época. Su trama se centra en un “caso patológico”: la locura que produce la anemia cerebral en una pobre joven quien es víctima del abuso sexual y termina cometiendo infanticidio. Esta novela, publicada en 1882, justo después de salir a la luz los ensayos teóricos de Zola ya citados, más que pertenecer a la escuela “realista”, anticipa ya los asuntos y rigores narrativos del Naturalismo zolesco esbozados en el prólogo a Thérèse Raquin en 1867 donde indica el autor francés: “Mi propósito ha sido sobre todo científico […] he mostrado los trastornos profundos de una naturaleza sanguínea en contacto con una naturaleza nerviosa […] Simple y sencillamente he realizado con el cuerpo vivo el trabajo analítico que los cirujanos suelen llevar a cabo con los cadáveres.”[21] Se ha preferido preterir Inocencia por su relativa pobreza discursiva, quitándole valor en el desarrollo de una novelística autóctona. Sin embargo, hay razones estilísticas, estructurales, temáticas e históricas para darle a esta obra el sitial de primera novela naturalista en Puerto Rico.[22]

Igual suerte ha corrido La pecadora (1890), de Salvador Brau, despachada por la crítica como mera “obra de costumbres que puede ser incluida entre las obras de tendencia realista”[23], que, al igual que Inocencia, posee poderosa influencia de las posturas del Naturalismo en cuanto a su trama y personajes, sobre todo los personajes del médico saneador de males y del cura pecador, de claros antecedentes zolescos.[24]

Le tocaría el turno ahora a Manuel Zeno Gandía, que aparentemente terminó su novela Garduña en 1890. Es evidente que la intensa experiencia cultural vivida en España y en Francia, en cuanto al ambiente literario centrado en los debates del Realismo y el Naturalismo, unida a la crisis económica de su propia familia, se conjugaron para impulsar la intención deliberada de Zeno de abordar, “científicamente”, la situación social y política de Puerto Rico, según afectaba especialmente a la industria cañera. Es desconcertante, sin embargo, que Zeno decidiera posponer la publicación de Garduña y emprender la labor en una nueva novela, La charca, que vio la luz en 1894, y que constituyó la primera de sus Crónicas de un mundo enfermo, como el autor denominaría el conjunto de sus novelas. El hecho es que esta posposición en la aparición de Garduña privó a Zeno de ser el pionero del Naturalismo en Puerto Rico.

Según el consenso crítico,  fue Matías González García, con su novela Cosas (1893), el primero en explorar el venero naturalista de forma apropiada, si bien no alcanzó la evidente calidad de la prosa narrativa de Zeno.  La reseña que Julia María Guzmán hace de esta novela  en su conferencia de 1958 ya citada, quizás inclemente dado su concepto limitado de la propuesta naturalista de Zola, es ciertamente frustrante. Según ella, se trata de una obra bastante imitativa del Zola más escabroso que, “más que una novela, es un cuadro de costumbres unidas por una trama en extremo floja. […] Es un estudio superficial que nos presenta una galería de tipos entre los que sobresale el jíbaro […] Se nos muestra observador sagaz y seguro que conoce muy bien al  campesino.”[25] Se trata de una novela moralizante inclinada a describir el vicio y la inmoralidad, lo que, según Guzmán, no se presenta con la verosimilitud del maestro francés.

En su descripción, Guzmán coincide con la reseña de Tejera publicada en 1894[26]. Lo interesante es que todos los vicios narrativos de González García están implícitos en la estética naturalista: los vicios tremendos que elevan a personajes comunes a los niveles de la gran tragedia clásica, las descripciones tipologizantes y la intromisión moralizante del autor. No se trata de que en el pueblito X que imagina el autor no existan Nanás. Al contrario, lo que resalta aquí es el prejuicio de una lectora (Guzmán) que se basa en los prejuicios de un reseñista (Tejera) que mal se avienen a tragar los difíciles presupuestos que impuso el propio Zolá a la novela naturalista. Es con la supuesta prosa defectuosa de un autor de supuesta segunda categoría—como, supuestamente, la de Matías González García— que podemos descubrir mejor las trampas y las imposturas del Naturalismo: la tipificación y las tramas míticas que se asimilan al repertorio trágico… nada más lejano de la verosimilitud. Si en Zola nos parecen más verosímiles que en González García se debe, no a la teoría narrativa (lastrada por un determinismo mítico y por la “heroización” trágica de los vicios tratados desde una la óptica melodramática de corte determinista), sino a la práctica narrativa misma. Después de todo, como veremos al leer Garduña, Zeno participa de muchos de los “defectos” que se le achacan a Cosas. La diferencia es una de calidad literaria, del oficio mismo de la escritura.

Francisco Oller,

Francisco Oller, «Paisaje de Guaraguao»

Ahora bien, deseo confrontar brevemente la constante acusación de “costumbrismo” que la crítica puertorriqueña suele utilizar para degradar la empresa narrativa de muchos de nuestros novelistas aurorales. Sabemos, y está ampliamente documentado[27], que el costumbrismo tradicional es nostálgico, no condenatorio de costumbres de las clases desprivilegiadas. Una somera mirada a la magna antología del costumbrismo español Los españoles pintados por sí mismos (1843)[28], a las Escenas andaluzas (1846) de Serafín Estebánez Calderón[29], o a las jocosas viñetas costumbristas incluidas en Tipos y caracteres: bocetos de cuadros de costumbres (1843-1862) de Ramón Mesonero Romanos, llamado el “Curioso Parlante”,  nos da cuenta del costumbrismo como museo nostálgico de costumbres periclitadas y también como verdadera mina de las tecnologías que vendrían a abrevar las aguas que nutrirían el Realismo y el Naturalismo.  Vale recordar, además, la importancia que Galdós, en su ensayo citado sobre la novela española contemporánea, le da a la literatura costumbrista, y así lo confirmó al prologar elogiosamente El sabor de la tierruca, de José María de Pereda[30], publicada en el Annus Mirabilis del naturalismo en España: 1882.  En fin, es hora de que estas “novelas costumbristas”, tan injustamente soslayadas por la crítica criolla, tengan la buena suerte de agenciarse un lector tan fino y agudo como Eduardo Forastieri Braschi, cuya reciente edición monumental de El Gíbaro de Manuel Alonso[31], no sólo rehabilita nuestro costumbrismo, sino que lo reinstala como tema urgente en la agenda de trabajo de la erudición puertorriqueña.

Es justo añadir aquí, como antecedente de Garduña, La injuria (1894) de Federico Degetau, en tanto se publica con anterioridad a la primera novela escrita por Zeno. La injuria tampoco despierta interés entre los estudiosos puertorriqueños[32], y se prefiere valorar su prólogo, en el cual Degetau se pronuncia a favor de “los grandes fotógrafos de la palabra que, con paciencia inagotable, saben mantener su atención sobre cada uno de los detalles que les presenta, ordenadamente, aquello que se proponen describir. […] El artista deberá limitarse a la realidad”, transcribirla fielmente, y analizarla en sus conexiones internas y externas.[33]  Curiosamente, la frase “grandes fotógrafos de la palabra” se encuentra, casi verbatim en “La novela experimental”, el ensayo teórico de 1880 donde Zola cita a su modelo Claude Bernard diciendo: “El observador constata pura y simplemente los fenómenos que tiene ante sus ojos […] tiene que ser el fotógrafo de los fenómenos; su observación debe representar exactamente a la naturaleza.”[34] De nuevo aquí, la postura teórica de Degetau es también de claro corte naturalista. Como se ha visto, antes de La charca, primera novela publicada por Zeno, y que vio la luz en 1994, Puerto Rico había andado bastante en pos del ideario naturalista, según expresado por la prensa local y por las primeras obras de nuestros novelistas cuya labor narrativa se comprometió con el estudio de la sociedad.

Vidas póstumas: Garduña

Publicada en 1896, Garduña, como ya advertí, fue terminada a finales de la década de 1880 y principios de la de 1890.  La trama—una intriga de fraude en cuestiones de herencia, vicios morales, incontinencia, lujuria y abandono—pone su mira en una hacienda cañera, Mina de Oro, localizada en un pueblo costero ficticio llamado Paraíso. La toponimia, de clara intención simbólica, ya nos adentra en la forma del novelar de Zeno. La novela comienza con el descenso de un grupo de tres hombres por la ladera escabrosa de una enmarañada cordillera hacia el valle donde se encuentra el pueblo. Entre ellos se destaca el protagonista, Hermógenes Garduña, abogado que controla el pueblo torciendo los hilos de la ley.  Desde la primera escena conocemos los manejos ambiciosos de Garduña y su deseo de dedicar su “trabajo” al expolio de terrenos y productos en manos de los terratenientes y hacendados de Paraíso.  La mirada del abogado se centra en Mina de Oro, hacienda rica cuyo dueño se encuentra en trance de muerte.

Una vez en Paraíso, entramos en la casa de Tirso Mina, justo en el postrer momento de la vida de este próspero hacendado cañero, aquejado por una terrible enfermedad. Vemos a su familia conspirando para lograr que Tirso, quien  tiene una hija ilegítima, muera sin testar para así acaparar el caudal relicto. Tirso, sin embargo, logra entregar un testamento hológrafo a su antiguo aide-de-camp, Ocampo, quien resulta ser padre de una mujer que Tirso sedujo y en quien procreó una niña llamada Casilda, quien en ese momento tiene alrededor de 15 años. Ocampo, ciego y anciano, acepta el pliego. Una vez el anciano abandona la casa, Tirso muere. Temerosos de que, durante la entrevista con Ocampo, Tirso haya hecho algún documento testamentario y lo haya puesto en manos de Ocampo, la hermana del hacendado—la ambiciosa y hombruna Leonarda, madre de dos hijos—se alía a Garduña para simular la ejecución de un testamento.  Garduña, Leonarda y algunos cómplices simulan, en un cuarto oscuro, que un Tirso muy debilitado dicta su testamento ante un notario llamado para el caso, y logran así fabricar un documento “legítimo”, otorgado ante testigos, y por lo tanto, en apariencia, totalmente legal.

La trama ahora se divide en dos: la trama de Ocampo y de Casilda para legitimar el testamento hológrafo que lega todos los bienes a la hija ilegítima, y la trama de resistencia del grupo cómplice de Garduña y Leonarda, dispuestos a torcer la ley para lograr sus propósitos. Ocampo deja saber en el pueblo que tiene un pliego testamentario recibido de manos de Tirso, y Garduña emprende una serie de acciones para obtenerlo y anularlo. Mientras esto ocurre, Garduña, chantajeando a Leonarda por el suceso de la fabricación del testamento, comienza a explotar para beneficio propio las riquezas de Mina de Oro, y poco a poco se va quedando con dinero y hacienda.

Francisco Oller,

Francisco Oller, «Hacienda La Fortuna»

La acción se va centrando ahora en Casilda. Se le encomienda a Honorino, hijo de Leonarda, cuya fisionomía delata modales libres y moral relajada, que obtenga de Casilda el pliego testamentario. Honorino emprende un trabajoso proceso de seducción que culmina cuando logra convencer a Casilda de que acceda a sus requerimientos sexuales y que, luego, le permita convertirse en su protector en el caso del pliego, que ha alcanzado proporciones jurídicas.  Casilda accede a los avances sexuales del muchacho en pleno medio día en medio del cañaveral, mientras su abuelo, andando sin guía, cae en una zanja y se estropea. Este momento densamente simbólico nos avisa que nada bueno saldrá de la relación de Casilda con Honorino. Éste finalmente la convence de que le entregue el pliego. En una escena grotesca y nocturna, Casilda desentierra el pliego oculto en la tierra debajo de la cama de su abuelo, se lo entrega a Honorino, y luego de una serie de equívocos y casualidades, finalmente llega a manos de Garduña. Luego de esta entrega, Honorino pierde interés en Casilda y la abandona.

Eventualmente, el tribunal falla en contra de los reclamos de Ocampo, quien debe ahora producir el pliego. Desesperado cava debajo de su cama buscándolo y al no hallarlo, se da cuenta de que algo anda mal. Casilda, en vez de confesar que lo ha dado a Honorino, le dice que lo ha roto. El anciano, desesperado, muere de un síncope. La niña queda sola, sin protección. Desde ahí su vida va en descenso hasta que termina siendo reclutada por un “levantador de livianas” que la saca de Paraíso para llevarla a la capital. Mientras tanto, Leonarda, víctima de los saqueos legales de Garduña, va perdiendo todos sus bienes a manos del abogado. La novela termina relatando la vejez infeliz de Leonarda, el triunfo de Garduña y la caída de Casilda en una vida de vicio y promiscuidad. Sólo un personaje—engranado con dificultad en la trama—logra escapar de Paraíso y de las garras de Garduña: Sulpicio—agrimensor español casado con Catalina, hija de Leonarda y víctima del control de su madre. Único personaje “positivo” en esta novela repleta de personajes negativos, Sulpicio se muestra incapaz de poner su integridad moral en auxilio de Tirso y de Casilda. Impotente, renuncia a su puesto de agrimensor y huye del pueblo con su esposa, a quien libera de las garras de su madre dominante.

Es importante notar que la trama de esta novela parte de un acto testamentario. Técnicamente hablando, todo lo que ocurre es postmortem. Los actos de Tirso en vida, su irresponsabilidad sexual, el abandono de su hija y su arrepentimiento tardío son causa eficiente de lo que ocurrirá: el fraude, la desposesión y la eventual humillación de Casilda, a quien Tirso quería proteger mediante el testamento.  En Garduña, todas las buenas intenciones se verán pervertidas. Las razones son las típicas del Naturalismo: la fuerza de la herencia formadora de temperamento, el ambiente opresivo y poco afecto de la ley que reina en Paraíso, y el momento que signa la crisis de la industria cañera, único vestigio de referencia histórica que contiene esta novela casi mítica.

Lo que sigue es una serie de breves comentarios que abordan las cuestiones que me parecen claves en el análisis de Garduña.

Garduña: mito y novela

Como antes mencioné, hay una marcada tendencia en el Naturalismo a construir tramas que me mueven implacablemente hacia un fin dictado por el determinismo  usualmente expresado en términos de herencia biológica. Estas tramas fuertemente ideológicas asumen como motor la necesidad, y en ese sentido poseen la configuración de los mitos que fundan el género trágico. La historia de Casilda, en particular, está montada sobre la figura recurrente de la mujer abandonada, cuyo arquetipo[35] es Ariadna, abandonada durante la noche por Teseo—después que ella lo ayudara a matar al Minotauro—en la playa solitaria de la Isla de Día. Al despertar y descubrirse “abandonada”, Ariadna comienza a llorar. De momento escucha el sonido de sistros y flautas: es el séquito de Baco que se acerca. El dios del vino, acompañado de sus sátiros impúdicos, se acerca a la joven hija de Minos. Al verla tan hermosa, le pide que lo acompañe. Eventualmente, Ariadna se casará con Baco.

La trama de la mujer abandonada en la literatura se apuntala en un abandono doble: por un lado, la mujer se abandona, se relaja en su moral. Por otro, y merecidamente, es abandonada por aquel que la invitó a abandonarse. Este mito, claramente misógino, devalúa la iniciativa femenina en decidir su destino y castiga a la mujer que se ha propuesto evadirse del control paterno. Ariadna, que ha conspirado para traicionar a su padre, rey de Creta, termina abandonada y recogida por los sátiros de Baco, un dios ebrio y lujurioso. Esa vida de embriaguez y lujuria es la que le espera a la mujer que se ha ido de su casa sin permiso de su padre.

En Garduña abundan las alusiones al mito de Ariadna: el propio nombre de Tirso se refiere a la vara enramada, cubierta de hojas de hiedra y parra, que suelen llevar la figura de Baco, y sus sátiros y bacantes, durante sus acaloradas orgías. Por otro lado, Tirso mismo, aquejado desde sus años de soldado por una enfermedad cuya sintomatología la insinúa como sífilis, se nos presenta como una especie de sátiro moribundo, aquejado por el veneno que le deparó el placer sexual apurado en los campamentos castrenses durante sus “incautas mocedades”. La noche en que Honorino sale del Melonar con el pliego testamentario en la mano, se detiene en una orgía que Zeno describe así: “Todo era allí atolondrado, estrepitoso, libre, con libertad de bestia alzada, con disipación de bacante.” Esa bestia alzada (literalmente “en erección”) constituye la representación muy conocida del sátiro en la cerámica griega antigua. Al sátiro lo acompaña la igualmente alzada (robada, alborotada, excitada) bacante. Finalmente, la abandonada Casilda es seducida por un “reclutador de livianas”. En las últimas páginas de la novela, Casilda, dando una última mirada a Paraíso desde lo alto de la cordillera que lo rodea, se detiene. Entonces: “Los cascabeles del sátiro sonaron en sus oídos y la joven miró el paisaje como el árbol caído, la cima montuosa donde antes florecía.”.

Francisco Oller,

Francisco Oller, «La ceiba de Ponce».

A  la trama mítica de Casilda como Ariadna, se une otra trama mítica, la de la expulsión del Paraíso. Lo interesante en Garduña es que se trata de un falso Paraíso, de un lugar que cae progresivamente en manos del Mal, personificado por Hermógenes Garduña. De nuevo la onomástica nos es útil. Hermógenes, “hijo de Hermes”, alude al dios de lo oculto, que obra en la sombra y que se distingue por ser un dios ladrón y encargado, en su función de “Hermes Psychopompos”, de conducir las almas al Hades. Así, al mito de Ariadna abandonada y seducida por Baco, le corresponde el mito triunfante del dios ladrón, que obra en las sombras, y que conduce las almas muertas al infierno.  En un gesto hiperbólico, Zeno hipercaracteriza a este personaje al darle el apellido “Garduña”, un mamífero carnívoro que ataca de noche y destruye las crías de muchos animales útiles. Se conoce también como “comadreja” , palabra que sugiere el mismo sufijo derogatorio de “palabreja” en juego con “comadre”, la alcahueta, la chismosa, la insidiosa.

La trama de Garduña combina así tres instancias míticas: la Ariadna abandonada, el Paraíso (al revés) y el relato triunfante de Hermes. Obviamente, tan ostensible desvío estructural de lo que se piensa el Naturalismo debe ser nos obliga a repensar la lectura de Garduña como una novela primeriza de naturalismo indeciso. Estamos ante una máquina narrativa bien montada, reciamente afincada en la fuerza del determinismo, e ingeniosamente enfocada en poner de manifiesto las tensiones narrativas que crean los propios presupuestos de esta escuela estética.

Herencia y determinismo

La cuestión de la herencia es fundamental en las tramas naturalistas. En Garduña, Zeno trabaja el asunto de manera sabia e inesperada: a los “bienes hereditarios” de Tirso Mina (Mona de Oro y operaciones aledañas), se le añaden los “males hereditarios” (la relajación moral, la lujuria, la proclividad al abandono). Estos “males hereditarios” terminarán convirtiendo a Casilda, irónicamente, en una “desheredada”: como el personaje de Casilda oscila entre las dos herencias, pierde la primera por sucumbir a la segunda. Aquí, la pelea por la herencia de “Mina de Oro”—frase popular que denota objetos o personas que son extremadamente productivas—sólo provoca el dispendio de aquello que fue acopiado con tanto esfuerzo y trabajo por Tirso. Curiosamente, Casilda es rechazada como falsaria por la familia Mina, empeñada en acaparar la herencia. No obstante, es la fisonomía moral de Casilda la prueba más contundente de que la niña pertenece a la familia: el vicio descarrila a todos los Minas y les hace perder sus bienes. Leonarda, enervada por una ambición estúpida e irracional, comete errores claves que pondrán en manos de Garduña todos sus bienes. Casilda hará otro tanto: cederá a sus pasiones incautas e irracionales, y todos sus bienes (representados en el pliego testamentario) pasarán también a manos de Garduña.

El determinismo naturalista se centra en el estudio del cuerpo enfermo, cuya fisonomía misma manifiesta la sintomatología de los vicios y las pasiones. Este cuerpo, que Zola estudia con tanta atención en su Thérère Raquin, es el cuerpo aberrante de las neuropatías en las cuales debe hurgar el novelista naturalista con su mirada quirúrgica. La enfermedad venérea que adquiere Tirso en su juventud castrense pasa a su hija, literalmente, como una “enfermedad de Venus”. La sífilis es notoria por causar estragos cerebrales que se manifiestan como demencia, justamente la gama de síntomas que observamos en el Tirso moribundo. La pierna enferma, roída por una llaga infecta y maloliente, inescapablemente alude, como elemento fálico, a la genitalia descompuesta y tumefacta que la venérea produce en sus etapas finales. Del mismo modo en que Tirso ha sido reclutado en los ejércitos de Venus, Casilda ha emprendido igual camino, alzada por un “reclutador de livianas”. La genitalia de Casilda—ya no tierra fértil y fecunda, como Mina de Oro, sino lodazal inmundo, como se describe con frecuencia el cuerpo femenino en la novelística realista y naturalista—se convierte, irónicamente, en su “mina de oro”, hueco fisiológico que le deparará finalmente su sustento como prostituta.

Francisco Oller,

Francisco Oller, «La Central Plazuela»

Como sabemos, las tramas del determinismo son implacables. Del mismo modo en que el larvado cuerpo de Tirso sucumbe a una muerte dolorosa y a destiempo, el cuerpo larvado de Casilda, presa de la herencia, sucumbe a una muerte moral, igualmente dolorosa y a destiempo.

En este contexto, vale analizar las dos escenas del baño de Casilda. El narrador nos pone su cuerpo desnudo ante la mirada. En plena oscuridad, iluminada de forma dramática por la fuente puntual de una vela, la muchacha manifiesta una morbidez  precoz que anticipa los placeres que le deparará su propio cuerpo. Rodeado de pobreza, en una casucha de suelo de tierra donde está enterrado el pliego testamentario, el cuerpo de la muchacha no podrá deshacerse de su lodo constitutivo. Hay, sin duda, un dejo de sadismo y voyerismo en Zeno al mostrarnos este cuerpo en la tina, que nos recuerda a las túrgidas bañistas de Courbet  y a las múltiples telas que, en el Museo del Louvre, representan a la casta Susana en su baño observada por los ancianos.  A pesar de sus encantos, el cuerpo de Casilda está habitado por la “enfermedad de Venus”, enervante herencia de su padre, estigma invisible de su flaqueza moral.

Quiero resaltar aún otro elemento de esta “herencia” de Casilda. La castración técnica que supone el avance de la sífilis en el cuerpo de Tirso, signo de su debilidad ante el impulso sexual, marca a este personaje con la impronta de lo femenino. Una lectura somera de Garduña nos indica que se trata de una obra densamente misógina[36], donde todos los personajes femeninos son débiles, corruptos, corrompibles o estúpidos. La caracterización animalesca de casi todos ellos así lo confirma. La carne, la bestia, es lo femenino. Ceder a ella es abandonar las responsabilidades morales de la virilidad sabia. No deja de ser irónico, pues, que Garduña sea el único personaje que no cede a la tentación sexual, y que controla sus apetitos en este aspecto. Por eso, será necesariamente Garduña el que quede en control pleno de los bienes y las herencias de todos, usurpador profesional que corroe el hueso de sus víctimas.

Cuestiones narrativas

Si bien Garduña se publica como la segunda entrega de las Crónicas de un mundo enfermo, lo cierto es que tiene poco de crónica. Entre la forma de la crónica y la de la novela decimonónica se explaya la diferencia entre la mera lista cronológica de eventos, y la factura totalizante de un mundo inteligible. A la noticia verdadera ambicionada por la crónica, se opone la meta de verosimilitud que rige a la novela y que la obliga a la selección fundadora de ficción[37]. En el caso del Naturalismo, esa verosimilitud con frecuencia se ve entorpecida por la trama abiertamente ideológica. De hecho, puede argumentarse que la novela naturalista es una novela de tesis, cuya tesis está predicada, precisamente, en el determinismo que hemos explorado ya. La novela naturalista es “hiperbolica”[38] en tanto hipercaracteriza objetos, lugares y personajes para llevar a cabo la “demostración” de su tesis.

El empeño en esta demostración acerca la trama a la abstracción y la aleja de la concreción de un mundo históricamente localizable. Zeno es especialmente remiso a presentarnos, con todos sus pelos y señales, su entorno histórico-social inmediato, y prefiere mantenerse en el espacio de la alegoría y el símbolo. La densidad simbólica de esta novela es evidente, según lo atestiguan el carácter tendencioso de su onomástica y toponimia, la radical caracterización de los personajes, la tendencia a adoptar los excesos del melodrama, y la propuesta de un mundo cíclico que se rige por la herencia.

Francisco Oller,

Francisco Oller, «Cocos»

Como he indicado en algunas de las notas a este ensayo, es a través del sistema onomástico de la novela que Zeno nos introduce a las tramas mitológicas y simbólicas de su relato. Al interesante repertorio de significados de esta onomástica que ofrece Venus Lidia Soto[39], hay que añadir más substancia, especialmente la pesantez “clásica” de los nombres, muchos de ellos basados en la nomenclatura grecolatina típica del léxico científico. En este sentido, en Garduña, Zeno utiliza los nombres para fijar las personalidades, las motivaciones y los planes de los personajes, y así se aleja del uso llano del nombre en la novela realista[40]. Es esta especie de taquigrafía onomástica la que le permite saltar segmentos enteros de la trama para comprimir la novela en fuertes escenas melodramáticas donde se manifiesta la verdad aludida en el nombre, o donde se confrontan las fuerzas que los nombres encauzan.[41]

Tres escenas de la novela representan esta tendencia a las oposiciones simples y radicales típicas del melodrama: la escena de la muerte de Tirso, la escena de la pelea entre Sulpicio y Garduña, y la escena de la muerte de Ocampo. Las tres se estructuran como luchas horribles entre el bien y el mal, entre la justicia y la injusticia, entre el débil y el fuerte. En la primera, el sátiro muerto es víctima de sus depredadores, su propia familia, alentados por los designios corruptos de Garduña. En la segunda, Sulpicio y Garduña, personajes expresamente opuestos por sus ideales, luchan físicamente La vitalidad de Garduña prevalecerá en forma de venganza, y el joven agrimensor terminará abandonando el campo de batalla. La muerte de Ocampo—la más cruda y cruel de la novela—nos permite presenciar el final catastrófico de la alianza entre la niña corrupta y su abuelo protector, cuya catástrofe signa la caída final de ambos porque al dividirse han perdido toda fuerza y valía en el mundo conspirativo regido por Garduña. La forma del melodrama, caracterizada por lo que Peter Brooks llama “lo oculto moral”, enfrasca la trama en una lucha por dilucidar la verdad que, a su vez desarrolla lo que él llama una “estética del asombro”. Las tramas melodramáticas funcionan como dilucidaciones de un caso moral cuyos hilos son regidos por ese elemento oculto que sustenta la estructura aparentemente implacable de la operación del mal sobre el mundo.[42] Vale notar que las tramas realistas y naturalistas que recurren al melodrama lo hacen, no para establecer el triunfo del bien contra toda probabilidad, sino la apoteosis del mal, según toda probabilidad. Tratándose de un modo literario que organiza las escenas de modo teatral[43], son los personajes, y no el discurso del narrador, los vehículos de la dilucidación de la “verdad moral oculta”. El encuentro violento entre los personajes como manifestaciones de fuerzas morales es lo que Brooks elabora bajo el concepto del exceso. Se trata de un drama maniqueo, donde la virtud queda contundentemente aplastada por el vicio.

Con todo y sus momentos melodramáticos, Garduña, en su aspiración naturalista, también se propone como una obra nutrida por “testigos” y “documentos”. No obstante, el repertorio de éstos desdice del gesto de afirmar lo real. Nuestra primera fuente de información es el narrador, aquejado por una omnisciencia parcial o selectiva, que salta períodos completos de la trama durante los cuales ocurren eventos significativos de la historia narrada, así como las maquinaciones de algunos de sus personajes. Se rigen como autoridades el rumor y la opinión, representadas por la tertulia dialéctica en la farmacia de Escofina. La propia “psicología humana” de los personajes, modelada sobre tipos o casos patológicos (según el ideario “experimental” de Claude Bernard) constituye documento válido en Garduña. Los dos testamentos—tanto el verdadero e ilegal, como el falso y legal—manifiestan idearios estéticos peculiares: tenemos un testamento hológrafo, difícilmente validable, que se propone realizar el gesto melodramático de rehabilitar una niña “caída”, ilegítima. El testamento falso, por el contrario, es plenamente naturalista al ser síntoma de la depravación hereditaria que consume a la familia Mina.

Por otra parte, “documentos” importantes en Garduña son las “viejas historias”,  narraciones silvestres, casi folclóricas, si pudiéramos hablar de un folclor naturalista. La trama de la mujer seducida y abandonada es una de esas “viejas historias”: Casilda, Úrsula, y Aguasanta protagonizan esas “viejas historias” que apuntalan la verosimilitud de esta novela al obedecer, como ya vimos, las expectativas morales de la época. Estas “viejas historias” son módulos semánticos del repertorio epocal que establecen el andamiaje del determinismo naturalista. No hay más que recodar ese emotivo momento en que Isidora Rufete, la desheredada galdosiana, proclama “Yo he leído mi propia historia tantas veces…”[44] Al igual que Casilda sueña con una historia reivindicatoria (luego de su caída en la vida alegre se la conoce como “la millonaria”), según narrada en el testamento hológrafo, Isidora Rufete sueña con las tramas de folletín en las cuales la “verdadera heredera” es reconocida por sus padres y enaltecida a su lugar propio en sociedad. A cada “vieja historia romántica” se le opone una “vieja historia” naturalista; al optimismo fantasioso se opone la dura realidad del determinismo en el retorno, eterno y machacón, de las “viejas historias”.

Francisco Oller,

Francisco Oller, «Higüeras»

El “camino de la costumbre” que utiliza Garduña para descender a Paraíso, y que luego usa Casilda para huir del pueblo en pos del reclutador de livianas, es también un documento que pauta el camino de la trama. Es clave aquí el concepto de la “costumbre”. Se trata, como dice Darwin, de una segunda naturaleza[45] de la que no podemos escapar. La costumbre, constitutiva del ambiente, es fuerza narrativa implacable, que en esta novela se representa con la imagen teleológica del camino. Para Hermógenes Garduña, el camino de descenso a Paraíso constituye la trama de su depredación de bienes, siendo él representado como un animal de rapiña. El camino ascendente que sigue Casilda para salir de Paraíso pauta, igualmente, la vieja “historia de las mujeres” caídas que finalmente ascenderán a su lugar propio en sociedad: el prostíbulo capitalino. Estos caminos metaforizan, con riqueza innegable, la forma en que Zeno relaciona campo y ciudad: Garduña trae la corrupción del mundo metropolitano de la ley y Casilda viaja hacia ese mundo corrupto donde llevará una vida de liviana. Los desastres del campo, parece indicar Zeno, provienen de la mala influencia de la urbe, con sus profesionales de la ley y del sexo.

El mundo de la ley

Hay muchas instancias de “la ley” en Garduña. Hasta ahora he tratado de configurar la “ley del género”, es decir, cómo se manifiesta en Zeno el género naturalista al aprovechar el autor las tramas naturalistas y el instrumentario técnico del realismo y el naturalismo en la configuración de su mundo narrativo. Esta “ley del género” se apuntala  en el “mundo de la ley” que se despliega en Garduña. Este “mundo de la ley” tiene dos vertientes en esta novela: la “ley natural”—que aquí se presenta como la “ley de la herencia biológica” y que fundamenta una trama determinista ostensiblemente trágica y simbolizada por la caída de todos los personajes en el lodo; y la “ley humana”, que no es otra que la que se despliega en sus códigos y estatutos, y en su burocracia que se dedica a la administración de la justicia.[46]

En esta novela, la “ley humana”, escrita por la sociedad en pro del orden que puede producir el bienestar de todos, busca igualar las diferencias que existen entre los individuos, especialmente en cuanto a su el estado social. Busca vehicular los reclamos de individuos o grupos por derechos que les pertenecen, ya sea otorgados por la ley escrita, o por el uso y la costumbre. Esta “ley humana” busca sistematizar la vaguedad de la “ley natural”, entendida, desde el Renacimiento, como los presupuestos de justicia que corresponden, por naturaleza, a todo ser humano en equidad y justicia.[47] La ley escrita busca estructurar las vías por las cuales puede ponerse en vigor esta “ley natural”.  El determinismo naturalista se apropia de este concepto de “ley natural” y lo retrotrae, no al individuo social y sus derechos “naturales”, sino a los reclamos de la biología y de la ciencia, y a sus requerimientos implacables, inscritos, no en papel, sino en la máquina del cuerpo humano.

En Garduña, hay una obvia lucha entre esta “ley humana” inscrita en estatutos, y la “ley natural de la herencia”. La trama de Garduña hace fracasar los intereses sociales de la “ley humana”. La forma en que Zeno desarrolla este fracaso es atribuyéndoselo a la falibidad y corrupción de aquellos que están llamados a administrar esa ley estatutaria. En este sentido, podemos comprender por qué Hermógenes Garduña figura en el título de la novela, y no Casilda (la “desheredada”), como suelen las novelas decimonónicas usar el nombre de la víctima para titular las obras. Es en el cuerpo del abogado corrupto donde, literalmente, se libra la batalla de la ley. Siendo agente del estado en el proceso de adjudicar derechos en toda justicia, es él mismo el que tuerce la letra y la intención salutíferas de la ley para acoplarlas a la voluntad de sus irrefrenables apetitos y ambiciones. En el personaje de Garduña coinciden la ley humana y su perversión “natural”.

Un examen del desarrollo de este personaje en la trama nos permite caracterizarlo—siguiendo la clasificatoria psicológica de los humores— como un “melancólico”. Se trata del villano típico de la novela gótica decimonónica, cuyas turbaciones fisiológicas y morales le llevan a “sublimar” sus frustraciones sexuales por medio de la destrucción de la virtud y el acaparamiento de bienes y cuerpos ajenos. Al principio de la novela, Garduña mismo narra a sus cómplices su fascinación por las mujeres romanas y cómo persiguió a una de ellas al Trastevere, más allá del río Tíber, para gozar de una noche con ella. El relato acaba con la siguiente frase: “Yo no cejaba en la persecución y …” Nunca sabremos si el abogado obtuvo los favores de la huidiza romana, pero sospechamos que no. Lo que sigue a esta interrupción del relato de sexualidad frustrada es el relato de su actividad depredadora sobre Paraíso. El abogado no consiguió a la chica romana, pero sí conseguiría el poder sobre Paraíso.

La descripción física del personaje atestigua su melancolía. Del mismo modo, el largo pasaje que recoge sus cavilaciones nocturnas de animal de rapiña, da cuenta de sus severas insatisfacciones y de su propósito de acallarlas mediante la adquisición de oro y poder. Usará la ley para lograr sus fines. Su poder se manifiesta en la novela mediante la reacción de otros personajes a su presencia: el respeto de Leonarda, de su familia, de los obreros del Ingenio de Mina y de los contertulios de Escofina. Lo tratan como hombre sabio y todopoderoso que, más que obrar en beneficio de otros como abogado, se manifiesta como un ser sublime, oscuro y temible, típico villano de la novela gótica. Su inteligencia, dedicada a la corrupción, lo hace intocable, tenaz. Su última escena, en la que contempla satisfecho la tierra que ha podido arrebatarle a los Mina, expresa claramente esa transfiguración de su deseo físico en deseo de la tierra, elemento que, reiteradamente, la narración ha equiparado, no con la fecundidad, sino con el cuerpo del deseo, el lodo excitante de la “liviana”, la tumba moral. Esta escena nos devuelve a la narración primate de su persecución de la romana más allá del Tíber: si en Roma no la alcanzó, la ha alcanzado ahora en Paraíso, bajo la guisa de una tierra que—según el texto ha mostrado—él mismo no sabe poner a dar fruto.

Francisco Oller,

Francisco Oller, «Piñas»

En fin, el personaje de Garduña, en su aspecto simbólico, representa el mundo de la ley, mundo confuso que hace colapsar, equívocamente, el mundo de lo legal (la ley escrita, de voluntad noble, ordenadora) y el mundo de lo natural, cuyos reclamos excluyen la puesta en vigor de la fuerza de los estatutos. Pero lo que está detrás de esta derrota de la ley como plataforma de lanzamiento de la justicia, es que esta ley protectora, que busca la redención de las diferencias entre naturalezas humanas y estados sociales, es la primacía de la ciencia, que se apoya precisamente en esas diferencias entre naturalezas humanas que determinan implacablemente las diferencias en estado social. Regido por la ciencia biológica y sus tramas, el mundo de Garduña se ceba de la diferencia en la naturaleza y de la supervivencia del más fuerte. Y si bien Zeno ha insinuado de forma muy tenue que Garduña, en el fondo, no está capacitado para “trabajar” la tierra (su trabajo es arar, no la tierra, sino la tinta notarial del alegato, la escritura de título y la escritura testamental[48]), lo cierto es que lo que espera a Paraíso en manos del mal agricultor es la absoluta destrucción de este edén hermoso tan minuciosamente descrito por el narrador en las primeras páginas. La última escena presenta la destrucción de la productividad agraria simbolizada por la chimenea abandonada y forrada de maleza que Casilda observa desde lo alto justo antes de partir con su reclutador de livianas. El triunfo de Hermógenes Garduña es, literalmente, el triunfo de la muerte.

Y es la vida póstuma, testamentaria, de Paraíso, lo que narra esta novela cuidadosa e inteligente. El pesimismo de Zeno con respecto a la industria de la caña, provocado por las realidades financieras emblemáticas de su familia cañera en Arecibo, cierra la novela con la prostitución de esa tierra en manos de falsarios. Bien puede decirse que Garduña constituye el pliego testamentario de la industria cañera del siglo XIX, enterrado en las manos del profesional de la ley que echa sobre la tierra la negra tinta que la corrompe y la hace infértil, puro lodazal.

[Nota bene: El siguiente estudio crítico figura como ensayo interpretativo en mi edición crítica de la novela: Manuel Zeno Gandía. Garduña. Lilliana Ramos Collado, ed. Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico (2010), pp. 217-260.]


[1] De interés particular es el ensayo teórico publicado por Galdós en 1870 en la Revista de España, titulado «Observaciones sobre la novela contemporánea en España». En este artículo, Galdós rechaza lo que él llamó, “novelas de impresiones y movimiento”, de tradición romántica y de aventuras, y abraza los preceptos del movimiento realista. Elementos de este ensayo galdosiano se traslucen en el prólogo de Zeno Gandía a La muñeca, de Carmela Eulate Sanjurjo, publicada en 1895. Si bien no abogo por una influencia directa de Galdós en Zeno, lo cierto es que la mentalidad de la época en la España de la década de 1870 estaba permeada por el impulso realista en la narrativa. Benito Pérez Galdós. Ensayos de crítica literaria. Selección,introducción y notas de Laureano Bonet. (Barcelona: Península, 1972) 118-132.

[2] Vale señalar que esta estadía de Zeno en Madrid coincide con el comienzo del realismo en España, que estaba muy a la zaga de los desarrollos en Francia—donde Zeno pasó unos meses inmediatamente después—,que ya alcanzaban los primeros debates del Naturalismo, un movimiento literario posterior. España entrará en las polémicas en torno al Naturalismo varios años después, justo a comienzos de la década de 1880. Con toda probabilidad, la realidad biográfica de Zeno le permitió coincidir con la culminación polémica del realismo en España a la vez que con el momento teórico cumbre del Naturalismo en Francia. Esta coincidencia le llevó a absorber los preceptos de ambos movimientos en sus años formativos como escritor, y puede dar plena cuenta de la plena convivencia productiva de elementos realistas y naturalistas en toda su obra novelística.

[3] “La novela experimental” (1880), “Los novelistas naturalistas” (1881) y “El naturalismo en el teatro” (1991). Véase la edición anotada de Laureano Bonet: Émile Zola. El Naturalismo (Barcelona: Ediciones Península, 1972).

[4] Ver, entre otros, Guillermo Ara. La novela naturalista hispanoamericana (Buenos Aires: EUDEBA, 1965). También, Benito Varela Jácome. Evolución de la novela hispanoamericana en el siglo XIX (Alicante: Biblioteca Virtual Cervantes, 2000).

[5] Emilia Pardo Bazán. La cuestión palpitante. Edición, estudio introductorio, notas y apéndice de José Manuel González Herrán (Madrid: Anthropos, 1989). Ver también el agudo estudio introductorio a la edición de Rosa de Diego a Emilia Pardo Bazán. La cuestión palpitante (Madrid: Biblioteca Nueva, 1998). Ambos, Gonzáles Herrán y de Diego, coinciden en el hecho de que la publicación de los artículos de Pardo Bazán en el periódico La Época durante el 1882, y luego en forma de libro en 1883, fue “fundamental en la difusión y recepción del Naturalismo en España […] el hecho de que sea una voz femenina la que accede al discurso público en este momento […] provoca la polémica cuestión palpitante, cambia la naturaleza del debate y la magnitud del mismo.” De Diego, p. 9. Herrán, en su prólogo más sistemático, califica el debate entre los detractores del naturalismo—Alarcón, Varela y Meléndez Pelayo— y sus “matizados partidarios”—Alas, Pardo Bazán, Altamira—“como un episodio más de una serie de querellas estético-ideológicas que se producen en los ambientes intelectuales españoles de la segunda mitad del siglo XIX y que, en último término, remiten siempre a ese enfrentamiento entre tradición y progreso que ha marcado la historia de España en su edad contemporánea.” Herrán, p. 21.

[6] Leopoldo Alas, “Clarín”, “El naturalismo” en Sergio Beser, ed., Leopoldo Alas: Teoría y crítica de la novela española (Editorial Laia: Barcelona, 1972) 101-153. Ver también el artículo crítico de Clarín, “La desheredada [de Galdós] (La literatura en 1881)” en ibid., pp. 225-239.

[7] Roland Barthes, “El efecto de lo real”, en Polémica sobre el realismo (Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo, 1972).

[8] Honoré de Balzac. Le pére Goriot (Paris: Librairie Génerale Française, 1972) 23. Nótese que en el original francés, esta frase reveladora aparece en inglés en bastardillas, marcando así su importancia.

[9] En su Prefacio a La comédie humaine, Balzac afirmaba: “La casualidad es la mejor novelista del mundo: para poder ser productivo, uno sólo tiene que estudiarla. La sociedad francesa debía ser la historiadora, y yo meramente su secretario”. Honoré de Balzac, “Preface”, La comédie humaine (Paris; Gallimard, 1951) Vol. I, p. 7. La traducción del francés es mía.

[10] Ver el exhaustivo ensayo de Lillian Furst, “Realism and its ‘Code of Accreditation’” en Through the Lens of the Reader. Explorations of European Narrative (New York: State University of New York Press, 1992) 103-118. También el abarcador estudio de Furst ‘All is true’. The Claims and Strategies of Realist Fiction (Durham: Duke U Press, 1995). También Christopher Prendergast, “Introduction: Realism, God’s Secret, and the Body” en Margaret Cohen y Christopher Prendergast, Spectacles of Realism. Gender, Body, Genre (Minneapolis: U of Minnesota Press, 1995) 1-11.

[11] El ensayo fundamental sobre el asunto de lo verosímil es el de Gérard Genette, “Vraisemblance et motivation”, en Figures II (Paris, Seuil, 1969) 71-97. Según Genette: “Lo que define la verosimilitud es el principio formal de respeto a la norma, es decir, la existencia de una relación de implicación entre la conducta particular atribuida a un cierto personaje, y una cierta máxima general implícita y consabida. Esa relación de implicación funciona también como un principio de explicación: lo general determina y, por lo tanto, explica lo particular; comprender la conducta de un personaje es poder referirla a una máxima admitida, y esa referencia se entiende como un regreso desde el efecto a la causa […] El relato verosímil es, pues, un relato cuyas acciones responden, como tantas otras aplicaciones o casos particulares, a un cuerpo de máximas aceptadas como verdaderas; pero estas máximas, por el hecho mismo de que son aceptadas, existen en la mayoría de los casos, implícitamente. La relación entre el relato verosímil y el sistema de verosimilitud al cual se adscribe, es, pues, esencialmente muda: las convenciones del género operan como un sistema de fuerzas y restricciones naturales, que son obedecidas por el discurso narrativo sin percibirlas y, a fortiori, sin nombrarlas. [Estas convenciones constituyen] el pacto tácito entre la obra y su público. Lo verosímil es, pues, un significante sin significado, o más bien, no tiene otro significado que la obra literaria misma.” (pp. 74-77) La bastardilla es del autor y la traducción es mía.

Estas máximas abundan en la literatura realista. De hecho, Balzac hace acopio de ellas en ensayos extremadamente misóginos como “Fisiología del matrimonio” donde afirma cosas como: “Una mujer bella tiene algo que nunca es casto”, que pasan luego al repertorio ideológico de la novela naturalista de tesis. Me viene a la mente una de esas frases o máximas ideológicas en el propio Zeno: “Una mujer es algo desprendido de la mano de Dios, pero si la [sic] arrebatas el instinto  o la malea el abandono o la desvía la mala educación, entonces es algo pavoroso, que espanta y desconcierta y hunde; algo, que hiere al hombre, destruye la familia y desequilibra el mundo.” Manuel Zeno Gandía, “Prefacio de don Manuel Zeno Gandía a la edición de 1895 de La muñeca”, en Carmela Eulate Sanjurjo, La muñeca (San Juan: EDUPR e ICP, 1994) p. 117. Nótese que esta descripción se ajusta absolutamente al esbozo del carácter de Casilda en Garduña, y constituye la motivación expresa de su trama de abandono, instinto adverso y mala educación. Al aplaudir a la autora de La muñeca declarándola escritora naturalista y empeñada en eludir la “monstruosa” y “perjudicial” novela romántica, Zeno, sin resquemor alguno, aplaude el “naturalismo” de esa imagen perversa de la mujer que él juzga como una descripción fiel a la naturaleza femenina. Para Zeno, la mujer es—natural y naturalistamente—un monstruo perjudicial.

[12] Ese ethos grupal opera como depositario de los prejuicios que se consideran “naturales” en una sociedad. La acendrada misoginia de la novela del siglo XIX está claramente enraizada en una compleja masa de prejuicios que denigran a la mujer y sólo la entienden como adúltera, egoísta, hedonista, sensualista, consumista y totalmente ciega a sus deberes de hija, esposa y madre. La pobre Emma Bovary es el emblema de estos vicios femeninos típicos del abandono de la mujer a sus instintos “primarios” y “naturales”. Sobre el ethos grupal como “consenso” y su incidencia en la novela realista, ver Elizabeth Deeds Ermarth, Realism and Consensus in the English Novel (Princeton: Princeton U Press, 1983).

[13] Esta idea de “lo natural” como lo más lejano de la cultura corruptora es vestigio romántico de la teoría estética de principios de siglo XIX según  postulada por intelectuales como Friedrich Schiller en su epocal texto Poesía ingenua, poesía sentimental (Buenos Aires: Editorial Nova, 1963).

[14] Hipolyte Taine, “Balzac” en Nuevos ensayos de crítica e historia, Ensayos de crítica e Historia (Madrid: Aguilar, 1953) 395-487.  El extensísimo ensayo sobre Balzac se publicó originalmente en 1858 y se recogió en los Nouveaux essais de critique et d’histoire publicados en 1865, dos años antes de la aparición de la Thérèse Raquin de Zola.

[15] Y aquí “naturalismo” todavía se definía por su adscripción a las ciencias de la naturaleza. Taine, ibid., pp. 442-444.

[16] Es interesante apuntar que los debates más furibundos en torno al darwinismo se dan en España para los años en que Zeno estaba realizando sus estudios de medicina en Madrid, en especial con la publicación de La descendencia del hombre (The Descent of Man), en 1871. Es en estos años que los profesores comienzan a enseñar las teorías de Darwin desde las cátedras universitarias, en especial en los cursos de Historia Natural. En contario, el antidarwinismo culmina en España en 1875 cuando muchos de los darwinistas pierden sus cátedras, en tanto se les asociaba con una orientación liberal y librepensadora. Ver “Esquema cronológico provisional del darwinismo en España” en Extraordinario-2: El darwinismo en España en el 1er centenario de la muerte de Charles Darwin (1882-1982)Anthropos, Boletín de Información y Documentación,  Núms 16-17 (1982). Aunque atenuada, esta posición liberal y librepensadora la insinúa Zeno en sus novelas de Crónicas de un mundo enfermo.

[17] Ver el esclarecedor libro de George Levine, Darwin and the Novelists: Patterns of  Science in Victorian Fiction,  Ver el número de Anthropos citado. También Alvar Ellegard, Darwin and the General Reader. The Reception of Darwin’s Theory of Evolution in the British Periodical Press, 1859-1872 (Chicago: The U of Chicago Press, 1990), en especial el Capítulo 15 sobre The Descent of Man.

[18] Como ya anticipé, estas teorías tienen su versión atenuada en las propuestas naturalistas españolas,  en manos de Pardo Bazán, Clarín y Galdós, cuyas tramas no son tan duras como las tramas zolescas, aunque pueden ser igualmente pesimistas, como ocurre con La desheredada y con La madre Naturaleza.

[19] Manuel Fernández Juncos. “Carta literaria” en Varias cosas. (San Juan: Tipografía de las Bellas Letras, 1884) 73.

[20] La lectura y el aprecio local de la Pardo Bazán están atestiguados en Francisco Mariano Quiñones, Emilia Pardo Bazán, celebrada en ligerísimo estudio de su gran arte literario (San Germán: La Industria, 1889), tres años antes de entrar esta autora en los debates del Naturalismo en 1882…

[21] Émile Zola, “Preface” en Thérèse Raquin (Paris: Garnier Flammarion, 1970) 11. Vale recordar que, en 1873 se estrenó en París la obra teatral de Zola, Thérèse Raquin.

[22] Me informa el Dr. Fernando Feliú Matilla, que del Valle Atiles se encontraba en París en 1873, según lo consigna en el esbozo biográfico que prepara para su la edición crítica de Inocencia para la Colección Clásicos no tan Clásicos, que publica la Editorial de la Universidad de Puerto Rico. Propongo, y así se lo he comunicado al Dr. Feliú Matilla como aportación a su investigación crítica, que, probablemente, del Valle Atiles pudo ver la obra teatral de Zola o enterarse de sus polémicas leyendo la novela misma. Esta coincidencia nos permitiría clasificar Inocencia como una novela “naturalista” y, por lo tanto, la primera de su estirpe en Puerto Rico. Esto le robaría el sitial pionero en el naturalismo isleño a la novela Cosas, de Matías González García, publicada en 1893, once años después.

[23] Julia María Guzmán. “Realismo y naturalismo en Puerto Rico” en Literatura puertorriqueña: 21 conferencias (San Juan, Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1969) 153. Se trata de una conferencia dictada en 1858 en la Universidad de Puerto Rico.

[24] El tema del cura pecador fue tratado también por Zola en su La faute de l’Abbé Mouret, que a su vez tuvo una influencia significativa en la novela Tormento (1884), de Benito Pérez Galdós

[25] Guzmán, op. cit, p. 162.

[26] D.V. Tejera, “A propósito de Cosas”, La Democracia, San Juan, 21 jul. 1994,

[27] Véase el erudito ensayo de José F. Montesinos, Costumbrismo y novela. Ensayo sobre el redescubrimiento de la realidad española (Madrid: Castalia, 1980). Ver el ensayo introductorio a Serafín Estebánez Calderón, Escenas andaluzas (Madrid: Castalia, 1985).

[28] VV.AA. Los españoles pintados por sí mismos (Facsímil de la edición de 1843) (Madrid: Dossat, 1992).

[29] Op. cit.

[30] Benito Pérez Galdós, “Prólogo a El sabor de la tierruca”, de José M. de Pereda”, (Barcelona: Biblioteca “Artes y Letras”, 1882).

[31] Manuel A. Alonso, El Gíbaro. Cuadro de costumbres de la Isla de Puerto Rico. Con prólogo de Salvador Brau. Edición crítica de Eduardo Forastieri Braschi (San Juan: Academia Puertorriqueña de la Lengua Española y Editorial Plaza Mayor, 2007).

[32] Guzmán, op. cit., expresa: “Más cuento que novela, interesa principalmente por su prólogo, no por su contenido.”

[33] Federico Degetau y González, La injuria, en Para el viaje (Madrid: Agustín Avrial, 1984) 9.

[34] Émile Zola, “La novela experimental” en El naturalismo, op. cit, p.33. Ver también, como dato curioso, Edgardo Rodríguez Julia, “Zola y amante” en Cámara secreta (Caracas: Monte Ávila Editores, 1994) 7-19, sobre Zola como fotógrafo erótico.

[35] Ver el agudo ensayo de Lawrence Lipkin, “Ariadne at the Wedding: Abandoned Women and Poetic Tradition”, en Abandoned Women and Poetic Tradition (Chicago: The U of Chicago Press, 1988).

[36] Ver notas 11 y 12, ante.

[37] En este sentido, difiero de las conclusiones de Vivian Auffant Vázquez en cuanto al uso de la crónica en Zeno. Según Auffant: “nuestro autor intenta presentar un cuadro general de la época […] La historia de los hechos es el vehículo hacia la crónica, y ésta es el germen de la novela.” El concepto de crónicas en Crónicas de un mundo enfermo de Manuel Zeno Gandía. Río Piedras: Publicaciones Puertorriqueñas Editores, 1998. La crónica, como forma de acopio de datos y eventos, carece de análisis histórico, es secuencial y no estructura un relato. La dos primeras novelas de Zeno, Garduña y La charca, carecen de la ostentación del dato. De hecho, lo escamotean detrás del estudio patológico del “caso”, que siendo “eterno” como producto de la herencia, abandona el esquema abierto de la crónica, y nos encierra en el ciclo de la repetición y de la recaída en los síntomas heredados. La mera ausencia de datos o de descripciones prolijas de un entorno reconocible, y, sobre todo, la tendencia a alegorizar las descripciones de objetos, lugares y personas, aleja definitivamente la prosa narrativa de Zeno del modo de la crónica. De hecho, aunque Balzac pretendía ser el “secretario de su siglo”, lo cierto es que ni su novela-río, ni el reencuentro de personajes y situaciones a través de su Comedia humana, representan el modelo de la crónica. Aunque las novelas realistas pueden apuntalar su relato en un hecho histórico—como ocurre con las Novelas contemporáneas e incluso con los Episodios nacionales de Galdós—se trata de un elemento de su marco: la verdadera acción late en el cómo los personajes explanan su momento al asumirlo como experiencia formadora de un ethos, de una mentalidad, no como “historia”. Esa es la base del monumental estudio de Peter Gay, The Bourgeoise Experience from Victoria to Freud (varios volúmenes). Gay estudia el desarrollo de pasiones, estados mentales, experiencias identitarias, y no hace énfasis en la historia como dato, a pesar de que estudia el siglo XIX. Ver el clásico de Georgy Lukács. La novela histórica (México: ERA, 1975). La novela naturalista es aún más extrema en escamotear el dato histórico: basta recordar que la incursión de la historia tiene que esperar al último párrafo Naná para entrar en la novela de forma significativa.

[38] David Baguley. Naturalist Fiction: The Entropic Vision. (Cambridge: Cambridge U Press, 1990) 113.

[39] Venus Lidia Soto, El arte de novelar en Garduña de Manuel Zeno Gandía (San Juan: Editorial del Departamento de Instrucción Pública del ELA, 1967) 20-30.

[40] Según lo estudia Ian Watt, en su afamado y clásico libro The Rise of the Novel, (California: U of California Press, 1971). Véase también el ensayo más reciente de Furst, “The game of the name”, en Through the Lens of the Reader, op cit.

[41] Para no alargar este ensayo introductorio, he decidido discutir los detalles de este sistema onomástico mediante notas filológicas al texto de la novela.

[42] Peter Brooks, The Melodramatic Imagination. Balzac, Henry James, Melodrama, and the Mode of Excess (New Haven, Yale U Press, 1995).

[43] Nótese, en la escena de la muerte de Ocampo, la presencia de Gil Pan, primero como mensajero de la maldad, y luego como mero espectador del drama mortal que ocurre en la choza entre el anciano y su nieta. De alguna manera, la presencia de Gil Pan representa, como en el drama trágico, el coro que analiza la situación y que representa al público. En cuyo caso, Zeno, en esta escena, aprovecha para acusar al público lector de permitir las crueldades morales que Gil Pan permite.

[44] Benito Pérez Galdós. La desheredada (Madrid: Alianza Editorial, 1976).

[45] Charles Darwin, The Expression of the Emotions in Man and Animals (London, Appleton, 1899).

[46] Quiero recordar, en este contexto, la novela jurídica más llamativa del siglo XIX, Bleak House, de Charles Dickens. Una compleja trama de herencia y bienes catastrales destruye a una familia completa, cuya trama corre paralela a los estragos de la herencia de la pobre Esther Summerson, hija desgraciada de padres aquejados por naturalezas enfermas. Charles Dickens, Bleak House (Boston: Riverside Editions, 1956).

[47] Leo Strauss, Natural Right and History (Chicago: U of Chicago Press, 1965).

[48] En este sentido, el diálogo entre Gaduña y sus secuaces a principio de la obra es revelador: “Estamos mal… no hay trabajo”, dice uno de ellos. Y Garduña contesta: “Y lo poco que se hace, no produce. A la boca de mi tintero se le están formando telarañas. Necesitamos, ¡ah! Necesitamos algunos asuntos de mayor cuantía…” Y termina diciendo el narrador, “Y así diciendo, dejó caer Garduña la mirada sobre el hermoso valle de Paraíso.”

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