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Lilliana Ramos Collado
“Hacerse sitio, abrir camino, dejar paso son acciones que implican desembarazarse de lo ajeno y hostil para la vida de in individuo o grupo humano. No ha habido jamás un espacio ‘abierto’ de antemano, sino que lo han abierto la espada y la llama, el hacha y el arado. Y el arte consagra esa violencia primigenia.” —Félix Duque[1]
“Le monument naît de la mort, et contre elle.” —Régis Debray[2]
“The memorial, insofar as it is human, is not alien to any of us.” — Robert Pogue Harrison[3]
Observando la foto introductoria que presenta al escritor puertorriqueño David Caleb Acevedo (foto de Pabsy Livmar González) en el Monumento LGBTT a las víctimas de la Masacre de Orlando, Florida, se me ocurre comenzar este ensayo recordando ese claro en el bosque que tan elocuentemente nos describió Martin Heidegger en su epocal ensayo “Construir habitar pensar”[4]. Heidegger nos dice: «Para habitar, hay que crear un claro en el bosque». Es decir, “estar” es el resultado de un arduo trabajo que consiste en hacerse espacio literalmente contra natura y contra hominem. Ese espacio apropiado y aquello que allí coloquemos servirá —así nos lo recuerdan muchos— como soporte de nuestra historia individual y colectiva. Mantenerlo abierto es el reto diario de una vida significativa que se negará a renunciar a su historia.
Pienso, pues, en mi amada comunidad LGBTT, asediada, vilificada, asesinada por gente que queda sin castigo; pienso en nuestra empresa diaria de salir a pleno sol, fuera del closet; pienso, hoy, en el monumento construido hace apenas dos meses en el Parque del Tercer Milenio, por iniciativa de la Alcaldía de San Juan en homenaje a las recientes víctimas de la masacre de Orlando, Florida, donde 49 de los nuestros murieron a balazos, 23 de los cuales eran compatriotas puertorriqueños. Nunca, que yo recuerde, se ha erigido con tanta voluntad y rapidez un objeto de recordación en espacio público, menos aún, un monumento de recordación a una comunidad, en general, negada: la comunidad LGBTT. Pienso, desde la teoría del monumento, si esta especie de Bandera de Arcoíris hecha en hormigón y recubierta en mosaico de cerámica, si esta especie de lápida luctuosa frente al mar, si este jardín colorido que retoña en un camposanto costero, constituye un monumento. Yo digo que sí. Le pido paciencia a l@s lector@s mientras transitan por los vericuetos de mi argumento.
¿Qué es un monumento?
Adentrémonos primero en el monumento como tal que, hace más de un siglo, Alois Riegl clasificó en dos tipos: el monumento intencional y el monumento no intencional[5]. El primero lo hacemos deliberadamente y a propósito, es decir desde nuestra voluntad y para un fin específico: usualmente, recordar, valorar, exaltar. Y el segundo será inventado en el futuro, cuando la comunidad valore un objeto particular del pasado. Mucho se ha escrito desde entonces: en 1938, Lewis Mumford pronunció la muerte del monumento pues entendió que se oponía a la modernidad instauradora de lo cambiante y lo vivo: “Contra la cáscara fija y el monumento estático, la nueva arquitectura pone su fe en los poderes de la adaptación y la reproducción sociales.”[6]
Françoise Choay, la especialista por excelencia de este tema, se expresó, en contrario a Mumford, de la siguiente forma en 1982, refiriéndose de cerca al “monumento intencionado” de Riegl, a quien comenta extensamente en su libro y a partir de quien elabora su definición de monumento:
El sentido original [en español] del término latino ‘monumentum’, que deriva de monere (advertir, recordar), es aquello que interpela la memoria. La naturaleza afectiva de la destinación es esencial: no se trata de hacer constar, de proveer una información neutra, sino de agitar, gracias a la emoción, una memoria viva. En ese primer sentido, llamaremos monumento todo artefacto edificado por una comunidad de individuos para rememorar o hacer rememorar —a otras generaciones de personas— eventos, sacrificios, ritos o creencias. La especificidad del monumento atiende precisamente a su modo de actuar sobre la memoria. No sólo la trabaja y la moviliza por la mediación del afecto para recordar el pasado y hacerlo vibrar como vibra el presente. Sino que ese pasado invocado y convocado, de alguna manera encantado, no es cualquier pasado: está localizado y seleccionado con fines vitales, en la medida en que puede contribuir directamente a mantener y preservar la identidad de una comunidad étnica o religiosa, nacional o tribal o familiar. Para aquellos que lo edifican y para los que reciben su proclama, el monumento es una defensa contra el trauma de la existencia, un dispositivo de seguridad. El monumento, asegura, reasegura, tranquiliza, al conjurar el ser del tiempo. Es garante de los orígenes y calma la inquietud que genera la incertidumbre de los comienzos. Desafía la entropía, la acción disolvente del tiempo sobre todo objeto natural o artificial, e intenta apaciguar la angustia de la muerte y el anonadamiento… Esencial al monumento es su función antropológica: el vínculo que establece entre el tiempo vivido y la memoria. Se nota en sus destinatarios, géneros y formas: tumbas, templos, arcos de triunfo, columnas, estelas, obeliscos, tótems.[7]
Vemos claramente la gran ironía que nos trae Choay con su minuciosa descripción y los ejemplos que da del monumento. Al final de su libro magistral nos explicará por qué este monumento que creemos querer no es posible en el presente, como también nos indicó Mumford. Choay abraza la idea de que el monumento se ha vuelto obsoleto.
Si bien nuestro tiempo ha preferido dedicarse al monumento no intencionado como objet trouvé artístico abrazado por la historia y la historiografía del arte, lo cierto es que, según Robert Nelson y Margaret Olin, “todavía buscamos un monumento que satisfaga el deseo de conmemorar, de marcar un lugar, de representar el pasado de cara al presente y al futuro, de hacer énfasis en una narrativa sobre el pasado en detrimento de otras, o simplemente hacer del pasado el pasado.”[8] La nueva obsesión con la memoria que nos viene desde el postmodernismo nos ha devuelto a asuntos como la “memoria colectiva” y la mezcla entre lo público y lo privado, y también el importante vínculo entre la memoria y lo ritual, lo habitual y lo performático[9]. Surgen como elementos memoriosos los lugares mismos, y así Pierre Nora los llama lieux de mémoire o lugares memoriosos “donde la memoria se cristaliza, allí donde halla refugio”[10].
Es importante recordar que no todos los monumentos tienen que ver con el triunfo, con la exaltación de un momento histórico o la hazaña heroica de una comunidad. Siempre me ha llamado la atención el que la Plaza de la Bastilla en París haga referencia directa a la ausencia de la Bastilla en ese preciso lugar pues fue destruida por el Gobierno, no como el Muro de Berlín, cuyo mejor recuerdo es su demolición a manos de la propia comunidad circundante. Esos espacios reservados para la ausencia me parecen esenciales en esta discusión: ambos, La Bastilla y el Muro de Berlín tienen todo que ver con la restricción, el acallamiento, la invisibilización de poblaciones enteras, y, en revancha, serán ausentados, acallados invisibilizados. Del mismo modo, hoy día, la UNESCO se ha debatido y finalmente ha aprobado lo que llaman un dark heritage: lugares donde se han perpetrado crímenes contra la humanidad, como los campos de concentración Nazi, y los lugares de explotación de esclavos. Ese patrimonio oscuro da cuenta, también, de la memoria traumada, de la crueldad que puede perpetrar una humanidad inhumana.
Interesante, en general, es la idea de monumento memorial a la vez como antídoto y como advertencia de la muerte, especie de sta viator[11] intempestivo que de vez en cuando nos encontramos a la vera del camino. Así es la ruina, por ejemplo, siempre un recuerdo de la veleidad del tiempo, de la caducidad de los bienes terrenales, del hecho de que todo lo sólido se volverá polvo, de que nuestros mejores propósitos y deseos se deformarán al desgranarse en ruinas y que, debido a esa fragmentación, no seremos comprendidos por las generaciones futuras. Nada más cruel que la ruina de un monumento, que equivale a la ruina de un pensamiento. Esta idea del polvo nos acompaña desde los albores de la modernidad: Denis Diderot[12] y Volney[13] no se cansaron de hablar del polvo como la ruina por excelencia: del polvo en que se convierten los imperios. Hablaban de la ruina de la civilización francesa: Diderot esperaba la Revolución de 1789 y Volney acababa de vivirla cuando escribió su texto célebre. Teóricos de la arquitectura como John Ruskin y Violet-le-Duc, incluso el propio Joseph Paxton —diseñador del pluscuamfamoso Crystal Palace en Londres (1851)— no dejaban de pensar en el carácter efímero del medio arquitectónico… sin considerar la mayor ironía de todas: nuestra tardomodernidad se ha casado con el material más sólido y a la vez más híbrido: hecho de polvo de calcita y cenizas, el hormigón no es otra cosa que polvo que ya, hoy día, está regresando al polvo: “ashes to ashes, dust to dust”…
Sin embargo Gérard Wajcman nos propone el carácter paradójico de la ruina:
No es un simple objeto. Es un objeto reabsorbido, petrificado o desincorporado, casi ya puro símbolo de sí mismo, a la vez aligerado y cargado de sentido. La ruina hace objeto de los restos de un objeto. El objeto arruinado es el objeto sumergido en el tiempo, marchando con los días. Comido por el ultraje de los años o estropeado por los tumultos de la Historia. Objeto devorado por el tiempo. Pasión de objeto. Primero descuajeringado y luego, eventualmente, crecido, ornado por el tiempo (lo que da razón a la afición a las ruinas). La ruina es el objeto más la memoria del objeto, el objeto consumido por su propia memoria… La ruina es el objeto convertido en huella común, el objeto ingresado en la Historia… Es el objeto devenido esponja histórica, acumulador de memoria… [E]n sus hendiduras, grietas, fisuras, se insinúa la memoria que lo eterniza. La memoria ama las resquebrajaduras. Tiene afición por la ruina… La ruina bombea memoria. Es un resto de objeto reinflado, completado, reedificado por la memoria… La ruina es un menos-de-objeto que lleva un más-de-memoria.[14]
La ruina memoriosa como monumento reinflado “ama las resquebrajaduras”, pues son alicientes semióticos que nos dirigen de forma compulsiva al escrutinio de sus alegados mensajes. Como nos propone Bruno Munari, todo objeto incompleto o fragmentario incita nuestra tendencia a completarlo, tanto en su forma como en su sentido como en su función[15]. De ahí que la ruina “bombee memoria”, pero no la del monumento original, sino la de este objeto parcial que ofrece demasiadas posibilidades de interpretación. La incompletud del monumento ruinoso puede forzarnos a reinventar el monumento según nuestro propio código. La ruina bombea, más que memoria, una hermenéutica delirante, imparable, que mantiene vivos esos fragmentos. Pienso en los fragmentos de Safo, pasto de exégetas avaros… Refiriéndose a esos fragmentos, nos dice Page duBois:
Los fragmentos [de Safo] sugieren una estética de la distancia, de la belleza del inalcanzable objeto del deseo, sugieren la superioridad de lo inalcanzable… El efecto de leer estos pequeños vestigios de la lírica antigua es darnos cuenta de que todos los textos son fragmentos, partes de un Todo esquivo, sea el corpus ausente de toda la lírica antigua, el “texto social”, los datos biográficos de la vida de [Safo]. Siempre podemos sólo leer parte, la ruina, la triza de una vasija, lo que nos queda… Leer los explícitamente fragmentarios versos de estos poemas revela las premisas de nuestras prácticas interpretativas basadas en el deseo de alcanzar el Todo que siempre se encuentra fuera de nuestro alcance, negando la naturaleza fragmentaria de todo artefacto cultural.[16]
Escojo referirme a Safo y a su poesía en ruinas porque, probablemente por ser mujer y lesbiana, la posteridad timorata y lesbófoba no le brindó el respaldo y la memoria que sí otorgó a Alceo (amigo de Safo) y a Solón, cuya poesía todavía nos queda en abundancia, si bien ambos fueron contemporáneos de la extraordinaria poeta de Lesbos. El hecho de que nos queden fragmentos de la poesía de Safo indica claramente que aún en la Antigüedad tardía su poesía era leída con entusiasmo. Eso cambió con el tiempo y, claro, con la lesbofobia cristiana.
Por último, quiero referirme a los monumentos dedicados al perdedor que nos permiten recordar una derrota dejada atrás. Así es la nunca construida Columna de los campesinos (1525), de Alberto Durero, quien en su explicación del proyecto nos dice: “Quien quiera levantar un monumento triunfal porque habrá vencido a los campesinos revoltosos podría usar un material del tipo como el que quiero mostrar a continuación…”[17], y Durero procede a explicar cómo los materiales comienzan con un base en piedra, y de ahí para arriba, cada objeto en la pila es de su propio material: las canastas son canastas, el caldero es un caldero, el barril de manteca es un barril de manteca, el cántaro de leche es un cántaro, encima van unas escobas amarradas, luego un mazo de trigo también amarrado, más arriba una jaula de gallinas y sentado sobre ella un campesino acuclillado y cabizbajo en cuya espalda lleva clavada una enorme espada. Se debate sobre el talante de Durero —en pro o en contra de los campesinos que pedían justicia a los dueños de las tierras— pero el asunto y los materiales del monumento proponen una crisis aguda en la propuesta celebratoria del monumento tal como nos lo propone la tradición monumental. El “campesino triste”, como lo llama Durero, parece interpelar nuestra compasión, pero, a fin de cuentas, el monumento nunca fue construido.

De izquierda a derecha: Croquis del Monumento al Campesino, de Alberto Durero; detalle del Monumento de Durero; Monumento al Jíbaro Puertorriqueño, de Tomás Batista; Monumento al Indio Puertorriqueño en el Parque del Indio.
Ese campesino apuñalado por la espalda encorvada en gesto de sumisión me trae al recuerdo un monumento nuestro: el Monumento al jíbaro Puertorriqueño, realizado por Tomás Batista e inaugurado en 1976, colocado en el epicentro del Expreso y que lleva como inscripción el famoso ideario muñocista titulado Propósito de Puerto Rico. El “buen saber” del jíbaro que se describe en la tarja es el saber que ha sido necesario desplazar a la altura de 1976 para poder modernizar la producción económica e industrial de la isla. Desecho quedao en la montaña, arrojado a la vera de la Autopista-hacia-el-Progreso –construida expresamente para poder conectar las refinerías petroleras de la costa sur con los megapuertos de nuestra costa norte–, el Jíbaro, con su familia, “representante de nuestra identidad colectiva” y “síntesis de nuestros valores como pueblo”, según reza la tarja, posa para su propio monumento funerario. Su cabeza inclinada sobre el grupo familiar que ostenta los emblemas de la subalternidad (el labriego, la mujer, el niño) delata una actitud genuflexiva. La masiva presencia del Jíbaro como clímax de la autopista, pero también –colocado en un “Área de Descanso”– como un desvío en ella, constituye la despedida de duelo de una economía agrícola superada, si bien “sabia” y “buena”. Quizás Durero defendía de alguna forma la posición del campesino, pero el monumento de Batista en Puerto Rico nos habla de un campesino obsoleto, tan obsoleto como nuestra agricultura a la altura de 1976.
Pero vayamos al Monumento a las Víctimas de la Masacre de Orlando (Monumento LGBTT) erigido en el Parque del Tercer Milenio por la Alcaldía de San Juan, Puerto Rico. Examinemos cómo se carea con las diversas tradiciones del “monumento”, y de qué modo nos interpela a nosotros.
La marcha de los símbolos: de la Plaza del Indio al Parque del Tercer Milenio:
El Monumento LGBTT está colocado al final de un recorrido que comienza en la Plaza del Indio, donde arranca la Avenida Ashford hacia San Juan, y que termina en el Parque del Tercer Milenio, justo a la salida de dicha avenida. Ese tramo es usado, desde hace 26 años, para llevar a cabo la Marcha —o “Parada”— de la Comunidad LGBTT durante el Mes de Orgullo (Pride Month). Me parece una casualidad importante, para fines simbólicos, que se parta de la efigie en bronce de nuestro indio taíno —diezmado temprano en la conquista de América debido al régimen esclavista de “encomiendas”— para culminar en un monumento funerario dedicado a las víctimas de una masacre ubicado en un lugar cuyo nombre hace alusión a la promesa de un porvenir: el Parque del Tercer Milenio. Ocurre, pues, que nuestra Marcha de Orgullo comienza en nuestra prehistoria —la escultura del taíno lo presenta fuerte y vigoroso, y no esmirriado como lo describen algunos cronistas luego de que fueran sometidos a la esclavitud— y camina con pie firme y gran algarabía, hacia el futuro Milenio.
Interesa darse cuenta de que la caminata culmina en este monumento a las víctimas de Orlando, pero sobre todo interesa que consiste en una serie de delgadas columnas o estelas que llevan los colores de la Bandera del Arcoíris, inventada por Gilbert Baker en 1978 en San Francisco, E.U., dedicada a la concienciación sobre la epidemia del SIDA, y adquirida por el MoMA en 2015 como parte de su Colección de Diseño. Para Baker, esta bandera significó un dispositivo de visibilidad para la comunidad LGBTT, el símbolo de una comunidad específica, de una ‘tribu’ que buscaba, desde hacía muchos años, su espacio bajo el sol.[18] Nacida de la esperanza de ser parte de la comunidad planetaria libre de la homofobia, la Bandera del Arcoíris es ya símbolo inequívoco de nuestra comunidad LGBTT. De modo que la Marcha de Orgullo, armada de nuestra bandera simbólica, camina cada año hacia el parque donde, desde este verano, ubica el Monumento LGBTT, con toda la carga que portan tanto la bandera como el arcoíris mismo: luego de la tormenta, la calma.
Un monumento celebratorio
Aunque Lewis Mumford nos advierte de la caducidad de los monumentos, tanto Françoise Choay, como Robert Nelson y Margaret Olin nos advierten de la insistente necesidad social de objetos memoriosos dedicados a la celebración grupal. Sin duda, el Monumento LGBTT es, como advierte Choay en su breve tipología de monumentos, un monumento funerario, en este caso en recordación de las víctimas de una masacre provocada por el odio homofóbico en el Estado de Florida. ¿Qué celebramos entonces al llegar a ese lugar? ¿Podemos considerar que la recordación misma es celebratoria por el hecho de que, en efecto, recordamos lo que hay que recordar? Acaso ese recuerdo nos lleve a una lucha más agresiva por nuestros derechos ciudadanos: el derecho a la vida, el derecho a la felicidad, el derecho al matrimonio, a la tenencia de bienes en común, a no ser agredidos ni molestados. Pero sobre todo resalta la celebración de la existencia en sí de este monumento, auspiciado por una entidad gubernamental —el Municipio de San Juan— en su carácter oficial (se ve el escudo del Municipio al pie del monumento), lo cual expresa de manera material el compromiso del Estado con los derechos de nuestra comunidad.
Vale recordar también que este monumento —diseñado y construido por el conocido artista de arte público Celso González junto a Roberto Biaggi, bajo el ala corporativa de Cero Design & Built, un grupo dedicado a construir objetos de arte público en comunidades tan diversas como la del Caño Marín Peña y el Pueblo de Río Piedras— se ideó, diseñó, produjo y ubicó en apenas dos semanas después de la masacre de Orlando (12 de junio de 2016), y estuvo listo justo a tiempo para la Parada de Orgullo de este año el 26 de junio. A la comunidad LGBTT le pareció que la velocidad y la inteligencia simbólica con la cual se produjo el monumento sellaba su pacto social con la Ciudad de San Juan.
Un lieu de mémoire a la vez permanente y performativo
El Monumento LGBTT no se basta solo. Vive de la expectativa de recibir, año tras año, miles de militantes LGBTT en su Marcha de Orgullo en el mes de junio. Esa caminata —una suerte de peregrinación política en reclamo de derechos ciudadanos, visibilidad y aceptación social— es un rito que ya ha cumplido 26 años en Puerto Rico, que se ha vuelto cada vez más concurrido y más consciente de sí mismo, a la vez que más llamativo en ostentación creciente de una diferencia que debe poder integrarse al resto de la comunidad. De hecho, cada vez más heterosexuales se unen a la marcha en defensa de los derechos LGBTT. Caminar hacia el lugar de la memoria que es el nuevo Monumento LGBTT ancla el recorrido y lo convierte —el trecho en sí— en una performance política que no agota su significado precisamente porque la comunidad ha encontrado un territorio firme donde colocar sus símbolos: literalmente, su bandera. Esta peregrinación se asume como políticamente necesaria para alcanzar el “arcoíris”. Interesantemente, en este nuevo lugar de la memoria, se ventilan rasgos de la persona LGBTT que son tácitamente privados: las preferencias sexuales. Aquí, ante el nuevo monumento, las parejas de gays y lesbianas se besan en público, sin que una autoridad las detenga. En el beso —metonimia de la sexualidad, y único gesto sexual verdaderamente democrático pues pide lo mismo cada uno de los que se besan entre sí[19]— lo privado se vuelve público: la sexualidad prohibida se vuelve performática, un ritual de libertad.
El patrimonio oscuro y el monumento al desvalido
Si bien la masacre de Orlando no tuvo el efecto mundial del exterminio de los judíos en el Holocausto, evidenciado hoy en la patrimonialización de los principales campos de concentración en Europa a través de la UNESCO, la preservación de los espacios de tortura y asesinato de una enorme comunidad nos hace pensar en las masacres que hemos padecido, ciertamente más pequeñas, pero no menos simbólicas. Se relacionan con la capacidad que tiene el Estado de seleccionar una minoría —aunque se trate de una minoría gigante— y arrebatarle vida y propiedad, pertenencia y visibilidad. Quizás esa fue la razón por la cual la columna de Durero dedicada al campesino rebelde nunca se construyó, quizás también porque la fragilidad y el realismo literal de los materiales que propuso para ella la convirtieron en un monumento imposible en su momento, aunque absolutamente posible hoy como “instalación artística” dedicada, políticamente, a su propia extinción. Sin duda, con su columna, Durero se adelantó a su tiempo en la idea de “arte político” y a la vez “arte público”. Sin embargo, contrario al gesto visionario de Durero, nuestro Monumento al Jíbaro Puertorriqueño no es otra cosa que un monumento tradicional que casi nadie visita o recuerda, evidentemente uno de esos falsos dispositivos de memoria que Mumford declaró incompatibles con la modernidad.
Muy distinto es el Monumento LGBTT: siendo evidentemente un monumento funerario, se cuaja bajo el signo del arcoíris, que surge de la tierra los tallos de un jardín en floración permanente que se alimentan de los cuerpos que simbólicamente allí yacen, según lo atestigua la coloración vertical de cada una de sus estelas de hormigón: brotan de la tierra en color negro y lentamente cada una va adquiriendo algún color del arcoíris. Las víctimas de Orlando no murieron en vano: son la meta de un peregrinaje político que ya ha calado en el Estado y que constituye el lugar ritual del beso: un acto sexual de suma publicidad y afirmación colectiva. Como nos dice sabiamente Robert Pogue Harrison en su hermoso libro sobre los cementerios, aquí, en el Parque del Tercer Milenio, podemos escoger nuestros ancestros en la lucha política por nuestros derechos, y como nos dice también, aquí podemos enunciar, como un mantra salutífero, los nombres de nuestros muertos.[20] El junte de nuestra comunidad allí, frente al Monumento LGBTT, no es acerca del pasado, sino acerca del futuro: nuestro futuro. Los muertos nos van mostrando el camino.
La ruina memoriosa y el fragmento
Nuestro Monumento LGBTT tiene una pesantez simbólica que se alimenta de su propio minimalismo y belleza excéntrica con respecto a su entorno. Está construido a escala humana: sus estelas son de la estatura de una persona promedio y carecen de podio pues cada una arranca directamente desde la tierra misma. Un detalle me interesa: su superficie de mosaico de losetillas, con innúmeras fisuras entre ellas. Esas fisuras dejan ver el fondo negro que ayuda a resaltar, por contraste, la belleza texturada de su piel mosaica. Y entonces pienso en esos fragmentos de Safo y en las vidas tronchadas de las víctimas de Orlando. Pienso en la ruina. Como ya nos advirtió Wajcman, es gracias a esas grietas, a esas trizas, a esas fragmentaciones, que la ruina nos invita a interpretar, nos invita a ponderar, nos invita a imaginar. Es por sus grietas que la ruina deviene locuaz, parlanchina. Nos imaginamos, entonces, nuestra conversación con esa “ruina” precoz que ya es tantas cosas. Notamos que el arcoíris mismo está fragmentado y facetado, y así ostenta su diversidad, la diversidad de la Comunidad LGBTT. No es una tela que ondea al viento con sus bandas de colores cosidas unas a otras, sino la pesada piedra de un monumento funerario abierto y disperso donde cada banda de color es una estela de hormigón que surge del suelo por su cuenta.
Esta ruina niña nos habla de la unión futura, pues nuestra unión aún busca su perfectibilidad. Esta ruina núbil nos recuerda las luchas que nos faltan. Esta ruina falsa nos dice que está aquí para evitar la ruina verdadera, la muerte verdadera, la tumba verdadera. Como nos dijo ya Page duBois sobre la aventura de interpretar el fragmento, “el deseo de alcanzar el Todo … siempre se encuentra fuera de nuestro alcance”. La lucha es larga y no termina. En fin, una mejor humanidad es y será fruto de la andadura, de la marcha, de esa performance política que nunca permitirá que se cierre el camino: habrá que seguir andando mientras seguimos enunciando —más allá de la muerte— los nombres de ayer, de hoy y de mañana que irán apuntalando nuestra Comunidad LGBTT. ¡Marchemos!
[La versión original de este ensayo se publicó en la revista digital Visión Doble, en el número del 15 de agosto de 2016. Si deseas verlo, pulsa aquí: Vision Doble 2016/08/15]
Notas:
[1] Félix Duque. Arte público y espacio público. Madrid: Akal, 2001, p. 13.
[2] “El monumento nace de la muerte, y en contra de ella.” Régis Debray. “Le monument ou la transmission comme tragédie”. L’Abus monumental? Actes des Entretiens du Patrimoine (Paris, 23, 24 et 25, nov. 1998), Paris: Fayard, 1999, p. 11. La traducción del francés es mía.
[3] “El memorial, en tanto es humano, no es ajeno a ninguno de nosotros.” Robert Pogue Harrison. The Domain of the Dead. Chicago: The U of Chicago Press, 2003, p. 125.
[4] Marin Heidegger. “Building Dwelling Thinking”. Martin Heidegger. Basic Writings. Harper: London, 1993, p. 351.
[5] Alois Riegl. “Los valores monumentales y su evolución histórica”. El culto moderno a los monumentos. Caracteres y origen. Madrid: Visor, 1987, p. 19.
[6] Lewis Mumford. The Culture of Cities. San Diego, Harcourt Brace & Co, 1966 (originalmente publicado en 1938), pp. 433-434. La traducción del inglés es mía.
[7] Françoise Choay. “Monument et monument historique”. L’Allégorie du patrimoine. Paris, Éditions du Seuil, 1992, pp. 14-15. La traducción del francés es mía.
[8] Robert Nelson y Margaret Olin, eds. “Introduction”. Monuments and Memory, Made and Unmade. Chicago, The U of Chicago Press, 2003, pp. 2-3. La traducción al español y la bastardilla son mías.
[9] Paul Connerton. “1. Social Memory” y “2. Commemorative ceremonies”. How Societies Remember. Cambridge: Cambridge U Press, 2007, p. 9-10, 13 y pp. 44, 53-61. Georges Balandier. “Orden y desorden”. El desorden. La teoría del caos y las ciencias sociales. Barcelona: Gedisa, 1997, pp. 17-83.
[10] Pierre Nora. “Between Memory and History: Les lieux de mémoire”. Representations, no. 26 (Spring 1989): 13.
[11] Sta viator, o “detente, viajero” se refiere al aviso que una tumba a la vera del camino hace detenerse al caminante y leer el epitafio del difunto. Nos recuerda que el caminante también ha de morir.
[12] Denis Diderot. “Hubert Robert”. Salon de 1767. Oeuvres de Denis Diderot. Salons, Tome II. Chez Brière, Libraire, 1821, pp. 354-415
[13] C.F. Volney. Les ruines, méditation sur les revolutions des empires. Bruxelles: Librairies de la Cour, 1827.
[14] Gérard Wajcman. El objeto del siglo. Buenos Aires: Amorrortu editores, 2001, pp. 14-14.
[15] Bruno Munari. Diseño y comunicación visual. Contribución a una metodología didáctica. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, S.A., 1985, pp. 25-30 passim. Sobre la coherencia y legibilidad de la imagen del rostro, por ejemplo, Bruno Munari. “Variazioni sul tema del viso umano”. Arte come mestiere. Bari: Laterza & Figli, 1973, pp. 53-61
[16] Page duBois. “The aesthetics of the fragment”. Sappho is Burning. Chicago: The U of Chicago Press, 1995, p. 53.
[17] Hans-Ernst Mittig. Durero. La columna de los campesinos. México: Siglo XXI, 1998, pp. 68-70 passim.
[18] Aquí el enlace al Blog del MoMA sobre la adquisición de la Rainbow Flag, que contiene una entrevista a Gilbert Baker: http://www.moma.org/explore/inside_out/2015/06/17/moma-acquires-the-rainbow-flag
[19] “Dado el extraordinario virtuosismo de la boca, nos trae algunos de los placeres de comer incluso en ausencia de alimento. […] Freud escribe que besamos a otros en la boca porque no podemos besarnos a nosotros mismos. […] Los estilos de besar pueden ser observados, pero son difíciles de describir, como si el beso se resistiera a la representación. Llama la atención el que, distinto a otras formas de la sexualidad, haya pocos sinónimos para “besar”. No ha generado mucho slang o adquirido lenguaje mediante el cual pueda ser re-descrito. El hecho es que el beso es una especie de relato en miniatura. […] La forma en que una persona besa y le gusta que le besen muestra, de forma condensada, algo de su carácter. […] El beso es elemento fundamental en el proyecto siempre en marcha de determinar para qué sirve la boca. […] Siempre tenemos el retorno de la experiencia sensorial primaria de paladear a otra persona, experiencia en la cual la diferencia entre los sexos se ve bastante atenuada —el beso es la imagen de la reciprocidad, no del dominio—, pero es también experiencia sin precedentes en términos de desarrollo, pues incluye probar la boca de otra persona. […] Besar es una forma de domesticar, de controlar el potencial —al menos en la fantasía— de morder y de ingerir a la otra persona. De hecho, los labios están pegados a los dientes, y los dientes tienen gran talento para educar. […] Las bocas aprenden a besar […] como una forma de gratificar esa otra apetencia: la apetencia del placer independientemente del alimento. Cuando besamos, devoramos el objeto al acariciarlo; lo comemos, en un cierto sentido, pero mantenemos su presencia. Besar en la boca puede poseer una mutualidad que nubla la distinción entre dar y recibir.” Adam Phillips. On Kissing, Tickling, and Being Bored. Psychoanalytic Essays on the Unexamined Life. Cambridge, Harvard U press, 1993, pp. 94-97 passim.
[20] Pogue Harrison. Op cit., “Choosing your ancestor” y “The names of the dead”, pp. 90-105, 124-141.