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por Lilliana Ramos Collado

Quiero reseñar aquí una intuición de la filósofa francesa Anne Cauquelin: el peso que tiene el lenguaje a la hora de construir la naturaleza. Nos dice John Berger en la primera oración de su pluscuamfamoso Ways of Seeing: “Mirar viene antes que las palabras.” Y nos hace trampa. Primero, eso que vemos son las letras de esa primera oración, y, segundo, cuando la leemos ya sabemos leer, y, por lo tanto, ya estamos sembrados en una cultura apalabrada. El niño que ve antes de hablar no entiende nada de lo que ve. Tendrá que esperar a que se le enseñen los nombres, los verbos, los adjetivos, y luego de ellos, la relación convencional entre las palabras y las cosas. Por eso, Cauquelin afirma que la descripción verbal del paisaje natural precede a su representación pictórica, y esa imagen mediante la cual fijamos lo natural en nuestra mente como una imagen a la cual le damos un nombre, no es otra que un modo de ver. Siendo la palabra y la imagen tecnologías de la percepción que no coinciden completamente, está claro que ir de una a la otra implica un cambio complejo que va más allá del supuesto simbolismo de la palabra y de la presunta literalidad mimética de las imágenes.

Al decir de John Brinkerhoff Jackson, en su origen, un paisaje era una pintura de un espacio natural o de un espacio rural, según el artista interpretaba esa vista. Siendo pinturas los paisajes, eran objetos estéticos sometidos a los rigores de la técnica artística y al uso de ciertos materiales, al respeto a ciertas tradiciones de representación y a ciertos formatos de composición. La iconografía era también fundamental, en la medida en que permitía la construcción de sentido desde la propia imagen que, con demasiada frecuencia, proponía una lectura alegórica. Si el paisaje comenzó por la pintura de una vista natural, pronto pasó a la creación de esa vista en el espacio real, en escalas cada vez mayores, siempre conversando con las convenciones de la representación pictórica hasta constituirse desde un punto de mirada y convertirse en escena o, quizás, en escenario cuyo significado era plenamente comprendido por el visitante, también de forma convencional.

Este proceso de construcción de paisajes o jardines paisajistas culminó con el pintoresquismo inglés a finales del siglo XVIII, luego de pasar por proyectos como los de Le Nôtre: Vaux-le-Vicompte y Versailles. De ahí que teóricos del paisaje como Alain Roger hablasen de una “doble articulación: por un lado país/paisaje, y de la otra parte, artialización in situ / artialización in visu que, lejos de bloquear la teoría, permite abrazar, en su mayor extensión, el campo del paisaje, y silenciar las pretensiones naturalistas.”[1]

Aparentemente menos forzados que los elaborados jardines franceses, pero igual de artificiosos, los paisajes pintorescos del siglo XVIII —que ahora llamaríamos “parks” o “parques”—, se distinguían por el movimiento de tierra, la creación de lagos y canales, la inserción de ruinas falsas y la siembra estratégica de árboles y plantas. Esto se convirtió no sólo en una actividad para arquitectos y contratistas, sino en el tema de autores que se dedicaron a crear manuales para , literalmente, construir paisajes y hacer bocetos paisajistas, el más famoso de cuyos manuales —de William Gilpin[2]— especificaba, por ejemplo, la importancia de mantener la noción de aspereza en la textura del paisaje y en las imágenes mismas. Esta idea de paisaje se mantiene hasta muy entrado el siglo XIX en Europa, siempre en estrés con las sorprendentes maravillas naturales de los continentes conquistados por Europa en el Renacimiento: África, el Lejano Oriente y América.

Un caso extremo del tipo de ejercicio manipulador del paisaje formal francés y del pintoresquismo inglés es el jardín. Presente desde la literatura más antigua, el jardín no ha recibido el insumo teórico que ha recibido el paisaje, pero sí, según James Elkins, ha recibido comentario constante a través de su larguísima historia. Como el paisaje, el jardín se encuentra entre la naturaleza y la cultura; como producto de un arte de la composición con elementos naturales, el jardín cambia, a diferencia de una pintura, que no cambia. El jardín es azaroso, se relaciona con la historia de los lugares sagrados, es germano al ocio y al descanso. Está presente en las utopías como ejemplo de la naturaleza bajo el control humano, es con frecuencia escenario de teatro, se asocia al Paraíso, y con él han lidiado teorías de la escultura, de la pintura, de la perspectiva, de la geología, de la botánica… Más que las esculturas y las pinturas, el jardín es ambiguo pues no se presta a acoger programas iconográficos legibles. Son más evocativos que polisémicos. El jardín ha sido objeto y lugar de diversas tradiciones y culturas, géneros literarios y plásticos, y filosofías. [3]

Según Robert Pogue Harrison, “distinto a los paraísos terrenales, los paisajes que son construidos por la mano humana cobran y son mantenidos en su ser mediante el cultivo, y mantienen la huella de la acción humana a la que deben su existencia.”[4] Además, contrario al paisaje, “un jardín”, según Jean-Luc Nancy, “es señorial, pertenece al orden del patio real: la casa y sus estructuras ancilares abren hacia él, pero él no abre hacia ningún lugar… En el jardín, ningún paisaje puede existir. Sólo puede proponer recuerdos, referencias, a tipos de paisaje. No se trata de o sólo de una cuestión de tamaño, sino de la correspondencia con la lejanía en el sentido de que va más allá que la mera distancia.”[5] Por ejemplo, Versailles es un jardín porque, aunque las perspectivas se pierdan debido al enorme tamaño de sus predios, se mantiene, en el observador, una conciencia de dominio encerrado. El jardín —aunque se trate de Versailles— tiene siempre un “marco”.

De hecho, el elemento fundamental del jardín es aquello que lo separa del resto del entorno natural, como ocurre con el marco de una pintura. Y me parece útil citar el bello ensayo de José Ortega y Gasset, sobre esta estrategia de separación que llamamos “marco” cuyos elementos perfectamente pueden aplicarse a la verja teórica o práctica de un jardín:  “[v]iven los cuadros alojados en los marcos”. Sin marco, el cuadro se “desborda”. Un marco sin cuadro convierte en cuadro todo lo que está dentro de él, aunque sea una pared vacía. Contrario a una opinión generalizada, el marco no es “adorno”, pues no debe llamar la atención sobre sí mismo, sino sobre el cuadro que está en su interior. Para Ortega, el marco define “una isla del arte” al “condensar la mirada y verterla en el cuadro”. Es la separación entre el utilitarismo del mundo real —la pared, las cortinas, el mobiliario, en el caso de una pintura, o en el caso del jardín (añado yo), las calles, los autos y los edificios. Según Ortega, el marco posibilita que pasemos “de la tierra que pisamos a la tierra pintada”. Un acierto de Ortega me llama la atención: la indefinición entre realidad y pintura echa a perder nuestro goce estético: “Hace falta un aislador. Esto es el marco.” Para nuestro autor, “[f]rontera entre ambas regiones, [… el marco] actúa de trampolín que lanza nuestra atención a la dimensión legendaria de la isla estética.” Prodtcto de la hechura humana, tanto el cuadro como el jardín son “estéticos”. Y repitiendo a Alberti, añade el filósofo español:

“Tiene, pues, el marco algo de ventana, como la ventana mucho de marco. Los lienzos pintados son agujeros de idealidad perforados en la muda realidad de las paredes, boquetes de inverisimilitud a que nos asomamos por la ventana benéfica del marco. Por otra parte, un rincón de ciudad o un paisaje, visto a través del recuadro de la ventana, parece desintegrarse de la realidad y adquirir una extraña palpitación de ideal.”[6]

Víctor Stoichita  concuerda plenamente con Ortega, pero repite la pregunta que se hace Jacques Derrida: ¿A cuál de los mundos pertenece el marco, al de la imagen o al de lo real?[7] Pues, contesta el propio autor, a ninguno. Pertenece, como muchos elementos llamados no-lugares, al concepto de umbral. Puede hablarse más bien —en vez de un espacio, de un objeto— de una función: la de separar. De ahí la alegoría de la ventana, incluso de la puerta. Y aquí deseo dramatizar la importancia de esta alegoría de la ventana como marco del paisaje:

“La ventana elabora la ligazón entre lo interior y lo exterior ciertamente gracias a su transparencia, por así decirlo, crónica y continua; pero la dirección unilateral en la que discurre esta ligazón, así como la limitación al hecho de ser sólo un camino para la vista, hace que la ventana corresponda sólo a una parte de la profunda y fundamental significación de la puerta [que permite entrar y salir].”[8]

Esta idea, tomada de Georg Simmel, de la ventana como calle de una sola vía es esencial para comprender la sociología que ata el paisaje a la cultura. Es la mirada humana la que convoca el paisaje y no viceversa. Se trata de un gesto humano de dominio de la naturaleza que, si bien no ocurre en la realidad —no podemos controlar, realmente, la naturaleza—, sí ocurre simbólicamente dentro de nuestro marco mental como producto de nuestro artificio: en la pintura y en la llamada jardinería paisajista.

En este contexto, vale señalar que las primeras representaciones del jardín —las pocas que nos quedan de los antiguos y las representaciones medievales— lo usan como marco o como escenario o telón de fondo de alguna anécdota moral o pagana, o de un retrato. La pintura paisajista puede decirse que “enjardiniza” el paisaje, en tanto lo somete a la verja del sentido que constituye todo marco. Se convirtió en uno de los géneros pictóricos principales cuando él mismo devino el objeto de la pintura, de su argumento, de su “istoria”. Esta centralidad es resultado de un lento y problemático progreso desde la suspicacia con la cual la religión medieval miró el paisaje como fuente de placeres sensoriales pecaminosos, pasando por ser el marco —o parergon, como lo llama Derrida— hasta llegar a ese protagonismo que asociamos con la pintura paisajista del Renacimiento.

Esto explica el marco y su ventana creadora de islas maravilladas y maravillosas, que en el caso del jardín debemos colocar en la verja, en los muros del patio interior, y, en caso de esos jardines interminables que llamamos “parques”, en la ciudad misma. Cuando hablamos de parques, es la ciudad misma el marco que convierte el jardín en esa “isla del arte” de la que habla Ortega, esa “ventana” de significación de la que habla Stoichita, esa calle de una sola vía de la que habla Simmel. El jardín, consolidado en cuanto jardín, sólo se manifiesta si está enmarcado, cercado, y se convierte así en un bello hortus conclusus.

Entonces, la febril diligencia con la cual tratamos de convertir la ajenidad de Natura en familiaridad gracias al jardín como estrategia compositiva para domesticar eso que llamo “natura”, pervierte su fundamental extrañeza, y tendemos a atenuarla, a domesticar sus bordes amenazantes, a reducirla a nuestro tamaño. Por eso no debe extrañarnos lo evidente: desde tiempo inmemorial, para ver la Naturaleza ha habido que enmarcarla o cubrirla —como hacen Christo y Jeanne Claude con los edificios, los paisajes, o los enormes parques urbanos— para luego (re)descubrirla por primera vez, y valga la paradoja, travestida de jardín

Estas especificaciones acerca de lo que es un jardín y en qué se diferencia de un paisaje son esenciales para comprender por qué los artistas escogen como tema uno o el otro, y cuáles son las connotaciones culturales y materiales de su selección. Lugares reciamente encuadrados en la urbe para el disfrute de la ciudadanía—como el Parque Central en Nueva York, el Parque Guell en Barcelona o nuestro Parque Muñoz Rivera— se carean con jardines y parques privados, mantenidos todos a través del tiempo por generaciones de entusiastas. Siendo más pequeños, y de composición más sencilla y dominable que los paisajes, son proyectos que varían también a través del tiempo. Vale señalar que el diseño de los jardines va de la mano con el imaginario epocal que encuadra y da sentido a un paisaje. De ahí que la comparación entre jardines y paisajes de un mismo momento histórico revele que comparten usualmente un mismo concepto de naturaleza y de sujeto. También a considerar es el vínculo mucho más dramático entre cultura y natura en el jardín, pues su diseño requiere un manejo sabio y físico de las materias que lo componen, y una experiencia singular de estar hundido dentro de él, pues, en general, el jardín —con algunas excepciones como Versailles— no contiene la alternativa de una lejanía. Al contrario: el jardín suele estar al alcance de los dedos, de los pies, del cuerpo entero del jardinero.

Por eso, no debe extrañarnos la pervivencia del jardín a través de los tiempos y las culturas. Gracias al marco, al enjardinamiento que nos coloca el paisaje en la punta de los dedos, hemos imaginado la perfecta felicidad y la concordia humanas como una vida en el jardín, como nos dice Robert Pogue Harrison en su hermoso libro Gardens. An Essay on the Human Condition. Ese aura de Edén que han tenido para nosotros los jardines del mito y de la realidad surge al acotar ese territorio dominado por la mano humana que constituye prueba inequívoca de nuestra capacidad para realizar empresas humanizadoras que nos liberan de la pena cotidiana. Por eso, para Inés María Mendoza , dedicarse al jardín es nuestra más bella tarea, pues así hacemos “persona” y “universo”. En el jardín se conversa, se educa, se aprende. Arte y música se asocian con el jardín, así como el amor y el ocio creador, la paz y la justicia. No hay tanta diferencia en intención entre el rústico jardín de nuestras abuelas y el espléndido Versailles. Lo humano es lo que mejor florece en el jardín.

En su [CON]TEXTOS. El Parque Muñoz Rivera y el Tribunal Supremo de Puerto Rico, el arquitecto Andrés Mignucci —amigo entrañable— atiende la historia y los procesos del Parque más importante de nuestra Isla. Reconocido por sus proyectos de diseño paisajista y como historiador de nuestra arquitectura, Mignucci explora este Parque como el “primer espacio público puertorriqueño a gran escala”, y nos narra en detalle cómo su historia es producto del desarrollo urbano de la Isleta de San Juan. Mapa tras mapa vemos cómo surgió nuestra ciudad capital, y cómo este Parque cobró pensantez simbólica para eventualmente convertirse en el jardín de nuestro Tribunal Supremo, un edificio que une el purismo del diseño moderno con la sensibilidad hacia nuestras condiciones climáticas.

Mediante cuantiosos mapas, dibujos y fotos producto de una extraordinaria investigación de fuentes cartográficas y fotográficas, catamos cómo los planificadores y urbanistas españoles, locales y norteamericanos aportaron a un diseño urbano que más parece un designio, dada la voluntad de ordenamiento que surge de los documentos. Un “eje cívico” formado por edificios institucionales como el Capitolio, la Biblioteca Carnegie, el Ateneo y la Escuela de Medicina Tropical, culmina con el Parque, cuya construcción comenzó en 1926, y dentro del cual se ha ubicado el Tribunal Supremo (1956). Según Mignucci, nada más natural que colocar la casa de la Dama Justicia dentro de un jardín.

La firma de arquitectos Bennet Parsons y Frost, de Chicago, dio concreción al deseo municipal de construir un parque público. Según Mignucci, con esta firma —que exponía la arquitectura del Beaux Art y del City Beautiful Movement—, se pretendía “sanear la imagen de la ciudad”. La firma respetó la arquitectura colonial existente en el Parque —el Polvorín de San Gerónimo, diseñado por Tomás O’Daly en 1769— y la integró a su diseño. Luego le siguieron otros “restauradores” que obedecían a nuevos usos urbanos: en la década de 1960, el arquitecto Orval Sifontes; en los 1990s, el arquitecto Otto Reyes Casanova; y en los 2000s, el arquitecto Andrés Mignucci. Cada uno restauró el trazado, los jardines y las estructuras, y añadió elementos novedosos para enriquecer la experiencia del Parque. Y desde 1985, el Tribunal Supremo fue añadiendo nuevo espacio para oficinas y una nueva biblioteca que hoy sirve, literalmente, como mirador hacia el Parque.

Lo que reta mi imaginación es la relación entre Justicia y jardín que se crea en este parque nuestro, que vive apartado de la ciudad, como de espaldas a ella, sin ser salida señorial de edificios, como nos advertía Jean-Luc Nancy debía ser el jardín a diferencia del paisaje, y sin ser espacio auxiliar de otra estructura, como los bellos jardines renacentistas de la Florencia en flor. ¿Acaso la Dama Justicia, ciega a los súbditos que se postran ante su sabiduría y su equidad, debe vivir, como este parque, olvidada de su entorno, de espaldas a él, cubiertos sus ojos por la venda benéfica de una naturaleza educada por la mano humana, es decir, ciega a toda influencia del afuera, ocupada de sus tareas, dentro de su propio jardín? La Justicia en el jardín: tal ha sido el designio que, durante 500 años, los planificadores de San Juan han ido elaborando, de forma accidental y cada cual aportando a la densidad simbólica de esta zona de nuestra Capital. “El espacio público del Parque y el edificio del Tribunal Supremo son parte y producto de procesos culturales que se solapan a través del tiempo”, nos dice Mignucci al culminar su relato sobre esta gesta cívica puertorriqueña que creó espacios para una democracia viva que siempre andará en busca de mayor perfección. Una democracia tan ciega como la Justicia, y como esta Dama, muy sabia y rodeada de verdor, y que queda ilustrada en este hermoso libro dotado de la erudición amena de quien escribe, a su solaz, en un jardín, ciego a todo trámite mundano, feliz de abrazar los accidentes de la historia y de la propia naturaleza.

[Presentación de [CON]TEXTOS. El Parque Muñoz Rivera y el Tribunal Supremo de Puerto Rico, de Andrés Mignucci, Escuela de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico, 11 de septiembre de 2013.]


[1] Alain Robert. Court traité du paysage. Paris: Gallimard (1997): 8; 128-141,

[2] William Gilpin. Three Essays: on picturesque Beauty, on picturesque Travel, and on sketching Landscape, to which is added a Poem on Landscape Painting (1794). Cito de la traducción española: Tres ensayos sobre la belleza pintoresca, sobre el viaje pintoresco y sobre el arte de abocetar paisajes, a los que se añade un poema sobre la pintura de paisajes. Madrid: Abada (2004).

[3] James Elkins. “Writing Moods”. En James Elkins, ed. Landscape Theory. London, Routledge (2008):71.

[4] Robert Pogue Harrison. Gardens. An Essay on the Human Condition. Chicago: Chicago U Press (2008): 93.

[5] Jean-Luc Nancy. “Paysage avec dépaysement”. En Au fond des images. Paris: Galilée (2003): 103.

[6] Todas las citas a este autor provienen de José Ortega y Gasset. “Meditación del marco”. El sentimiento estético de la vida (Antología). José Luis Molinuevo, ed. Madrid: Tecnos (1995): 259-262, passim. Agradezco a María Isabel Oliver que me haya recordado este ensayo clave de Ortega, que leí hace años y que había olvidado.

[7] Victor Stoichita. La invención del cuadro. Arte, artífices y artificios en los orígenes de la pintura europea. Barcelona: Ediciones del Serbal (2000): 41.

[8] “Puente y puerta”, en Georg Simmel. El individuo y la libertad. Barcelona: Editorial Península (1991): 32.

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