De monumentos y otras marchas que sí llegaron al Hit Parade

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El escritor queer David Caleb Acevedo. Foto por Patsy Livmar González

Lilliana Ramos Collado

Hacerse sitio, abrir camino, dejar paso son acciones que implican desembarazarse de lo ajeno y hostil para la vida de in individuo o grupo humano. No ha habido jamás un espacio ‘abierto’ de antemano, sino que lo han abierto la espada y la llama, el hacha y el arado. Y el arte consagra esa violencia primigenia.” —Félix Duque[1]

“Le monument naît de la mort, et contre elle.” —Régis Debray[2]

“The memorial, insofar as it is human, is not alien to any of us.” — Robert Pogue Harrison[3]

Observando la foto introductoria que presenta al escritor puertorriqueño David Caleb Acevedo (foto de Pabsy Livmar González) en el Monumento LGBTT a las víctimas de la Masacre de Orlando, Florida, se me ocurre comenzar este ensayo recordando ese claro en el bosque que tan elocuentemente nos describió Martin Heidegger en su epocal ensayo “Construir habitar pensar”[4]. Heidegger nos dice: «Para habitar, hay que crear un claro en el bosque». Es decir, “estar” es el resultado de un arduo trabajo que consiste en hacerse espacio literalmente contra natura y contra hominem. Ese espacio apropiado y aquello que allí coloquemos servirá —así nos lo recuerdan muchos— como soporte de nuestra historia individual y colectiva. Mantenerlo abierto es el reto diario de una vida significativa que se negará a renunciar a su historia.

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La dama ciega en el jardín: el Parque Muñoz Rivera

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por Lilliana Ramos Collado

Quiero reseñar aquí una intuición de la filósofa francesa Anne Cauquelin: el peso que tiene el lenguaje a la hora de construir la naturaleza. Nos dice John Berger en la primera oración de su pluscuamfamoso Ways of Seeing: “Mirar viene antes que las palabras.” Y nos hace trampa. Primero, eso que vemos son las letras de esa primera oración, y, segundo, cuando la leemos ya sabemos leer, y, por lo tanto, ya estamos sembrados en una cultura apalabrada. El niño que ve antes de hablar no entiende nada de lo que ve. Tendrá que esperar a que se le enseñen los nombres, los verbos, los adjetivos, y luego de ellos, la relación convencional entre las palabras y las cosas. Por eso, Cauquelin afirma que la descripción verbal del paisaje natural precede a su representación pictórica, y esa imagen mediante la cual fijamos lo natural en nuestra mente como una imagen a la cual le damos un nombre, no es otra que un modo de ver. Siendo la palabra y la imagen tecnologías de la percepción que no coinciden completamente, está claro que ir de una a la otra implica un cambio complejo que va más allá del supuesto simbolismo de la palabra y de la presunta literalidad mimética de las imágenes.

Al decir de John Brinkerhoff Jackson, en su origen, un paisaje era una pintura de un espacio natural o de un espacio rural, según el artista interpretaba esa vista. Siendo pinturas los paisajes, eran objetos estéticos sometidos a los rigores de la técnica artística y al uso de ciertos materiales, al respeto a ciertas tradiciones de representación y a ciertos formatos de composición. La iconografía era también fundamental, en la medida en que permitía la construcción de sentido desde la propia imagen que, con demasiada frecuencia, proponía una lectura alegórica. Si el paisaje comenzó por la pintura de una vista natural, pronto pasó a la creación de esa vista en el espacio real, en escalas cada vez mayores, siempre conversando con las convenciones de la representación pictórica hasta constituirse desde un punto de mirada y convertirse en escena o, quizás, en escenario cuyo significado era plenamente comprendido por el visitante, también de forma convencional.

Este proceso de construcción de paisajes o jardines paisajistas culminó con el pintoresquismo inglés a finales del siglo XVIII, luego de pasar por proyectos como los de Le Nôtre: Vaux-le-Vicompte y Versailles. De ahí que teóricos del paisaje como Alain Roger hablasen de una “doble articulación: por un lado país/paisaje, y de la otra parte, artialización in situ / artialización in visu que, lejos de bloquear la teoría, permite abrazar, en su mayor extensión, el campo del paisaje, y silenciar las pretensiones naturalistas.”[1]

Aparentemente menos forzados que los elaborados jardines franceses, pero igual de artificiosos, los paisajes pintorescos del siglo XVIII —que ahora llamaríamos “parks” o “parques”—, se distinguían por el movimiento de tierra, la creación de lagos y canales, la inserción de ruinas falsas y la siembra estratégica de árboles y plantas. Esto se convirtió no sólo en una actividad para arquitectos y contratistas, sino en el tema de autores que se dedicaron a crear manuales para , literalmente, construir paisajes y hacer bocetos paisajistas, el más famoso de cuyos manuales —de William Gilpin[2]— especificaba, por ejemplo, la importancia de mantener la noción de aspereza en la textura del paisaje y en las imágenes mismas. Esta idea de paisaje se mantiene hasta muy entrado el siglo XIX en Europa, siempre en estrés con las sorprendentes maravillas naturales de los continentes conquistados por Europa en el Renacimiento: África, el Lejano Oriente y América.

Un caso extremo del tipo de ejercicio manipulador del paisaje formal francés y del pintoresquismo inglés es el jardín. Presente desde la literatura más antigua, el jardín no ha recibido el insumo teórico que ha recibido el paisaje, pero sí, según James Elkins, ha recibido comentario constante a través de su larguísima historia. Como el paisaje, el jardín se encuentra entre la naturaleza y la cultura; como producto de un arte de la composición con elementos naturales, el jardín cambia, a diferencia de una pintura, que no cambia. El jardín es azaroso, se relaciona con la historia de los lugares sagrados, es germano al ocio y al descanso. Está presente en las utopías como ejemplo de la naturaleza bajo el control humano, es con frecuencia escenario de teatro, se asocia al Paraíso, y con él han lidiado teorías de la escultura, de la pintura, de la perspectiva, de la geología, de la botánica… Más que las esculturas y las pinturas, el jardín es ambiguo pues no se presta a acoger programas iconográficos legibles. Son más evocativos que polisémicos. El jardín ha sido objeto y lugar de diversas tradiciones y culturas, géneros literarios y plásticos, y filosofías. [3]

Según Robert Pogue Harrison, “distinto a los paraísos terrenales, los paisajes que son construidos por la mano humana cobran y son mantenidos en su ser mediante el cultivo, y mantienen la huella de la acción humana a la que deben su existencia.”[4] Además, contrario al paisaje, “un jardín”, según Jean-Luc Nancy, “es señorial, pertenece al orden del patio real: la casa y sus estructuras ancilares abren hacia él, pero él no abre hacia ningún lugar… En el jardín, ningún paisaje puede existir. Sólo puede proponer recuerdos, referencias, a tipos de paisaje. No se trata de o sólo de una cuestión de tamaño, sino de la correspondencia con la lejanía en el sentido de que va más allá que la mera distancia.”[5] Por ejemplo, Versailles es un jardín porque, aunque las perspectivas se pierdan debido al enorme tamaño de sus predios, se mantiene, en el observador, una conciencia de dominio encerrado. El jardín —aunque se trate de Versailles— tiene siempre un “marco”.

De hecho, el elemento fundamental del jardín es aquello que lo separa del resto del entorno natural, como ocurre con el marco de una pintura. Y me parece útil citar el bello ensayo de José Ortega y Gasset, sobre esta estrategia de separación que llamamos “marco” cuyos elementos perfectamente pueden aplicarse a la verja teórica o práctica de un jardín:  “[v]iven los cuadros alojados en los marcos”. Sin marco, el cuadro se “desborda”. Un marco sin cuadro convierte en cuadro todo lo que está dentro de él, aunque sea una pared vacía. Contrario a una opinión generalizada, el marco no es “adorno”, pues no debe llamar la atención sobre sí mismo, sino sobre el cuadro que está en su interior. Para Ortega, el marco define “una isla del arte” al “condensar la mirada y verterla en el cuadro”. Es la separación entre el utilitarismo del mundo real —la pared, las cortinas, el mobiliario, en el caso de una pintura, o en el caso del jardín (añado yo), las calles, los autos y los edificios. Según Ortega, el marco posibilita que pasemos “de la tierra que pisamos a la tierra pintada”. Un acierto de Ortega me llama la atención: la indefinición entre realidad y pintura echa a perder nuestro goce estético: “Hace falta un aislador. Esto es el marco.” Para nuestro autor, “[f]rontera entre ambas regiones, [… el marco] actúa de trampolín que lanza nuestra atención a la dimensión legendaria de la isla estética.” Prodtcto de la hechura humana, tanto el cuadro como el jardín son “estéticos”. Y repitiendo a Alberti, añade el filósofo español:

“Tiene, pues, el marco algo de ventana, como la ventana mucho de marco. Los lienzos pintados son agujeros de idealidad perforados en la muda realidad de las paredes, boquetes de inverisimilitud a que nos asomamos por la ventana benéfica del marco. Por otra parte, un rincón de ciudad o un paisaje, visto a través del recuadro de la ventana, parece desintegrarse de la realidad y adquirir una extraña palpitación de ideal.”[6]

Víctor Stoichita  concuerda plenamente con Ortega, pero repite la pregunta que se hace Jacques Derrida: ¿A cuál de los mundos pertenece el marco, al de la imagen o al de lo real?[7] Pues, contesta el propio autor, a ninguno. Pertenece, como muchos elementos llamados no-lugares, al concepto de umbral. Puede hablarse más bien —en vez de un espacio, de un objeto— de una función: la de separar. De ahí la alegoría de la ventana, incluso de la puerta. Y aquí deseo dramatizar la importancia de esta alegoría de la ventana como marco del paisaje:

“La ventana elabora la ligazón entre lo interior y lo exterior ciertamente gracias a su transparencia, por así decirlo, crónica y continua; pero la dirección unilateral en la que discurre esta ligazón, así como la limitación al hecho de ser sólo un camino para la vista, hace que la ventana corresponda sólo a una parte de la profunda y fundamental significación de la puerta [que permite entrar y salir].”[8]

Esta idea, tomada de Georg Simmel, de la ventana como calle de una sola vía es esencial para comprender la sociología que ata el paisaje a la cultura. Es la mirada humana la que convoca el paisaje y no viceversa. Se trata de un gesto humano de dominio de la naturaleza que, si bien no ocurre en la realidad —no podemos controlar, realmente, la naturaleza—, sí ocurre simbólicamente dentro de nuestro marco mental como producto de nuestro artificio: en la pintura y en la llamada jardinería paisajista.

En este contexto, vale señalar que las primeras representaciones del jardín —las pocas que nos quedan de los antiguos y las representaciones medievales— lo usan como marco o como escenario o telón de fondo de alguna anécdota moral o pagana, o de un retrato. La pintura paisajista puede decirse que “enjardiniza” el paisaje, en tanto lo somete a la verja del sentido que constituye todo marco. Se convirtió en uno de los géneros pictóricos principales cuando él mismo devino el objeto de la pintura, de su argumento, de su “istoria”. Esta centralidad es resultado de un lento y problemático progreso desde la suspicacia con la cual la religión medieval miró el paisaje como fuente de placeres sensoriales pecaminosos, pasando por ser el marco —o parergon, como lo llama Derrida— hasta llegar a ese protagonismo que asociamos con la pintura paisajista del Renacimiento.

Esto explica el marco y su ventana creadora de islas maravilladas y maravillosas, que en el caso del jardín debemos colocar en la verja, en los muros del patio interior, y, en caso de esos jardines interminables que llamamos “parques”, en la ciudad misma. Cuando hablamos de parques, es la ciudad misma el marco que convierte el jardín en esa “isla del arte” de la que habla Ortega, esa “ventana” de significación de la que habla Stoichita, esa calle de una sola vía de la que habla Simmel. El jardín, consolidado en cuanto jardín, sólo se manifiesta si está enmarcado, cercado, y se convierte así en un bello hortus conclusus.

Entonces, la febril diligencia con la cual tratamos de convertir la ajenidad de Natura en familiaridad gracias al jardín como estrategia compositiva para domesticar eso que llamo “natura”, pervierte su fundamental extrañeza, y tendemos a atenuarla, a domesticar sus bordes amenazantes, a reducirla a nuestro tamaño. Por eso no debe extrañarnos lo evidente: desde tiempo inmemorial, para ver la Naturaleza ha habido que enmarcarla o cubrirla —como hacen Christo y Jeanne Claude con los edificios, los paisajes, o los enormes parques urbanos— para luego (re)descubrirla por primera vez, y valga la paradoja, travestida de jardín

Estas especificaciones acerca de lo que es un jardín y en qué se diferencia de un paisaje son esenciales para comprender por qué los artistas escogen como tema uno o el otro, y cuáles son las connotaciones culturales y materiales de su selección. Lugares reciamente encuadrados en la urbe para el disfrute de la ciudadanía—como el Parque Central en Nueva York, el Parque Guell en Barcelona o nuestro Parque Muñoz Rivera— se carean con jardines y parques privados, mantenidos todos a través del tiempo por generaciones de entusiastas. Siendo más pequeños, y de composición más sencilla y dominable que los paisajes, son proyectos que varían también a través del tiempo. Vale señalar que el diseño de los jardines va de la mano con el imaginario epocal que encuadra y da sentido a un paisaje. De ahí que la comparación entre jardines y paisajes de un mismo momento histórico revele que comparten usualmente un mismo concepto de naturaleza y de sujeto. También a considerar es el vínculo mucho más dramático entre cultura y natura en el jardín, pues su diseño requiere un manejo sabio y físico de las materias que lo componen, y una experiencia singular de estar hundido dentro de él, pues, en general, el jardín —con algunas excepciones como Versailles— no contiene la alternativa de una lejanía. Al contrario: el jardín suele estar al alcance de los dedos, de los pies, del cuerpo entero del jardinero.

Por eso, no debe extrañarnos la pervivencia del jardín a través de los tiempos y las culturas. Gracias al marco, al enjardinamiento que nos coloca el paisaje en la punta de los dedos, hemos imaginado la perfecta felicidad y la concordia humanas como una vida en el jardín, como nos dice Robert Pogue Harrison en su hermoso libro Gardens. An Essay on the Human Condition. Ese aura de Edén que han tenido para nosotros los jardines del mito y de la realidad surge al acotar ese territorio dominado por la mano humana que constituye prueba inequívoca de nuestra capacidad para realizar empresas humanizadoras que nos liberan de la pena cotidiana. Por eso, para Inés María Mendoza , dedicarse al jardín es nuestra más bella tarea, pues así hacemos “persona” y “universo”. En el jardín se conversa, se educa, se aprende. Arte y música se asocian con el jardín, así como el amor y el ocio creador, la paz y la justicia. No hay tanta diferencia en intención entre el rústico jardín de nuestras abuelas y el espléndido Versailles. Lo humano es lo que mejor florece en el jardín.

En su [CON]TEXTOS. El Parque Muñoz Rivera y el Tribunal Supremo de Puerto Rico, el arquitecto Andrés Mignucci —amigo entrañable— atiende la historia y los procesos del Parque más importante de nuestra Isla. Reconocido por sus proyectos de diseño paisajista y como historiador de nuestra arquitectura, Mignucci explora este Parque como el “primer espacio público puertorriqueño a gran escala”, y nos narra en detalle cómo su historia es producto del desarrollo urbano de la Isleta de San Juan. Mapa tras mapa vemos cómo surgió nuestra ciudad capital, y cómo este Parque cobró pensantez simbólica para eventualmente convertirse en el jardín de nuestro Tribunal Supremo, un edificio que une el purismo del diseño moderno con la sensibilidad hacia nuestras condiciones climáticas.

Mediante cuantiosos mapas, dibujos y fotos producto de una extraordinaria investigación de fuentes cartográficas y fotográficas, catamos cómo los planificadores y urbanistas españoles, locales y norteamericanos aportaron a un diseño urbano que más parece un designio, dada la voluntad de ordenamiento que surge de los documentos. Un “eje cívico” formado por edificios institucionales como el Capitolio, la Biblioteca Carnegie, el Ateneo y la Escuela de Medicina Tropical, culmina con el Parque, cuya construcción comenzó en 1926, y dentro del cual se ha ubicado el Tribunal Supremo (1956). Según Mignucci, nada más natural que colocar la casa de la Dama Justicia dentro de un jardín.

La firma de arquitectos Bennet Parsons y Frost, de Chicago, dio concreción al deseo municipal de construir un parque público. Según Mignucci, con esta firma —que exponía la arquitectura del Beaux Art y del City Beautiful Movement—, se pretendía “sanear la imagen de la ciudad”. La firma respetó la arquitectura colonial existente en el Parque —el Polvorín de San Gerónimo, diseñado por Tomás O’Daly en 1769— y la integró a su diseño. Luego le siguieron otros “restauradores” que obedecían a nuevos usos urbanos: en la década de 1960, el arquitecto Orval Sifontes; en los 1990s, el arquitecto Otto Reyes Casanova; y en los 2000s, el arquitecto Andrés Mignucci. Cada uno restauró el trazado, los jardines y las estructuras, y añadió elementos novedosos para enriquecer la experiencia del Parque. Y desde 1985, el Tribunal Supremo fue añadiendo nuevo espacio para oficinas y una nueva biblioteca que hoy sirve, literalmente, como mirador hacia el Parque.

Lo que reta mi imaginación es la relación entre Justicia y jardín que se crea en este parque nuestro, que vive apartado de la ciudad, como de espaldas a ella, sin ser salida señorial de edificios, como nos advertía Jean-Luc Nancy debía ser el jardín a diferencia del paisaje, y sin ser espacio auxiliar de otra estructura, como los bellos jardines renacentistas de la Florencia en flor. ¿Acaso la Dama Justicia, ciega a los súbditos que se postran ante su sabiduría y su equidad, debe vivir, como este parque, olvidada de su entorno, de espaldas a él, cubiertos sus ojos por la venda benéfica de una naturaleza educada por la mano humana, es decir, ciega a toda influencia del afuera, ocupada de sus tareas, dentro de su propio jardín? La Justicia en el jardín: tal ha sido el designio que, durante 500 años, los planificadores de San Juan han ido elaborando, de forma accidental y cada cual aportando a la densidad simbólica de esta zona de nuestra Capital. “El espacio público del Parque y el edificio del Tribunal Supremo son parte y producto de procesos culturales que se solapan a través del tiempo”, nos dice Mignucci al culminar su relato sobre esta gesta cívica puertorriqueña que creó espacios para una democracia viva que siempre andará en busca de mayor perfección. Una democracia tan ciega como la Justicia, y como esta Dama, muy sabia y rodeada de verdor, y que queda ilustrada en este hermoso libro dotado de la erudición amena de quien escribe, a su solaz, en un jardín, ciego a todo trámite mundano, feliz de abrazar los accidentes de la historia y de la propia naturaleza.

[Presentación de [CON]TEXTOS. El Parque Muñoz Rivera y el Tribunal Supremo de Puerto Rico, de Andrés Mignucci, Escuela de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico, 11 de septiembre de 2013.]


[1] Alain Robert. Court traité du paysage. Paris: Gallimard (1997): 8; 128-141,

[2] William Gilpin. Three Essays: on picturesque Beauty, on picturesque Travel, and on sketching Landscape, to which is added a Poem on Landscape Painting (1794). Cito de la traducción española: Tres ensayos sobre la belleza pintoresca, sobre el viaje pintoresco y sobre el arte de abocetar paisajes, a los que se añade un poema sobre la pintura de paisajes. Madrid: Abada (2004).

[3] James Elkins. “Writing Moods”. En James Elkins, ed. Landscape Theory. London, Routledge (2008):71.

[4] Robert Pogue Harrison. Gardens. An Essay on the Human Condition. Chicago: Chicago U Press (2008): 93.

[5] Jean-Luc Nancy. “Paysage avec dépaysement”. En Au fond des images. Paris: Galilée (2003): 103.

[6] Todas las citas a este autor provienen de José Ortega y Gasset. “Meditación del marco”. El sentimiento estético de la vida (Antología). José Luis Molinuevo, ed. Madrid: Tecnos (1995): 259-262, passim. Agradezco a María Isabel Oliver que me haya recordado este ensayo clave de Ortega, que leí hace años y que había olvidado.

[7] Victor Stoichita. La invención del cuadro. Arte, artífices y artificios en los orígenes de la pintura europea. Barcelona: Ediciones del Serbal (2000): 41.

[8] “Puente y puerta”, en Georg Simmel. El individuo y la libertad. Barcelona: Editorial Península (1991): 32.

Breve historia del “Arte de la Memoria”

por Lilliana Ramos Collado

 

En su sugerente libro El arte de la memoria (1966), Frances Yates traza la historia de la tecnología memorística desde la antigüedad grecolatina hasta el Renacimiento. El interés primordial de su trabajo es examinar el desarrollo de este arte, que ella se ocupa de distinguir sistemáticamente de la mnemotécnica, como base a su verdadero interés: las obras de Giulio Camillo, Giordano Bruno, y Robert Fludd. En su ruta hacia el Renacimiento, Yates se fija con particular atención en las aportaciones de Platón y Aristóteles, Cicerón, Quintiliano y el autor desconocido de Ad Herennium, así como en los escolásticos Alberto Magno y Tomás de Aquino. Vale señalar que la cronología de Yates es difícil de seguir. Da la impresión que ella ha preferido discutir textos y autores, no en el orden en que escribieron sus textos, sino en el orden en que fueron descubiertos, leídos e incluidos en la discusión de este arte en la Edad Media. Esto me parece interesante, pues con este orden entronca con la teoría de la recepción ocupándose del momento en que las obras han tenido efecto, y no en el momento de su origen.

La primera parada de Yates es la antigüedad latina. Señala como las fuentes principales del Arte de la Memoria o Memoria Artificial el Ad Herennium, texto pedagógico de un retor desconocido del 86 A.C., que da a este arte unos contornos que probarán ser bastante firmes a lo largo de la historia. Según el Ad Herenium, el arte de la memoria “es como un alfabeto interno” y lo que se escribe con él se coloca en lugares de la memoria. Dice el retor: “Pues los lugares son muy parecidos a tablillas de cera o de papel, las imágenes son como letras, la colocación y disposición de las imágenes como el guión, y la dicción es como la lectura.” Obviamente, es esencial que los lugares formen una serie para que podamos recordarlos en ese orden, de suerte que el retor pueda partir de cualquier lugar de la serie y desplazarse hacia adelante y hacia atrás.

Según el Ad Herennium, la formación de loci o lugares memorísticos es de primordial importancia, pues el mismo conjunto de ellos ha de ser empleado una y otra vez para recordar materiales diferentes: como si escribiéramos en tablillas de cera. Ahora bien, las imágenes que van a colocarse en estos loci son de una naturaleza peculiar. Según el retor, son de dos clases: imágenes de cosas (memoria rerum)  e imágenes de palabras (memoria verborum). Las cosas son la materia del discurso y las palabras son el lenguaje del que la materia se viste. Las imágenes de cosas, para tener impacto y pervivencia en la memoria, deben imágenes vigorosas y agudas con las que se pueda establecer similitudes sorprendentes. Dice el retor: [p. 22-23]

Es decir, el retor auxilia a la memoria excitando afectos emocionales mediante imágenes sorprendentes y desacostumbradas, deformes, cómicas u obscenas, de fuerte carácter visual. Con la memoria artificial, nos hemos desplazado a un mundo extraordinario, pleno de lo que el retor llama “imágenes agentes”. Yates resume así la aportación del retor del Ad Herennium:

“Singular es en verdad este arte invisible de la memoria. Refleja la arquitectura antigua pero con un espíritu nada clásico, centra su elección en lugares irregulares y evita los órdenes simétricos. Está llena de imágenes humanas de una clase muy particular… figuras [que] están llenas de actividad y dramatismo, son persuasivamente hermosas o grotescas. Recuerdan más a las figuras de una catedral gótica que propiamente las del arte clásico. Aparecen desprovistas de toda moralidad, ya que tienen como única función la de impresionar emocionalmente la memoria a causa de su rareza o particular idiosincrasia.

Cicerón, que escribe su De oratore 30 años después, y a quien la Edad Media le atribuyó la autoría del Ad Herennium, trata sobre las cinco partes de la retórica y propone una memoria artificial basada en técnicas idénticas a las del anónimo retor: [cita, pág. 31-32]

Es, no obstante, en su De inventione que Cicerón hará su aportación definitiva al desarrollo de la memoria artificial de la Edad Media. En este texto, Cicerón, o Tullius, como se le conoció más tarde, inserta la discusión de la memoria en la de las cuatro virtudes: la Prudencia, la Justicia, La Fortaleza y la Templanza. La memoria pasó a formar parte de la Prudencia. [Def. pág. 35] La práctica de la memoria artificial se convirtió en parte de la virtud de la Prudencia. Y es desde este punto de vista que la acogerán con entusiasmo los escolásticos posteriormente, ya que Alberto Magno y Tomás desvincularían la memoria de la retórica para introducirla en la ética.

Quintiliano escribe su Institutio oratoria en el Siglo I D.C. Según Yates, la postura de Quintiliano hacia la memoria es ambigua, ya que la remite a la naturaleza del retor y no a su arte. No obstante, al describir las técnicas, guarda estrecha relación con las propuestas del Ad Herennium y de Cicerón. Es Quintiliano, no obstante, el que precisa para nosotros las reglas para construir los loci memorísticos: [pág. 36-37]

Luego de terminar su discusión de la memoria artificial latina, Yates recoge la aportación griega, comenzando por la anécdota de Simónides y Scopas [anéctota]. Es curiosa la relación que Yates vé entre el origen del arte memorístico y la frase “ut pictura poesis”, atribuída a este poeta. Por un lado, tenemos la importancia de los loci, el orden y la intensiva visualidad de la memoria. Por otro lado, tenemos la relación simbiótica y sinergética de la pintura y la poesía, de la imagen y la palabra. [reglas de Simónides, pág. 45-46]

Yates continúa con Platón y Aristóteles, en orden inverso al cronológico:

La teoría aristotélica de la memoria y la reminiscencia está basada en la teoría del conocimiento que expone el filósofo en De anima. Las percepciones que aportan los cinco sentidos son, en primer lugar, tratadas y elaboradas por la facultad de la imaginación, y son las imágenes así formadas  las que constituyen el material de la facultad intelectual. La imaginación es la intermediaria entre la percepción y el pensamiento. Así, en tanto que todo conocimiento deriva de las impresiones sensoriales, el pensamiento actúa sobre ellas, ya cualificadas, tras haber sido tratadas y absorbidas por la facultad imaginativa. Es la parte del alma que hace las imágenes la que realiza el trabajo que constituye los procesos más elevados del intelecto. Dice Aristóteles: “No se puede aprender o entender nada si no se tiene la facultad de la percepción; incluso cuando se piensa especulativamente, se ha de tener algún diseño mental en el cual apoyar el pensamiento.” (p. 49)

Para Aristóteles, la memoria pertenece a la misma parte del alma que la imaginación. Es un archivo de diseños mentales que proceden de las impresiones sensoriales, a las que se le añade el elemento temporal, ya que las imágenes mentales de la memoria no parten de las cosas presentes sino de las pasadas. [distinción entre la recordación y la reminiscencia, págs. 50-51]

A diferencia de Aristóteles, para Platón, el conocimiento no se deriva de las impresiones sensoriales, sino de impresiones, formas o moldes de las Ideas que están latentes en el alma, las realidades que conocía el alma antes de su descenso al mundo nuestro, al mundo inferior. No es en la vida donde hemos visto los tipos, sino antes de que la vida comenzase, por lo que el conocimiento yace innato en nuestras memorias. El conocimiento verdadero consiste en ajustar las improntas procedentes de las imágenes sensoriales con las improntas de las Formas o Ideas a que corresponden los objetos sensoriales. El fin de la retórica será, pues, el llevarnos a recordar estas Formas o Ideas que entrañan el conocimiento de la verdad. La memoria, pues, es el cimiento del concepto platónico del conocimiento. [Teuth, pág. 55]

Este concepto de que el alma posee memoria va a ser fundamental para permitir que la memoria oscile convenientemente entre el artificio y la virtud. El impacto mayor de la relación entre la memoria y la cualidad divina del alma tendrá lugar en San Agustín. [Agustín, pág. 64-65] Es en calidad de cristiano que Agustín busca a Dios en la memoria, y en calidad de platonista cristiano basado en la creencia de que el conocimiento de lo divino está innato en la memoria. La memoria agustiniana es un proceso de búsqueda y descubrimiento, de regreso al estado anterior a la expulsión del ser humano del Paraíso.

Según Yates, el desarrollo de la memoria artificial en la Edad Media puede describirse como la moralización del arte de la memoria según una amalgama de las ideas platónicas, aristotélicas y ciceronianas (se consideraba que el Ad Herennium era la Segunda retórica de Tullius) que versaron tanto sobre la retórica como sobre las virtudes y la constitución del alma. Cito de Yates: [pág. 74] La memoria artificial se desplazó, pues, de la retórica a la ética. Claro está, el medioevo interpretará las reglas memorísticas según sus necesidades. Ya en el Siglo XII, esta versión medieval de la memoria artificial aparece codificada. Citamos de la Rhetorica Novissima de Boncompagno: [pág. 79-80.]

Obviamente, en conexión con la necesidad primaria de recordar el Paraíso y el Infierno —los nuevos loci memorísticos— como ejercicio principal de la memoria, Boncompagno pone su lista de virtudes y de vicios, a los que llama “notas memoriales” que podemos llamar guías o signacula mediante las cuales podremos dirigirnos con la frecuencia deseada por los senderos de la recordación. Según Yates, Boncompagno fue, probablemente, el telón de fondo de las propuestas escolásticas de Alberto Magno y Tomás de Aquino.

Es en manos de los escolásticos que se afirma la participación de la memoria en una de las virtudes: la Prudencia. En su De bono, (Siglo XIII), Alberto Magno une los comentarios aristotélicos sobre la reminiscencia con el Ad Herennium atribuido a Tullius. La memoria es elevada a la parte racional del alma. Alberto propone las siguientes reglas para la elección de lugares: [pág. 84] Según Alberto, la memoria funde y utiliza los loca corporalia que pasan a ser loca imaginabilia. Estos loca llevan consigo su intentio. La imagen escogida para la memorística, de la Justicia, por ejemplo, llevará consigo la intención de alcanzar dicha virtud. Curiosamente, para operar, la memoria necesita que las cosas se conviertan en metáforas, porque las metáforas son más conmovedoras y se agarran mejor al alma en el proceso de recordar. Vale mencionar que mover y excitar la imaginación y las emociones con metaphorica parecen oponerse al puritanismo escolástico racionalista. Estamos de nuevo ante las imágenes agentes de los rétores latinos. [p. 87] ¡La memoria artificial alcanza así su triunfo moral!

En resumen, para Alberto, el proceso de la memoria artificial es un proceso de desmaterialización que va desde los loca corporalia vía las metaphorica hasta alcanzar el territorio del intelecto. Aquí pega la hebra Tomás de Aquino con su postura sobre la memoria artificial.

Tomás relaciona la ética aristotélica con las virtudes ciceronianas, y todas ellas con el ejercicio de la memoria, bajo la égida de la Prudencia, cuyas partes son memoria, intelligentia y providentia. Rescata de Aristóteles la idea de que “El hombre no puede entender sin imágenes [phantasmata]; la imagen es la similitud de la cosa corporal, pero la intelección lo es de universales, que han de ser abstraídos a partir de los particulares.” (p. 91) Es así que la memoria pasa a tener un espacio ambiguo tanto en la parte del alma donde está la fantasía y en la que pertenece a la razón. [pág. 92]

Tomás, establece, pues sus normas memorísticas: [pág. 96], normas que nos remiten de nuevo a la memoria artificial. Tomás ve una relación entre las imágenes que por su cualidad memorativa escogía el orador romano, y las transforma en similitudes corporales de intenciones espirituales. Las reglas de lugares adquieren también un sentido devocional, en el que lo más importante es el orden. Yates ve, no obstante, una unión interesante entre la abstracción escolástica y la necesidad memorística de proveer imágenes adecuadas, percusivas, para afianzar el proceso de la memoria. El mejor ejemplo lo encuentra en las Sagradas Escrituras en las que se utilizan la metáfora y la parábola para referirse a contenidos espirituales inasibles de otra manera.

Para terminar, Yates señala con énfasis que es la orden dominica, a la que pertenecieron Alberto Magno y Tomás de Aquino la que revivió la oratoria con fines de predicación. Las Summae de imágenes y ejemplos para la fabricación de los sermones de predicadores tendrán una íntima relación con el arte de la memoria artificial. [pág. 109 Cimigniano y San Concordio]

Pues no podemos olvidar que el propósito de los escolásticos era emplear el saber antiguo, sobre todo el saber aristotélico, para defender y promover la iglesia. Y fue la predicación la que mejor aprovechó estos procesos memorísticos para fines proselitistas…

[1996]

 

Palladio

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Preludio a un beso

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¿Dónde caerá ese beso tan urgente que  devolverá la humanidad al edificio y a nosotros? En la superficie interior o exterior, contesta Lavin, pues es lugar donde la arquitectura está a punto de ser otra cosa, donde es más vulnerable y susceptible a expresar su verdadero potencial.

Lilliana Ramos Collado

En su libro On Kissing, Tickling, and Being Bored (1993), Adam Phillips afirma que un beso condensa la vida personal y el carácter del que besa, y le permite regresar al niño que fue, aquel que siempre estaba curioso por saber a qué sabían las bocas de los demás. Pero besar implica domesticar, controlar el deseo de comerse al otro que uno besa. Porque necesitamos al otro: para besarse hacen falta dos.

Desde niños, nuestras vidas revolotean en torno a nuestros deseos, y siempre me ha extrañado que, siendo la arquitectura omnipresente en nuestras vidas, hablemos de estar apegados al terruño y no a la casa que habitamos. En nuestro presente ruidoso, hacinado y, en general hostil, estamos perdiendo la capacidad afectiva de dejarnos envolver —y hasta besar— por los lugares que nos cobijan.

Sylvia Lavin. Kissing Architecture. Princeton: Princeton University Press (2011).

Sylvia Lavin. Kissing Architecture. Princeton: Princeton University Press (2011).

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Jean-Michel Basquiat: Tomas de la palabra y de la imagen

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Genio audaz, incomprendido, y espontáneo, entregado a episodios de soledad y aislamiento, irritable e impredecible, Basquiat se une a una larguísima tradición de artistas jóvenes que se distinguieron por sus obras incisivas, inéditas y retantes, que no se avergonzaban de salir al mundo desaliñadas, medio incompletas, con la pintura aún sin secar.

Lilliana Ramos Collado

 

Puesta en situación de Jean-Michel Basquiat

Jean-Michel Basquiat es uno de los mejores representantes del arte a finales del siglo XX en las grandes capitales mundiales, especialmente en Nueva York, su ciudad de residencia. Su tiempo —la década de 1980— fue testigo de la abrupta y delirante transformación del mundo del arte en un mercado incierto e inmisericorde que procesaba a gran velocidad el talento de los más jóvenes como promesa de valor de cambio, y que convertía la fama de los más viejos en un bien de consumo arqueológico en tanto “objeto antiguo” de prestigiosa posesión. Dividido entre promover la certidumbre de su diferencia y adherirse conscientemente a un ramillete de tradiciones beneméritas, Basquiat cortejó la rentabilidad de la fama y asumió tradiciones que apenas hoy comienzan a estudiarse en su compleja y apretada obra. Habiendo dado un salto espectacular desde el espacio anónimo del graffiti urbano hasta las galerías y los museos más respetados en las principales capitales del arte mundial, su estrella se consumió poco después: Basquiat perdió la vida a destiempo, con apenas 27 años de edad y debido a una sobredosis de drogas. Dejó tras sí una producción enorme y variada, de calidad sostenida, sorprendente. Pero la vertiginosa rapidez de su desarrollo como artista nos indica que Basquiat abandonó este mundo mucho antes de alcanzar su primera madurez.

No hay duda de que puede hablarse de un mito de Basquiat, que conjuga en incómoda síntesis el impulso bifronte de fama y dinero que le exigía a este artista salirse de sí, abandonar su timidez casi patológica, y exhibir un igualmente patológico delirio de grandeza. Mostrando una insaciable sed de vivir paralela a la insistente recurrencia de impulsos disociadores como el uso de drogas, su biografía registra la prisa de la experiencia apurada hasta las heces. Su fama súbita y extrema, y su muerte precoz y a destiempo, dan contorno a la figura del héroe joven, de tan antigua estirpe narrativa. Genio audaz, incomprendido, y espontáneo, entregado a episodios de soledad y aislamiento, irritable e impredecible, Basquiat se une a una larguísima tradición de artistas jóvenes que se distinguieron por sus obras incisivas, inéditas y retantes, que no se avergonzaban de salir al mundo desaliñadas, medio incompletas, con la pintura aún sin secar. Como muchos jóvenes artistas en la historia de Occidente que apresuraron su vida y se lanzaron a la aventura y a la consecuente desventura, Basquiat asumió la suya como un riesgo y dejó atrás una estela fulgurante de obras cuya interpretación está por verse. Sigue leyendo