
Vasija en cerámica que muestra a Antígona de pié entre dos guardianes, quienes la llevan ante Creonte, rey de la ciudad, por haberla sorprendido tratando de enterrar el cadáver de su hermano Polinices.
Lilliana Ramos Collado
Quiero compartir con ustedes una estampa de ciudad que, sin duda, ya conocen. Y es la siguiente:
“Corifeo: Atónito quedo ante el prodigio que procede de los dioses. ¿Cómo, si yo la conozco, podré negar que ésta es la joven Antígona? ¡Hay desventurada, hija de tu desdichado padre Edipo! ¿Qué pasa? ¿No será que has desobedecido las normas del rey y ellos te han sorprendido en un momento de locura? […]
Guardián: La cosa fue de esta manera: cuando hubimos llegado, amenazados de aquel terrible modo por Creonte, después de barrer toda la tierra que cubría el cadáver y dejar descubierto el cuerpo, que ya se estaba pudriendo, nos sentamos en lo alto de la colina, protegidos del viento, para evitar que nos alcanzara el olor que aquél despedía, incitándonos el uno al otro con insultos, por si alguno descuidaba su tarea de vigilancia. Durante algún tiempo estuvimos así, hasta que en medio del cielo se situó el brillante círculo del sol. El calor ardiente nos quemaba. Entonces, de súbito, un torbellino de aire levantó del suelo un huracán—calamidad celeste—que cubrió la planicie, destrozando todo el follaje de los árboles del llano, y el vasto cielo se nubló. Con los ojos cerrados sufríamos el azote divino.
Mucho después, cuando cesó el revuelo, pudimos ver a la muchacha. Lanzaba gritos penetrantes como un ave desconsolada cuando descubre que el nido se ha quedado vacío de su crías. Lo mismo hizo la muchacha cuando divisó el cadáver descubierto: comenzó a sollozar y a maldecir a los que ayer habían desnudado el cadáver del polvo que lo cubría. Enseguida transporta en sus manos seco polvo y, de un vaso de bronce bien forjado, desde arriba cubre el cadáver con triple libación.
Nosotros, al verla, nos lanzamos, y al punto de dimos caza, sin que en nada se inmutara. La interrogábamos sobre los hechos del día antes y los de entonces, y nada negaba. Para mí es, en parte, grato, y, en parte, doloroso. Porque es agradable librarse uno mismo de las desgracias, pero es triste conducir hacia ellas a los amigos. Ahora bien, obtener todas las demás cosas es para mí menos importante que ponerme a mí mismo a salvo.”[1]
What is wrong with this picture? Para nosotros, público del siglo XXI acostumbrado a leer los clásicos de modo abstracto y simbólico, aquí no hay nada fuera de sitio: vemos a una joven cubrir a su querido hermano bajo una delgada capa de polvo para sí cumplir con el deber de enterrarlo según los ritos sagrados y ancestrales, y enfrentar valientemente las consecuencias de sus actos ante las leyes humanas que rigen la ciudad y que prohíben ese enterramiento, pues ese hermano había sido declarado como “traidor” de la ciudad. Pero para el público ateniense del 440 a.C., fecha en que con toda probabilidad Sófocles estrenó en Atenas su Antígona, había algo muy extraño aquí: precisamente el que una niña, Antígona, se encargara ella sola de los ritos funerarios de su hermano Polinices y que, al hacerlo, prorrumpiera en lamentaciones y gritos semejantes a los de un animal, que el Corifeo caracteriza como “portento” y “locura”.[2] That is what´s wrong with this picture.
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