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por Lilliana Ramos Collado

Giorgio de Chirico, «Héctor y Andrómaca» (1917).

“Y nuestros gestos imbéciles y locos para hacer revivir la salpicadura del oro de los instantes favorecidos, el cordón umbilical restituido a su frágil esplendor, el pan, el vino de la complicidad, la sangre de los esponsales verídicos.”

 —Aimé Cesaire. Cuaderno de retorno al país natal

Casi al comienzo de su Teogonía, Hesíodo enumera los nombres y los atributos de cada una de las nueve Musas y nos advierte cuán importante para la labor del gobernante es el don de una de ellas, Calíope, diosa de la épica:

«Esta es la más importante de todas, pues ella asiste a los venerables reyes. Al que honran las hijas del poderoso Zeus, y le miran al nacer, de los reyes vástagos de Zeus, a éste le derraman sobre la lengua una dulce gota de miel y de su boca fluyen melifluas palabras. Todos fijan en él su mirada cuando interpreta las leyes divinas con rectas sentencias y él con firmes palabras en un momento resuelve sabiamente un pleito por grande que sea. Pues aquí radica el que los reyes sean sabios, en que hacen cumplir en el ágora los actos de reparación a favor de gente agraviada fácilmente, con persuasivas y complacientes palabras. Y cuando se dirige al tribunal, como a un dios le propician con dulce respeto y él brilla en medio del vulgo. ¡Tan sagrado es el don de las Musas para los hombres! […] ¡Dichoso aquel de quien se prendan las Musas! Dulce le brota la voz de la boca. Pues si alguien, víctima de una desgracia, con el alma recién desgarrada se consume afligido en su corazón, luego que un aedo servidor de las Musas cante las gestas de los antiguos y ensalce a los felices dioses que habitan el Olimpo, al punto se olvida aquel de sus penas y ya no recuerda ninguna desgracia. ¡Rápidamente cambian el ánimo los regalos de las diosas! ¡Salud, hijas de Zeus! Otorgadme el hechizo de vuestro canto!» [Teogonía, vv. 81-94]

Con estas palabras, Hesíodo equipara las bondades que Calíope otorga a los aedos y a los reyes. En la labor de ambos, la dulzura de la voz, que no es otra que el dominio de la retórica del epos, prima sobre los hombres, ya sea en el tribunal, ya sea en palacio en las celebraciones de la comunidad. La tradición que sustenta la ley y que el rey pone en vigor, así como la tradición que sustenta el pasado heroico de la comunidad que evoca el aedo en su canto, se apoyan en el don de Calíope. Tanto el rey como el aedo configuran, mediante las “dulces palabras”, lo que llamamos “comunidad”, que no es otra cosa que los vínculos imaginarios que entretejen el grupo, le otorgan una estructura reconocida por todos y un relato modélico de origen que les da razón de ser. Es casi con estas mismas palabras que Benedict Anderson, en su ya famoso texto Comunidades imaginadas, define el término comunidad: un relato que deviene sustrato común que otorga inteligibilidad al grupo. Mallarmé lo expresó de una manera aún más bella: “les mots de la tribu” o “las palabras de la tribu”. Sin estas palabras, no hay tribu.

Si bien Hesíodo es claramente uno de los epígonos de Homero, su apreciación sobre la solidaridad de propósito comunitario del rey y el aedo no se nos puede escapar. De hecho, nos ayuda a dar cuenta puntual de lo que podríamos ver como el “proyecto homérico”: configurar el sustrato memorioso de la comunidad pan-helénica que comienza a tomar forma definida con el desarrollo de las sociedades en el siglo VIII a.C. Una aseveración como ésta implica, claro está, una estrecha comunidad de propósito entre los dos textos homéricos: la Ilíada y la Odisea. Sé que hago una aseveración arriesgada en vista de la larga polémica, comenzada por Wolf a finales del siglo XVIII, sobre la compartida autoría de los dos textos: para Wolf, así como para gran parte de los estudiosos de Homero, no hay una autoría común entre los textos. Para mí, la comunidad de propósito es clara y elocuente, y puede probarse precisamente desde este pasaje de Hesíodo: reyes y aedos están para recordar y hacer vigente las palabras de la tribu, que no son otras que los relatos y las tradiciones del grupo. Reyes y aedos se constituyen como la memoria del grupo, como el depósito de todo aquello que lo define como comunidad. Veamos.

Como parte de su relato de retorno a Ítaca, Odiseo le narra a los feacios su visita al Hades. Como evento significativo, le explica a su atento auditorio su encuentro con la sombra de Aquiles, héroe máximo de la guerra de Troya, y, al interpelarlo como “feliz entre todos” porque tiene ahora “el imperio entre los muertos”, Aquiles le contesta:

«No pretendas, Ulises preclaro, buscarme consuelos de la muerte, que yo querría ser siervo en el campo de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa que reinar sobre todos los muertos que allá en Troya perecieron.» [Odisea, XI:487-491]

La mención de Aquiles como rey de los muertos nos remite de inmediato a los últimos cantos de la Ilíada, en los cuales, a partir de la muerte de Patroclo, Aquiles comienza a prepararse para su ingreso al más allá. En el canto XVIII, le indica a Tetis, a pesar de las advertencias de la madre, que escoge morir con tal de vengar la muerte de su mejor amigo. Aquiles, para quien la guerra de Troya no ha sido más que la oportunidad de ganar fama individual al destacarse siempre como “el mejor de los aqueos”, prosigue su ruidoso luto, se afea y ennegrece el rostro y emprende un ataque solitario y feroz contra los troyanos, cuya violencia lo deshumaniza. Luego de matar a Héctor, y escuchando los reclamos del alma errabunda de Patroclo,  Aquiles se decide a celebrar las exequias con juegos bélicos durante los cuales le toca a él nombrar los ganadores y adjudicar los premios.

Si consideramos que la famosa menis que pone en marcha las desgracias de aqueos y troyanos en el Canto I se debe a la incompetencia de Agamenón al éste resistirse a repartir los premios guerreros a quienes los merecen y arrebatarle su premio a Aquiles, durante el funeral de Patroclo, Aquiles demuestra ser mejor rey que Agamenón, y en estos juegos funerarios, que ciertamente imitan la guerra, reparte los premios correctamente. Ya lo hemos visto claramente en las imágenes que conforman el famoso escudo de Aquiles: el mejor rey es aquel que reparte, aquél que le otorga a cada miembro del grupo su lugar en la sociedad. El kosmos u orden del universo está sustentado por la labor del rey, su labor de adjudicar premios y asignar la moira o el destino de cada cual.

Claro está, no deja de ser irónico que Aquiles muestre ser mejor rey que Agamenón en medio de una escena funeraria. Al asumir la muerte de Patroclo como la suya en el Canto XVIII, ya Aquiles se cantaba muerto, de modo que ya en el funeral del amigo querido fungía, como quien dice, de rey de los muertos. Esta configuración de Aquiles como Hades se refuerza en el Canto XXIII con la visita de Príamo a la tienda de Aquiles para recuperar el cadáver de Héctor. El rey troyano atraviesa la oscura explanada que separa Troya del campamento aqueo acompañado por Hermes, quien, en su papel de Psychopompos, acompañaba las almas al Hades.

El viaje de Príamo en pos del cadáver de su hijo es un viaje a ultratumba, lo que en griego se conoce como “katabasis”. Cuando Hermes abre la puerta de la tienda de Aquiles, para todos los efectos abre la puerta del Hades y allí se encuentra su rey —Aquiles— quien decidirá ahora si permite que el rey enemigo se lleve a su casa un alma errabunda —la de Héctor— que todavía no ha recibido los merecidos ritos funerarios. La reconciliación entre Príamo y Aquiles —cuyas “manos homicidas” son besadas con fervor por el quebrantado troyano— sólo está acompañada de gemidos mutuos y de la convicción de que la guerra no trae más que penas y desgracias entre los hombres. De modo que Aquiles ha sabido, desde mucho antes de morir, que la fama que otorga la guerra no vale la pena y que la vida en el Hades, aunque sea como rey, nada tiene que ver con los placeres y los beneficios de la vida, aunque sea una vida como esclavo del campesino más pobre.

La figura de Aquiles como rey del Hades cala hondo en Odiseo. Si Aquiles es rey en la muerte y su épica tiene un claro sustrato trágico, el caso de Odiseo es claramente contrario: con él nos encontramos ante una épica de la sobrevivencia: la épica del que resiste toda prueba y que a la larga se sale con la suya, es decir, con la vida. Odiseo, el de los mil caminos y los mil giros del lenguaje —polytropos—, el de las máscaras y los engaños, nada escatima para sobrevivir, como los pícaros del Siglo de Oro español. Y no deja de ser irónico que esta épica picaresca sea también un manual de buen gobierno. Veamos.

Giorgio de Chirico, «El retorno de Ulises» (1968).

En el largo periplo de regreso a su casa, durante el cual “conoció las ciudades y el genio de innúmeras gentes”, Odiseo no hizo más que ejercer su astucia para sobrevivir, para no ceder a la muerte. Todas sus aventuras —que narra a los feacios que lo escuchan embobados— no cuentan otra cosa que este afán de saber, y juntas constituyen una especie de Bildungsroman del buen rey, un rey que se aparta del proyecto de gloria guerrera ejemplificado en la vida, pasión y muerte de Aquiles, para quien, como vimos, la fama en el mundo no puede ser otra que la fama del individuo modélico, la fama del uno frente al grupo.

Ahora bien, se unen en la historia de Odiseo varios elementos: contrario a personajes como Aquiles, Agamenón, Menelao, Ayante y Héctor, Odiseo se distingue por su destreza con la palabra, por lo que Hesíodo llama la “dulce voz” que adorna tanto al rey como al aedo. Odiseo es, en efecto, rey de Ítaca, pero, al desplazar a Demódoco y ponerse a narrar su autobiografía en la corte del rey Alcínoo, Odiseo también deviene aedo que, con dulce voz, narra las gestas de héroes que son el orgullo del grupo. Claro está, serán sus propias hazañas las que ocupen el grueso de su relato, relato que él parece recordar en sus aspectos y detalles más mínimos. La memoria de Odiseo es prodigiosa.

Al escuchar la narración de Odiseo, una cosa nos llama insistentemente la atención. Cada una de las aventuras, en vez de demostrar los atributos del buen líder que trata de regresar a su casa con su ejército intacto y con el espolio de la guerra, lo que presenciamos es lo que obtiene para su propio beneficio, a expensas de la salud y el conocimiento del grupo. Dos aventuras resultan ser emblemáticas: las sirenas y la traición de los vientos. En el epidosio de las sirenas, Odiseo, ávido de conocimiento, hace que le aten al mástil de su barca para escuchar el canto maravilloso de estos seres fantásticos. Mientras él se deleita en este conocimiento secreto, sus hombres reman con ahínco con los oídos taponados con cera. De modo que el rey aprende y sus súbditos, con su trabajo, se ven explotados y a la vez privados del conocimiento secreto y presumiblemente sagrado que otorgan las sirenas.

Este egoísmo de Odiseo vuelve a manifestarse en el epidosio de los vientos. Eolo, para facilitar el regreso de Odiseo a Ítaca, le regala los vientos contrarios encerrados en un zurrón. Dado el conocido egoísmo de Odiseo, sus hombres, que no confían en que Odiseo repartirá entre todos el regalo secreto que ha hecho Eolo, aprovechan que Odiseo se ha dormido, abren el zurrón pensando que contiene riquezas que Odiseo desea acaparar y, sin querer, dejan escapar los vientos. Estando ya a la vista de Ítaca, se ven condenados a alejarse dramáticamente y eventualmente a morir. El grupo no confía en su líder: no hay entre ellos la unidad de propósito que funda una comunidad. Y esta desconfianza mutua se funda en la incapacidad de Odiseo para repartir. Odiseo no reparte, sino que acapara tanto el conocimiento como los bienes ganados en sus aventuras.

De modo que las tan alabadas e interesantes aventuras de Odiseo no hacen más que registrar cuán incompetente es él como líder de los itacenses. El dramático hecho de que regrese a su patria completamente solo demuestra que su afán de gloria y riqueza individuales —que calca el de Aquiles— es incompatible con el bienestar del grupo. Por lo tanto, su tan postergado regreso a Ítaca, que logra concretarse en el Canto XVIII, constituye una especie de segunda oportunidad. Por eso, en la magistral simetría estructural de la Odisea, los viajes, que marcan el fracaso de Odiseo como líder y que cubren exactamente doce cantos, van seguidos de otros doce durante los cuales Odiseo recupera, con mucho trabajo, el trono de Ítaca. No debe extrañarnos que todas las aventuras de Odiseo ocurran mientras todos los suyos lo dan por muerto. Es como si Odiseo también hubiera reinado en la muerte, como Aquiles.

Giorgio de Chirico, «Muebles en un valle» (1927).

El proceso de reconquista de Ítaca comienza precisamente como un regreso a la vida. Al igual que Aquiles hubiera preferido estar vivo aunque fuese como esclavo del campesino más pobre, Odiseo llega a Ítaca como mendigo y su primera y pobre cena la recibe del campesino más pobre de Ítaca, el porquerizo Eumeo. Será Eumeo el que le dé a Odiseo su primera lección de cómo ser un buen rey: el porquerizo lleva a su huésped a ver los corrales, donde ha dispuesto con sabio orden, los animales según su especie y productividad, de modo que siempre puede repartir con prudencia el fruto de su trabajo a pesar de su extrema pobreza. Odiseo se admira de la diligencia de su vasallo, quien, en medio de la más abyecta pobreza, demuestra sus destrezas del buen repartir.

El lento y cauteloso ascenso de Odiseo desde la playa hasta sl encumbrado palacio, y desde la posición del mendigo hasta el alto trono del rey, van de la mano con lecciones como ésta, que un diligente aedo llamado Homero se ocupa de narrarnos con toda puntualidad. Con su regreso a una Ítaca sumida en el más horrible caos, Odiseo tiene la oportunidad de formar una comunidad mientras se configura a sí mismo como rey, con la ayuda de sus vasallos. Ese, y no otro, es el relato que nos propone Homero: la guerra, en la cual sobresalen los individuos y todos pierden por igual, no es el lugar para la creación y el afianzamiento de una comunidad. Sólo la vida armónica del grupo en la paz puede solventar la buena vida y el kosmos o mundo ordenado. El retorno del rey Odiseo no es otro que la reconstitución del kosmos, que el retorno de la tradición de la ley, que la reinstauración de la discusión en el ágora. Estas imágenes de orden no son otras que las que ya han aparecido ilustradas en el escudo de Aquiles: la imagen de la comunidad perfecta donde el rey, ubicado en el centro, reparte a cada uno su parte y su lugar.

Regresar se propone entonces como la acción de narrar y como la acción de ordenar. Rey y aedo comparten esta misión: narrar el retorno es narrar el kosmos, cuyo orden se constituye con el sedimento de la tradición recordada mediante el relato mismo del regreso. No en balde Odiseo se siente constantemente amenazado con perder el camino de regreso. Y perderlo es olvidarlo. Por eso su constante afán de repetir su relato, de recordar su ruta de regreso a casa, a su kosmos.

De este modo, el proyecto homérico no es otro que el proyecto de constitución de la buena comunidad cuyo centro es el buen administrador, el buen rey. Por eso se mueve del caos de la guerra al kosmos de Ítaca en el canto XXIV, cuando Zeus declara la paz y todos los sectores de la vida se reconcilian: dioses y hombres, reyes y vasallos, jóvenes y ancianos, pobres y ricos, exactamente como lo ilustra el famoso escudo de Aquiles. Por eso, este escudo opera como emblema de la obra homérica entera: es la imagen de lo que Ítaca llegará a ser, una vez su rey asuma el buen gobierno.

Ahora bien, este kosmos no es hechura del rey solo, sino un trabajo de grupo que en la Odisea se manifiesta como un proceso paulatino de reconocimiento: mientras avanza Odiseo de regreso hacia su trono, los itacences lo van reconociendo: primero el hijo Telémaco, luego el perro Argos, luego Eumeo, luego Euriclea, luego los pretendientes, luego Penélope, luego Laertes y finalmente los itacenses como grupo. Odiseo puede ser reconocido porque es recordado. Es la memoria de cada uno de ellos, y la memoria de ellos como colectividad, la que permite la recuperación del trono. Odiseo pervive en la memoria como emblema del orden perdido hace veinte años. Al reactivar la memoria del grupo, el retorno se posibilita. Basta comportarse como el rey que todos recordaban, como el buen rey Odiseo. La memoria es la clave de este retorno al orden.

Vale decir que el optimismo del proyecto homérico nos conmueve. Para el legendario aedo de Quíos, la comunidad puede fundarse en la armonía de la memoria colectiva porque la comunidad homérica del siglo VIII a.C. vivía, probablemente, las bondades de una memoria tal. La forma épica no es otra cosa que la tecnología para garantizar esta memoria del grupo, el texto que la ejecuta a la vez que la tematiza. La Odisea, culminación del proyecto homérico del buen gobierno, es un depósito memorístico de ritos, costumbres, procesos y discursos, y a la vez trata de la importancia de recordar —y de cómo recordar— precisamente esos ritos, esas costumbres, esos procesos y esos discursos. Los públicos aristocráticos que escuchaban a Homero, escuchaban su propia memoria. El texto homérico era el texto de todos, la enciclopedia de esa comunidad.

Giorgio de Chirico, «Arqueólogos» (1968).

Ahora bien, ¿es posible el retorno, el regreso al orden, en una comunidad que ha perdido la memoria? Ese es el tema de la novela La ignorancia, del escritor checo Milan Kundera, publicada en francés en el año 2000. La novela de Kundera, hecha en ostensible homenaje a la Odisea, de Homero, gira en torno al 1989, año en que Checoslovakia recupera su soberanía después de la caída del bloque soviético. Este año marca además el comienzo del retorno de los exiliados políticos que abandonaron su patria luego la abusiva invasión de los tanques soviéticos veinte años antes. Kundera examina de cerca a dos personajes: la cuarentona Irena, que partió hacia Francia con un marido que pronto murió y la dejó joven y viuda, y Josef, veterinario que abandonó su patria para irse a Suecia, donde se casó y emprendió una vida nueva. Tanto Irena como Josef muestran resistencia al retorno, y se ven obligados a regresar por la extraordinaria presión de grupo: todo exiliado debe regresar a su patria, porque su patria constituye la vértebra de la identidad individual, y porque es en la patria donde ocurre la Historia con mayúscula que permite que el individuo devenga subjetividad inteligible. Se propone que el retorno es, pues, un retorno al sentido del individuo como tal y del individuo como parte del contexto mayor que el grupo constituye. Claro, tanto Irena como Josef se resisten al retorno, precisamente porque han perdido la memoria del país y así su pertenencia a una comunidad. Su resistencia al retorno es una resistencia a la memoria, y viceversa.

De ahí el juego con el concepto de “regreso” y de “ignorancia”:

«En griego, “regreso” se dice nostos. Algos significa “sufrimiento”. La nostalgia es, pues, el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar. […] En español, “añoranza” proviene del verbo “añorar”, que proviene a su vez del catalán enyorar, derivado del verbo latino ignorare (ignorar, no saber algo). A la luz de esta etimología, la nostalgia se nos revela como el dolor de la ignorancia. Estás lejos, no sé de ti. Mi país queda lejos, y no sé qué ocurre en él. […] La Odisea, la epopeya fundadora de la nostalgia, nació en los orígenes de la cultura griega. Subrayémoslo: Ulises, el mayor aventurero de todos los tiempos, es también el mayor nostálgico. [Ulises], entre la dolce vita en extranjero y el arriesgado regreso al hogar eligió el regreso. A la apasionada exploración de lo desconocido (la aventura) prefirió la apoteosis de lo conocido (el regreso). A lo infinito (ya que la aventura pretende nunca tener un fin) prefirió el fin (ya que el regreso es la reconciliación con lo que la vida tiene de finito). […] Homero glorificó la nostalgia con una corona de laurel y estableció así una jerarquía moral de los sentimientos.»

En la política del siglo XX, los emigrados, los que abandonan su patria, son traidores. Josef e Irena se encuentran en una amnesia histórica que les impide identificarse con un discurso de la comunidad; pero también —nos propone Kundera— los personajes que se han quedado en Checoslovaquia durante los años duros del comunismo han perdido el tracto memorístico que podría constituirlos en comunidad. Al desvanecerse el comunismo como fuente de terror común y como acicate de la nostalgia por un tiempo pasado y mejor que el presente opresivo, ya no hay nada que vincule a los checos unos con otros. Irena descubre con dolor que sus viejas amigas checas no desean que ella les cuente de su nueva vida en Francia y cómo ella se ha forjado como individuo. Tampoco le interesa a ella cómo ha sido la vida de sus amigas durante los veinte años de opresión. Josef ha descubierto el amor en Suecia y, aunque viudo, la memoria de su esposa muerta lo mantiene atado a un lugar que no es su patria. La familia de Josef, que quedó atrás y sobrevivió el comunismo, se apropió de los bienes de Josef y no le dejaron espacio alguno para el retorno.

Son varios los niveles de esta desmemoria: Irena, que se encuentra con Josef en el aeropuerto de París saliendo hacia Praga, se percata de que lo conoce: Se trata de un hombre que le resultó muy atractivo y con el cual flirteó en un bar hacía veinte años, antes de casarse con Martin, de quien ya enviudó. En aquella remota ocasión, Josef le regaló a Irena un cenicero que se robó del bar. El la invitó a subir a su casa, pero como ella estaba comprometida, declinó la invitación. Desde ese momento, Josef se convirtió para Irena en “the road not taken”, la posibilidad eternamente abierta de llevar una vida diferente. De modo que, al toparse con Josef de regreso a Praga por primera vez en 20 años, Irena piensa que los años pasados se borrarán y que ahora tendrá por fin la oportunidad de volver al punto cero, de volver a empezar, esta vez con Josef.

Cuando Irena se encuentra con Josef en Praga y por fin culmina entre ellos una grotesca escena de sexo, Irena descubre, con disgusto, que Josef no la recuerda. No recuerda su nombre ni el cenicero que le ha regalado. Aunque sus cuerpos desnudos incluso renuncian al lenguaje civilizado de lo social y se hunden en la inmediatez de la palabra soez, lo cierto es que se trata de dos desconocidos cuyo único vínculo es la gestualidad quasi-animal implícita en esta sexualidad burda entre perfectos desconocidos que nunca volverán a verse.

Esta escena emblemática, junto a muchas otras de esta breve novela, dan la pauta en la relectura de Homero. No se puede regresar. El Gran Retorno que permea las fantasías de los exiliados es una falsificación del deseo, en tanto cada cual está condenado al solipsismo de su individualidad, tan local y coyunturalmente que ni siquiera puede compartirse una memoria. El individuo olvida (o reconstruye) su propia autobiografía y ya no puede reconocer sus subjetividades pasadas, muchas de las cuales pueden resultar ser enemigas.

No quedan lugares aptos para el retorno. Kundera explora la posible constitución de una comunidad a base de la lengua. Pero los exiliados que retornan descubren un checo nuevo, demasiado nasal, que le da suma artificialidad a los intercambios lingüísticos. Ni siquiera las parejas comparten idiomas vinculantes. Por lo que la comunicación más elemental está destinada al fracaso. Y siendo la lengua el mayor depósito institucional de la memoria, hasta el checo ha perdido su memoria y las palabras suenan singularmente huecas, atenuadas, despersonalizadas.

La familia es otro lugar que explora Kundera como locus del retorno. Irena detesta a su madre, que es tan dominante e intransigente que afecta y aplasta a la pobre hija. La madre llega a seducir al actual amante de Irena, Gustaf, un nórdico simpático que trata de establecer una oficina comercial en Praga. Josef también regresa a ver a su familia, sólo para descubrir que él ha sido olvidado, desplazado, reemplazado.

Por supuesto, la infancia y la adolescencia, lugares privilegiados en tanto emblemas de una edad dorada o bienaventurada, también queda cuestionada en esta novela. La infancia no puede ser recuperada ya que nadie sabe a ciencia cierta cuáles son sus verdaderos recuerdos. La infancia es apenas un producto de la nostalgia, que sólo puede experimentarse cuando ya todo está perdido.

Giorgio de Chirico, «El genio maligno del rey» (1914).

Kundera cierra la puerta a estos dos supuestos traidores: Irena y Josef. No sólo se han evadido de la patria, sino que han evadido su responsabilidad de guardarla en la memoria, de colaborar en la confección de un recuerdo colectivo que haga las veces de espacio de retorno. El Gran Retorno, tarea que se le impuso a los protagonistas de esta novela, padece de una malsana imprecisión: se trata de un proyecto abocado al fracaso. Y así acaba la novela. Josef, después de dejar a Irena desnuda y abandonada en la habitación de hotel, acude al aeropuerto, toma su avión de regreso y al elevarse la nave aprecia cómo el cielo se abre ante él como una promesa.

Si para Homero la tierra prometida era la tierra poseída por la tradición y narrada por el aedo en tanto detentor de la memoria colectiva en un mundo cuya uniformidad estructural era meta deliberada de la comunidad, en La ignorancia, de Milan Kundera, la tierra prometida es siempre el espejismo de lo otro. Sólo si se abandona el pasado puede el individuo adquirir su espacio. Sólo si se resiste uno al Gran Regreso puede la vida asumir la forma vectorial de la flecha y sólo para alejarse cada vez más del punto de origen. La circularidad del mundo homérico, esa comunidad de acomodarse en lo conocido, nos está vedada. Y sobre esa condena a la desmemoria trata La ignorancia, dirigida a desmentir —sin duda con cierta nostalgia— ese falso afán de origen. En este contexto en el cual ya no hay identidad de propósito entre los que detentan la memoria histórica y los que detentan el discurso tradicional de la ley —el rey y el aedo hesiódicos de los que hablé al principio— ya no puede haber memoria. Kundera es pesimista, pero no importa. Esto también terminará por olvidarlo. La cultura de la memoria deviene la cultura de la desmemoria.

mayo de 2002