Etiquetas
alexander mcqueen, amanda lepore, autorretrato fotográfico, caravaggio, Cindy Sherman, claude cahun, David LaChapelle, fotografía, jlo, madonna, muhammad ali, retrato fotográfico

David LaChapelle, «Amanda Lepore», una de las trans-sexuales más documentadas por la ciencia médica y a quien LaChapelle considera su «musa». Para ver las imágenes en tamaño completo pulsa el cursor sobre ellas.
No dejo nada al azar. Es importante manejar la situación de modo que haya fluidez entre el modelo y yo. El modelo tiene que dejarse ir, le tiene que gustar la situación de ser retratado. Puede no haber simpatía, pero tiene que haber afinidad suficiente como para que el modelo quiera mostrarse como quiere ser visto. — David LaChapelle
por Lilliana Ramos Collado
La voluntad de retratar
El propósito principal del “retrato” es conservar el cuerpo humano en su imagen. Más aún, preservar la presencia del ausente. Si bien —como nos recuerda Pierre Francastel en su libro sobre el tema— es imposible asegurar la semejanza si el modelo está ausente, lo cierto es que el retrato está dirigido a preservar esa semejanza, y es el gesto mismo de retratar el que nos da la confianza íntima de que esa semejanza existe o ha existido. Por eso, asociamos el retrato —pintado, fotografiado— como prueba de identidad, como lugar identidad, como depósito del “fantasma”[1] del ausente.
Por su parte, la antropología registra el constante gesto cultural de impedir la reproducción del cuerpo —y del rostro como sinécdoque del cuerpo— precisamente para que el retratista no se lleve consigo el alma del sujeto retratado. Así, esta transubstanciación del semblante en su semejante atesora una insalvable paradoja: intima que la hechura artificial o “retrato” promete el hurto del alma, y por otro lado asegura que el sujeto, gracias al retrato, seguirá acá, entre los vivos. Quizás debido a esta paradoja, la representación del rostro constituye una trampa para un artista: ¿Será ladrón de almas o dador de eternidad? Es éste el dilema que David LaChapelle ha enfrentado en fotografías de gran formato que buscan fabricar/confirmar la celebridad, es decir, “exaltar” un sujeto está, o merece estar, en la cima del reconocimiento público. Mientras destaca un rostro de entre la multitud, irónicamente afirma la evanescencia de la fama y la necesidad de su constante reinvención o de su preservación mediante el acto de retratar. Retratar devela, pues, la paradoja de la celebridad.
Inventado en la modernidad temprana, el retrato proponía constituirse como un “elogio del individuo”. Ocupación favorita y gananciosa de los pintores —desde los más notables hasta los más mediocres— del Renacimiento temprano, sus modelos eran gente de la aristocracia, burgueses acomodados y opulentos, como los banqueros de la Florencia florida de los Medicis, importantes y destacados oficiales del gobierno o de la iglesia, o tipos de la calle que habían alcanzado notoriedad gracias a alguna anécdota vivaz. Para ganar celebridad, príncipes y soldados optaron por retratarse —algunos con artistas espléndidos como Bronzino, otros con algún pintor de cuarta o quinta categoría— pero, en todos los retratados, el gesto del artista era el mismo: dotar de visibilidad a un sujeto en una sociedad en la cual el individuo era el centro del universo y la notoriedad una carta de triunfo en la palestra pública. De hecho, el retrato —junto al paisaje— es el género por excelencia de la modernidad, aquél que ha dado forma a la idea central de nuestro tiempo: la importancia del individuo y de su personalidad singular, única.
La semejanza con el semblante parece forzar el realismo en el retrato como, según Marta Traba, un deseo incontenible y siempre fallido, por parte del artista, de conocer y develar el alma de su sujeto del cuadro. El contrato entre dos sujetos, que vincula pintor y modelo, se nutre de una compleja correspondencia identitaria y estética entre las señas de identidad y el cuerpo, entre los rasgos físicos y el alma. Por eso, el gesto de retratar podría describirse como la intención de capturar el alma, la personalidad, del sujeto: su daimon.
El cazador y su presa
Durante nuestras conversaciones, LaChapelle me comentó que sus modelos participaban activamente en la fabricación de su identidad, jugaban a ser, posaban en lo que concebían como gesto identitario, asumían el papel de sí mismos como ficción que se consolidaría mediante una imagen fotográfica. Esta imagen a su vez propagaría esa identidad como bien de consumo mediante carátulas de discos, vídeos musicales, o ilustraciones para artículos o noticias en revistas o periódicos. Al crear la “imagen oficial” de ésta o de aquella celebrity, LaChapelle travestía una persona anónima en un bien de consumo.
A esta colaboración entre el fotógrafo y su modelo podemos llamarle “pacto”, un pacto que expresa la promesa de recuperar, mediante la foto, los rasgos necesarios para fundar una identidad que será reconocible en el mundo del consumo de bienes, como la imagen en tanto bienes de consumo. La frontalidad del rostro es elemento esencial, así como los útiles de trabajo del modelo que puedan ayudar al observador a reconocer el rostro, la apariencia de dicho modelo, y su oficio u ocupación. Este pacto implica una aceptación de las tecnologías del realismo, una forma de mirar y una forma de representar. Sin complicidad entre artista y modelo, no hay retrato.
Vale la pena reseñar la escena primitiva del retrato, según descrita por LaChapelle mismo: “Trabajo el retrato usualmente en estudio, en sets controlados y diseñados con sumo cuidado y mucha antelación, o en exteriores igualmente preparados y controlados. La luz artificial ayuda a que no varíen las condiciones de luz que puedan afectar la expresión del rostro o la cualidad del cuerpo. Pienso con cuidado en la vestimenta y en los objetos que rodean al modelo. No dejo nada al azar. Es importante manejar la situación de modo que haya fluidez entre el modelo y yo. El modelo tiene que dejarse ir, le tiene que gustar la situación de ser retratado. Puede no haber simpatía, pero tiene que haber afinidad suficiente como para que el modelo quiera mostrarse como quiere ser visto.”
En el proceso de crear el retrato fotográfico, la semejanza debe suscitarse, sobre todo, en la mente y en los ojos del retratado. Para LaChapelle esto parece ser un talento nato: los más variados sujetos se someten a sus ritos fotográficos sin chistar, y el proceso del retrato termina siendo un juego de identidades posibles, un acto verdaderamente teatral. La fama de LaChapelle como retratista atestigua, precisamente, su éxito en la reproducción de la imagen que los modelos tienen de sí mismos. Como nos recuerda Bertolt Brecht cuando nos habla sobre el actor chino, se supone que el sujeto sea tan consciente de cómo el público lo ve que pueda reproducir, desde adentro, esa imagen que el otro espera ver. Como dije en otra ocasión, la buena vibra entre el fotógrafo y el retratado no es otra cosa que la concordia cómplice de la semejanza.
El riesgo del fotógrafo no es otro que fallar a la hora de dar el rostro, ser incapaz de lograr la semejanza. Para el pintor, se trata de un trabajo laborioso y cuidadoso, que puede tomar meses o años. Para el fotógrafo, la situación es diferente: en fotografía sigue primando la estética del snapshot o instantánea, y el buen fotógrafo es aquel que puede llevar a cabo su foto al primer golpe de vista y con absoluta espontaneidad. Por eso, cuando de retratos se trata, la semejanza debe ser vista “a primera vista”, y valga la redundancia. Aunque, tratándose de fotografía digital, todo puede corregirse en el momento, incluso puede variarse el acercamiento o la situación al instante, lo cierto es que esos arreglitos son inconfesables, pues le quitan naturalidad tanti al proceso de fotografiar como al retrato mismo.
Infulae: refuerzos del talento emblemático
Para David LaChapelle, el gesto de retratar en una puesta en tensión de la relación entre el sujeto y su imagen. Su pegunta fundamental es si el gesto fotográfico que busca capturar puede dar estatura e inmortalidad a su sujeto al componer imágenes memorables y definitorias de cu carácter. La desmesura usual de sus fotografías, y la contundencia de los cuerpos colosales de individuos que gozan de un prestigio igualmente colosal, plantea la redundancia misma de la escala. El tamaño en sí se convierte en algo emblemático del concepto de excepción. LaChapelle mismo es plenamente consciente del sentido exaltado de sus fotografías, que tienen el efecto de escamotear la vida común y cotidiana del modelo, o de mostrar que en esa vida excepcional no existe nada verdaderamente cotidiano. Su interés por las personalidades y celebridades que ocupan el imaginario social, político y cultural de nuestra época cultural asume el espacio de la imagen como la oportunidad de desplegar el poder como celebridad. Los conmovedores retratos de LaChapelle son, literalmente, escenarios de una singular pasión por la celebridad. Las personas que allí se instalan son figuras —tropos— cuyo corpus simbólico rebasa por mucho el cuerpo material del modelo. Entrar en la imagen fotográfica de LaChapelle es, literalmente, faire figure, o “hacer las veces de” la propia persona como personaje: es ese el gesto definitorio de la celebridad.
Interesantemente, como ejercicios de iconografía que son, los retratos de LaChapelle aprovechan los valores pictóricos y fotográficos acumulados por este sistema de representación moderna que colinda con el símbolo, la alegoría y el emblema. Quizás de ahí el minimalismo, en términos de contenido, de los retratos, cuyo minimalismo desafía, incluso, el fervoroso “arte de la descripción”[2] de la fotografía tradicional. En la composición de LaChapelle, la rostridad del cuerpo es la incuestionable protagonista. Pero quizás también LaChapelle toma de la iconografía, de la pintura y de la gráfica el gesto de acompañar al santo, al rey o al dios con los símbolos o emblemas de su jurisdicción, de su poder, de su atributo o de su talento. En el retrato tradicional, eso que en latín se conocía como las infulae (las “ínfulas”) venían a completar la imagen, a crear su distinción: Atenea llevaba el escudo con la cabeza cortada de la Medusa, San Jorge, el cadáver del dragón, María, al infante Jesús en su regazo. La fotografía aprovecha estos elementos cuya taquigrafía simple ayuda a promover una identidad más allá de los meros rasgos del rostro y así dotan al individuo de nociones sobre su oficio, su casta, su singularidad.
Ya hemos dicho que, como concordia cómplice entre pintor y modelo, la semejanza es objeto de negociación. Así, al construir el cuerpo simbólico de sus modelos, LaChapelle se ocupa, a solicitud de cada uno, singularmente de aquello que le destaca: Madonna subraya su cuerpo de bailarina; DiCaprio su rostro y cuerpo de actor, y asume la pose de James Dean en Rebelde sin causa; Amanda Lepore, una transgénero compleja, asume diversidad infinita de rostros y cuerpos. Cada modelo va apertrechado de los elementos que le distinguen, o de elementos opuestos que chocan en la visualidad del cuerpo y nos colocan en la situación de corregir lo que vemos.
Estas fotografías en formato gigante despliegan con mayor atención el concepto de sinécdoque. En cada retrato se ostenta el gran conocimiento del fotógrafo en el proceso de fabricación de identidad, así como la enorme versatilidad del modelo para asumirse como criatura de la mirada del fotógrafo. Es decir: se crea identidad al traspasar la identidad al ojo del fotógrafo y a su aparato fotográfico.
Amigos lectores, si les interesa conocer más retratos de David LaChapelle, pulsen aquí: http://www.lachapellestudio.com/portraits/ .
La visión y el creador
Lo sabemos: la subjetividad del que mira permea toda representación de la realidad: existen puntos de vista del creador, ángulos de percepción. Lo mismo ocurre con el retrato. Por esto, todo retrato delata las preferencias de su creador. Cabría preguntar, con Ricardo Piglia, si los retratos de LaChapelle son, además y sobre todo, autorretratos. Es nuestra convicción que la LaChapelle se debate entre el retrato y el autorretrato. En tanto el fotógrafo retrata figuras que han impactado su visión del mundo y del arte, según lo revela su escala.
Hay que admitir que el de LaChapelle es un ejercicio de autoreferenciación. Los retratos de Daniel Day Lewis, Sarah Jessica Parker, Lil’l Kim y Hillary Clinton así lo demuestran. En el compromiso político con las minorías, LaChapelle coincide con Daniel Day Lewis; en el caso de Sarah Jessica Parker, con su sentido profundo de la urbe y de sus sorpresas eróticas; con L’l Kim se ha visto LaChapelle vapuleado por el mercado de las revistas de moda; y como a Hillary, se le ha cuestionado su capacidad debido a su posicionamiento de género. En general, David LaChapelle retrata su propia subjetividad cada vez que asume construir y confirmar la semejanza de su modelo consigo mismo. Estamos ante un fenómeno de transferencia en que el fotógrafo aprende el papel del modelo, y el modelo aprende a mirarse con la mirada del fotógrafo.
El estilo es el hombre
David LaChapelle también ha incursionado en el autorretrato, tal como lo hicieron también los pintores de la modernidad temprana. En su caso, es un homenaje a la capacidad propia para verse, para desgajarse de su propia mirada, para asumirse como otro que ahora tiene un oficio que se ha vuelto una profesión encumbrada: la de fotógrafo. Y aunque el autorretrato —en pintura o en fotografía— sigue siendo ejercicio frecuente entre retratistas desde el Renacimiento hasta nuestros días, no ha dejado de ser un género poco comprendido debido a su alegada intimidad y a su arcana exploración de un yo que no se entrega con facilidad al tropo pictórico de la representación imitadora de la realidad.
Lo que ha caracterizado al autorretrato desde el Renacimiento europeo es la necesidad de indagar en la subjetividad para alcanzar una verdad íntima que otorga singularidad y, sobre todo, el optimismo de que esa singular subjetividad sea representable. El autorretrato no es sólo una curiosidad estética dirigida a coleccionistas de arte, sino que responde a una ética profunda de importancia fundacional vinculada a la responsabilidad de la autorreflexión sin la cual la vida colectiva es imposible.
No deja de chocar ese optimismo —que parecen compartir los autorretratistas— de hallar, en el rostro, las marcas de la verdad individual, como si la fisonomía fuera carta de navegación para sortear el mar embravecido de la identidad. De hecho, la fisonomía siempre ha insistido en que la personidad es visible, y basta con saber leerla.
Aunque el autorretrato comparte con el género del retrato ese optimismo de la representabilidad, y se ve como un subgénero de éste, poco se ha dicho sobre las peculiaridades de la obra que explora el reto de la representabilidad del artista. Debo aclarar que la mayoría de los estudiosos de la pintura e historiadores del arte clasifican el autorretrato como parcela especializada del retrato. Se infiere de una amplia bibliografía que un retrato es la representación de un sujeto concreto en la que se destacan la búsqueda de la semejanza formal con el sujeto y la aplicación de unas tecnologías pictóricas para garantizar esta semejanza. El retrato opera un cambio simbólico mediante el cual el ser del sujeto se transforma en su imagen y deviene, en el orden social, alguien distinto a los otros, aunque idéntico a sí mismo, “individuo sujeto a su necesidad de ser en comunidad.”[3] En la base de todo retrato existe un pacto entre artista y modelo que establece la verdad de la representación como hecho incuestionable. Pierre Francastel lo enuncia elocuentemente: “Puede haber retrato sólo cuando de una manera consciente el artista distingue entre el interés que experimenta por sus propias percepciones y una intención completamente deliberada de hacernos sensible la apariencia de otra individualidad distinta a la suya. Cuando un artista hace aparecer figuras, entre otros signos, en el dominio de las formas caprichosas de la imaginación, no hace un retrato.”[4]
Incluso los retratos en la tardomodernidad, que promueven la claudicación de la semejanza entre sujeto real e imagen al amparo de la autoridad del artista a exhibir los rasgos pictóricos de su subjetividad, son interpretados por el espectador como semejanzas fallidas o latentes, cuya divergencia del sujeto real lleva sobre sus hombros la pesada carga simbólica de la excepción a la regla, y acaba confirmándola. La quimera del retrato como semejanza del sujeto real se fragua, pues, sobre una teoría del arte como imitación de la naturaleza[5] que le adjudica al rostro humano (el “semblante”) ser el asiento de la identidad de la persona. La bibliografía sobre el rostro es interminable, pero basta referirnos a Simmel: “En el marco del cuerpo humano el rostro posee la más extrema medida de unidad interna…Su espiritualidad tiene la forma de la individualidad… El rostro es la más notable síntesis estética de los principios formales de la simetría y de la individualización…El rostro soluciona de la forma más perfecta la tarea de producir un máximo de modificación de la expresión global con un mínimo de modificación de los elementos particulares.”[6]No obstante, existe la noción de que la retórica gestual del rostro puede desafiar su espontánea sinceridad y devenir juego de ocultaciones y disimulos. La confusión simbólica entre rostro y máscara —que da origen a la figura del actor— insinúa inquietud ante la verdad expresiva del rostro y socava su credibilidad al ponerla a prueba. Prueba siempre deficiente dada la brecha insalvable que existe entre la subjetividad y el gesto corporal.
El autorretrato, al considerarse una subespecie del retrato, recoge todos estos caveats y características. Como veremos, se trata de una clasificación deficiente que no da cuenta cabal de las peculiaridades del autorretrato como género que, en mi opinión, merece un sitial distintivo en el mismo nivel clasificatorio que el retrato.
Al igual que el nombre propio, el retrato evoca la presencia de un sujeto ausente, y lo hace vía la semejanza como seña de identidad que localiza a su sujeto en tiempo, espacio y persona. De ahí el uso de retratos en máscaras funerarias y pinturas sarcofágicas, así como en la magia. Mediante el retrato se convoca la presencia del ausente, como quien enuncia su nombre propio en un hechizo. ¿Ocurre esta convocatoria en el autorretrato? ¿Busca el autorretrato construir una semejanza para ocupar el espacio de un ausente? ¿Cuál es la semejanza a la que se refiere el autorretrato? ¿Qué es lo que se (auto)contempla en el autorretrato?
Creo que, en el autorretrato, se explaya la versión pictórica de la hermosa máxima de Buffon: “Le style c’est l’homme”. En el autorretrato, en vez de postularse una semejanza mimética, “naturalista”, de lo visible y lo exterior, se busca crear el puente entre esa identidad de la persona —la personidad— y su marca artística, que, en el caso de la pintura y de la fotografía, llamamos estilo. Y el estilo no es otra cosa que la forma en que el artista organiza los elementos que van a parar a su lienzo, así como el instrumentario técnico para hacerlo. Es decir, la semejanza que busca el autorretrato es la semejanza estilística con la obra propia. Psyche y estilo se homologan en el plano pictórico, y el estilo viene a representar esa singularidad del sujeto que se proyecta como artista. Hay que ver que el artista es algo más que una fisonomía; su identidad es más que una semejanza. El autorretrato es la manifestación consciente de una teoría pictórica de la representación de una subjetividad cuyos rasgos atañen más a las técnicas que a las imágenes, al cómo de la representación, más que al qué.
El autorretrato del artista propone un salto entre medios: el cuerpo deviene lugar, no de la semejanza, sino de la desviación que el estilo propone. Contrario al retrato, en el autorretrato debemos buscar la desemejanza. Pero se trata del juego de la desviación típico de otros modos secundarios como la parodia o la alegoría: la significación del autorretrato florece cuando conocemos el retrato y su insistencia en la semejanza. En ese sentido, la naturaleza “secundaria” del autorretrato lo convierte en un género ostensiblemente autorreflexivo. El artista no se queda en el mero registro de la semejanza, sino que se ve obligado a meditar cómo se construye esa semejanza, cuáles son y cómo se ejecutan las señas de identidad que le dan existencia, y qué respuesta se busca tanto del sujeto pintado como de su espectador.
Como artificio consciente y deliberado, el autorretrato está larvado de una agresiva distancia crítica de sí. Claro está, el autorretrato es el doble por excelencia, el sí-mismo-como-otro que viene a ofrecer una manera de objetivar y representar el vínculo entre identidad y estilo artístico. Para eso, el cuerpo del artista deviene el Otro que es traído a cuento como espacio de la desviación del parecido. Es decir: el autorretrato no trata sobre “el sí mismo”, sino sobre “el sí mismo como otro”, como desviación, como estilo.
La fotografía le da la opción a LaChapelle de prepararse para su pose. No necesita del espejo que proverbialmente usan los pintores para realizar su autorretrato, sino que la propia imagen digital en la pantalla de la cámara le permite ir detonando el obturador con lentitud o con rapidez, y así variar el grado de espontaneidad o la sugerencia de movimiento de la fotografía. En el autorretrato fotográfico son muchas las ventajas: el fotógrafo puede llevar a cabo cientos de instantáneas y, al final, escoger la que mejor parezca representarle.
Pero LaChapelle decide presentarse alegóricamente como un fugitivo de la violencia, un bum, un artista atormentado que vive rodeado de sus propias imágenes que ahora están vivas junto a él. Su proceso le hace manejar cuerpos como si fueran muñecos anatómicos que surgen , literalmente, de su sien derecha. Con él habitan los monstruos que acompañan a los personajes en sus fotografías, como el diablejo que aparece en uno de los retratos que hizo LaChapelle con Michael Jackson. Transmutado en sátiro, palpa el cuerpo de una de sus modelos que se desangra por un tajo en la garganta, señalando así cómo, para la fotografía de modas, el cuerpo de la modelo puede prescindir de su cabeza.
Hay un gesto que manifiesta un juego culpable con esos cuerpos de los otros de los que él se apropia para llevar a cabo su trabajo. ¿Mago? ¿Asesino caníbal? ¿Fotógrafo? ¿Qué cirugías simbólicas debe hacer el artista para realizar su trabajo? ¿Habrá que depredar el cuerpo del modelo para poder realizar su imagen y semejanza en un retrato? Esas parecen ser las preguntas que en sus autorretratos alegóricos intenta contestarse David LaChapelle como retratista.
Quizás haya una agonía dolorosa en el proceso de capturar el alma del otro. Y LaChapelle se muestra, aquí, a la altura del reto. Y si se trata de una ironía, pues, ¡vaya!, que lo sea. Y que bien le sirva para continuar robando almas y realizando retratos tan espectaculares.
****
[Conferencia ofrecida durante la exhibición NosOtros: David LaChapelle’s Humanity on the Edge, que curé para el Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico en 2011]
[1] ArtPremium publicó varios artículos que examinan el tema del retrato: ver, de Lilliana Ramos Collado: “La vida, la muerte y el sueño: los cuerpos de Serrano”, y “Egonautas: autorretratos en el Museo de Antropología, Historia y Arte de la UPR”. Vol. 3 Núm. 13. Pulsa aquí para una versión ampliada del artículo sobre Andrés Serrano: https://bodegonconteclado.wordpress.com/2012/01/28/la-vida-la-muerte-y-el-sueno-los-cuerpos-de-andres-serrano/ .
[2] Es el título del extraordinario texto de Svetlana Alpers, The Art of Describing. Chicago: The U of Chicago Press (1983)..
[3] Rosa Martínez Artero. El retrato. Del sujeto en el retrato. Barcelona: Montesinos (2004), p. 12.
[4] Pierre y Galienne Francastel. El retrato. Madrid: Cátedra (1978), p. 230.
[5] Ibid., p. 17.
[6] Georg Simmel. “La significación estética del rostro.” El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura. Barcelona: Ediciones Península (1998), p.187 passim.