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por Lilliana Ramos Collado
Curadora, Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico

“Our time, the present, is in fact not only the most distant: it cannot in anyway reach us. Its backbone is broken and we find ourselves in the exact point of this fracture.”
—Giorgio Agamben, “What is the Contemporary?”

Vista de sala de la exposición "Arnaldo Roche Rabell: Azul" en el Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico" (2009)

Vista de sala de la exposición «Arnaldo Roche Rabell: Azul» (2009), en el Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico. Foto: Antonio Ramírez Aponte.

Lo contemporáneo es un concepto espinoso y conflictivo que reparte su significado entre lo temporal y lo pertinente, entre lo último y lo avanzado. A la hora de desplegar un gesto curatorial que lo acopie y lo clasifique, no hay más que entrar al ruedo pensando que ya una ha perdido la batalla. Lo contemporáneo no está dado. Como bien señala Giorgio Agamben con cierta perplejidad, estamos situados en la vértebra quebrada del presente. En tanto ese quiebre propone el colapso de las categorías mientras invita a la especulación delirante, no hay mayor maraña conceptual que tratar de remendar el quiebre y definir lo indefinible. Si en algo se parecen el arte de hoy y sus asedios conceptuales es en esa disponibilidad a dejar que el sistema conceptual colapse totalmente y lo que tratamos de llamar “arte” se vuelva indistinto.

En general, los argumentos y las propuestas que intentan definir “lo contemporáneo” caen en dos bandos: coetaneidad (la condición de coincidir en el mismo tiempo), por un lado, y pertinencia de la novedad, por otro. Si abrazamos la coetaneidad, contemporáneo es todo lo que ocurre simultáneamente en nuestro presente próximo. Si se trata de lo nuevo, asumimos la pertinencia de la obra por novedad, o por el carácter avanzado de su propuesta. Claro, ni la pertinencia ni la novedad se explican en un vacío histórico pues se trata de categorías diferenciales, mientras que la coetaneidad busca ese vacío y se enfoca en el momento de emergencia.

Vista de sala de la exhibición Leopoldo Maler: (2010) en el Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico. Foto Antonio Ramírez Aponte.

Vista de sala de la exhibición «Leopoldo Maler: Intoxicaciones» (2010) en el Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico. Foto Antonio Ramírez Aponte.

En los gestos de curaduría de arte contemporáneo rige —aunque con frecuencia de forma no declarada— un modo testimonial puesto que los criterios de certeza que validan la selección y curaduría de obras clásicas rara vez están presentes en la selección y puesta a la vista del arte actual. Si “curar” es, sobre todo, “seleccionar” y “ordenar”, estamos ante ejercicios de crítica que, por definición, requieren el ejercicio del criterio y que, en el caso del arte contemporáneo, quedan desplazados por la intuición y la apuesta. Si bien nos repetimos el mantra de “estudiar estudiar estudiar”, lo cierto es que estamos en una coyuntura en la cual el arte del pasado no necesariamente nos prepara para opinar sobre arte del presente, más allá de decir: “El arte ya no es lo que era”.

Los errores de juicio, las fallas en la combinatoria y los tropiezos en el manejo de materiales, personalidades y retos institucionales son el plato del día en la gestión curatorial, así como el desconocimiento de datos esenciales que surgen, en Puerto Rico, de una enorme falta de documentación básica sobre artistas, obras, movimientos, condiciones socioeconómicas… Nuestra historia del arte está en pañales: es enorme la cantidad de obras perdidas por manejo inexperto o por el entusiasmo del comején y la polilla, la humedad y salitre. La falta de atención de los medios educativos, y la frustración o inexperiencia de los propios artistas, dan cuenta de enormes hoyos negros en términos de lo que ha ocurrido en nuestro mundillo del arte. Cada error, cada tropiezo, cada falla obligan a una a estudiar más, a desarrollar nuevos acercamientos a la investigación, a preguntar lo inconveniente, casi a sobornar a las fuentes de información. Y el conocimiento derivado de estas argucias resultar ser siempre tentativo, coyuntural, sujeto a cambios mientras se va obteniendo información nueva y más confiable. Eso es trabajo arduo y personal: intransferible. Hay que saber todo lo que se pueda e ir escribiendo sobre lo que no se ha escrito. Poner a circular los descubrimientos y las intuiciones.

Vista de sala de la exhibición "David LaChapelle: La humanidad al borde" (2011), Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico. Foto: Antonio Ramírez Aponte.

Vista de sala de la exhibición «David LaChapelle: La Humanidad al borde» (2011), Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico. Foto: Antonio Ramírez Aponte.

Cuando de curaduría se trata, los mentores escasean. Quizás porque la profesión es demasiado reciente, quizás porque, simplemente, los mentores escasean. A mí me ha valido más la casualidad, y varios encontronazos o encuentros han resultado ser formativos en cuanto a lo que entiendo debe ser mi trabajo como curadora: en 2005, tuve el privilegio de entrevistar a la difícil y elusiva Marlene Dumas, sudafricana considerada como una de las mejores pintoras de nuestra época. Le pregunté. “¿Puedes  explicarme tu técnica?” y lapidariamente contesto: “Fluye… se mueve…” En esos dos verbos ella fundió una de las técnicas pictóricas más retantes y complejas que conozco. Más adelante, en una conversación con el fotógrafo Andrés Serrano, comentábamos sobre el proceso de abstracción del cuerpo humano y me dijo “Caramba, no lo veo así. Así, no lo entiendo.” En verano de 2006, entrevisté a François Pinault, propietario de la casa de subastas de arte Christie’s, de la firma Gucci, y de lo que posiblemente sea la colección privada de arte contemporáneo más importante del mundo. Inauguraba en Venecia el Palazzo Grassi, adquirido por Pinault para exhibir su colección. Le pregunté, “¿En qué se basa la curaduría de esta exhibición, que representa apenas el 10% de su colección completa?” Contestó: “En la pregunta que se hizo a principios de siglo XX Paul Gaugin —‘¿Hacia donde vamos?’. Yo tuve que preguntarme exactamente lo mismo: ‘¿Hacia dónde vamos?’ ” Pinault me hizo el día.

Algo similar me ocurrió hace dos años en una conversación con Glenn Lowry —Director Ejecutivo del MoMA en Nueva York— durante una breve visita suya a nuestro Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico durante la exhibición “Arnaldo Roche Rabell: Azul”. El día anterior nos había contado en su conferencia magistral que se había decidido colocar “El bañista” de Gauguin en una sala del MOMA llena de arte contemporáneo porque cualquier obra podía conservar su contemporaneidad si se recontextualizaba en el presente. Le dije, “Ah, ¿entonces… la contemporaneidad es negociada?”. Él se echó a reír y contestó: “That’s a good way of putting it”.

Marianne Ramírez Aponte, Directora Ejecutiva del Museo de Arte Contemporáneo, durante el montaje de la exhibición "Pasiones" (2009), en el Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico. Foto: Antonio Ramírez Aponte.

Marianne Ramírez Aponte, Directora Ejecutiva del Museo de Arte Contemporáneo, repasa los detalles del montaje de la exhibición «Pasiones» (2009), en el Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico. Foto: Antonio Ramírez Aponte.

Lo que aprendí de estos encuentros es sencillo: la articulación teórica de parte de los artistas no siempre es expresa, como tampoco está totalmente claro para ellos mismos con cuanta deliberación dirigen o empujan el medio del arte con sus obras, y hacia dónde empujan, si es que empujan. Los coleccionistas, si bien creen ser cuidadosos en su selección de obras, en realidad se dejan llevar por una mezcla de desconcierto y pasión, y sólo pueden preguntarse hacia dónde va el arte mientras se preguntan hacia dónde va su propia colección.

Pero debo decir que Lowry me dio la ocasión de poner en palabras lo que realmente rige toda curaduría de arte contemporáneo: la negociación de unas obras del presente con el devenir mismo del arte, apostando siempre a una posteridad que las abrace en su contexto —como decía Marcel Duchamp—: que las reinvente. Se trata de crear una perpetua pertinencia que, en realidad, no es otra cosa que una ficción producto de una coyuntura provocada artificiosamente. La curaduría es una poética. Por todo esto, a diferencia de la curaduría de obras del pasado que ya han sido manoseadas, escrutadas y clasificadas por la crítica y la historia del arte, la curaduría del arte del presente es una apuesta: la apuesta a que la apuesta misma acierte.

Por eso, el reto curatorial es escoger y ordenar las obras. Siendo el arte contemporáneo un cuestionamiento constante de conceptos claves como “obra”, “artista”, “estética”, “público”, “museo” y, por supuesto, “colección”, hay que preguntarse si esa elusiva y problemática colección debe nutrirse de “no-obras” realizadas por “no-artistas”, que exhiben una “anti-estética” que busca un “no-público” que acude a un “no-museo” que sólo muy improbablemente logrará acopiar una “no-colección” que precisamente ponga en tela de juicio todas las negatividades antes mencionadas.

Lilliana Ramos Collado en la galería de entrada a la exhibición "richardpagán/figurasenfuga" (2012), en el Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico. Foto: Neysa Jordán.

Lilliana Ramos Collado en la entrada a la exhibición «figurasenfuga/richardpagán» (2012), en el Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico. Foto: Neysa Jordán.

El arte del presente puede describirse con la brillante frase de la crítica chilena Nelly Richard: “un arte desobediente”, y lo es usualmente a conciencia. Cada obra adquirida por un museo para su colección permanente implica, además un universo de obras no adquiridas, de modo que la selección misma implica la negatividad de lo pasado por alto, de lo que no se dio: y podríamos hablar, entonces, del “museo de las virtualidades perdidas”, un poco como la estupenda escritora uruguaya, Cristina Peri Rossi, nos hablaba del “museo de los esfuerzos inútiles”. La declaración “esto es arte” se ve siempre pospuesta, quizás hasta después de que la pieza haya perdido su urgencia, incluso su pertinencia. No se diría ya “esto es arte”, sino “esto fue arte”: mirada retrospectiva, historicismo cruel, descoyuntante. Así, la colección sería un repertorio de incertidumbres tardíamente domesticadas, de hitos cuyo carácter crucial se vería siempre cuestionado por la obsolescencia misma de las obras. La salvación sería historiografiar esas pasadas pertinencias, esas urgencias ya desgastadas. Revivir su emergencia: aquel momento en que apostamos que la obra “sería” arte.

Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico, albergado en la antigua Escuela Labra, en Santurce, Puerto Rico. Foto: MAC.

Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico, albergado en la antigua Escuela Labra, Santurce, Puerto Rico. Foto: MAC.

Por eso, lo honesto es poner al desnudo esa apuesta, y asumir la responsabilidad de no saber nunca, a ciencia cierta, si una curaduría encauzará una validez o pertinencia futura para una obra de arte. Pienso entonces en esa “contemporaneidad negociada”, en eso que, como decía Marlene Dumás, “fluye… se mueve”, o en aquello que resulta ser otro de lo que imaginó el artista, como testimonia Serrano, o como se hacía Pinault la pregunta por la finalidad de un empuje o de una intuición. El arte contemporáneo resiste toda teleología y por lo tanto, validarlo resulta al menos una paradoja. Aquí, la errancia no es sólo humana, sino indispensable, y el estudio formal y voraz apenas puede darnos el consuelo de que hemos tratado de entender. Pero esa oscuridad del presente de la que habla Agamben nos fuerza a buscar la luz del sentido siempre en otra parte, y de esa búsqueda yo apenas puedo dar un testimonio. ¡Vaya poética de la curaduría, templada por la regla torcida e implacable de la incertidumbre!

Nota bene: Este artículo fue publicado originalmente en la revista digital 80 grados en 2010. He actualizado el repertorio de imágenes.