¿Dónde caerá ese beso tan urgente que devolverá la humanidad al edificio y a nosotros? En la superficie interior o exterior, contesta Lavin, pues es lugar donde la arquitectura está a punto de ser otra cosa, donde es más vulnerable y susceptible a expresar su verdadero potencial.
Lilliana Ramos Collado
En su libro On Kissing, Tickling, and Being Bored (1993), Adam Phillips afirma que un beso condensa la vida personal y el carácter del que besa, y le permite regresar al niño que fue, aquel que siempre estaba curioso por saber a qué sabían las bocas de los demás. Pero besar implica domesticar, controlar el deseo de comerse al otro que uno besa. Porque necesitamos al otro: para besarse hacen falta dos.
Desde niños, nuestras vidas revolotean en torno a nuestros deseos, y siempre me ha extrañado que, siendo la arquitectura omnipresente en nuestras vidas, hablemos de estar apegados al terruño y no a la casa que habitamos. En nuestro presente ruidoso, hacinado y, en general hostil, estamos perdiendo la capacidad afectiva de dejarnos envolver —y hasta besar— por los lugares que nos cobijan.