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por Lilliana Ramos Collado

Portada de la edición tercera, falsificada, de las "Novelas ejemplares" de Miguel de Cervantes.

Portada de la edición tercera, falsificada, de las «Novelas ejemplares» de Miguel de Cervantes.

Para Ani Fernández Sein, por su jardín.

“Este texto… es también la pieza, puede ser que sea una pieza de moneda falsa, a saber, una máquina de provocar acontecimientos: en primer lugar, el acontecimiento del texto que está ahí, como un relato que se da o se ofrece a la lectura… pero asimismo y, por consiguiente, a partir de ahí, en el orden de lo posible abierto y aleatorio, un acontecimiento que puede provocar otros sin fin asignable, en interminable serie, un acontecimiento rebosante de otros acontecimientos que, no obstante, tienen en común el ser siempre propicios a esta escena del engaño…. el engaño es también un asunto de don, de excusa, de perdón o de no-perdón para un … don siempre improbable.”
—Jacques Derrida, Dar (el) tiempo

Primer momento: El libro de las metamorfosis

No[1] es sólo que la hechicera Cañizares, en El coloquio de los perros, cite El asno de oro de Apuleyo[2]: es que las doce novelas ejemplares usan la metamorfosis de los personajes como recurso principalísimo de sus tramas. Seguir el hilo de las metamorfosis, rasgar el disfraz, o descifrar la verdadera identidad a pesar del engaño o del fingimiento son las actividades que parecen pautar las tramas de estas novelas. Veamos:

Preciosa no es gitana, ni es gitano su prometido; el “amante liberal” termina con una escena en que Ricaredo y Leonisa regresan a su patria disfrazados de árabes para luego asombrar al pueblo revelando su identidad; Rinconete y Cortadillo cambian de traje, de oficio, de amos; la española es inglesa, es y no es huérfana, pasa de hermosa a fea a hermosa, de casada a prometida a casi monja a casada; Tomás Rodaja pasa de ser nada a ser estudiante y luego soldado y luego loco y luego cuerdo, y de carne a vidrio y a carne; Leocadia, de virgen a violada, de madre a prima a madre y esposa, de la oscuridad a la luz, halada la trama de su vida por la fuerza de la sangre; Loaysa, en El celoso extremeño, cambia constantemente de aspecto, según su auditorio; la ilustre fregona lo es y no, como tampoco lo son el aguador y el mozo de mulas de Argüello; las dos doncellas, Teodosia y Leocadia, no sólo no son caballeros, sino que no son doncellas; en La señora Cornelia, se confunden los personajes masculinos según quien vista un sombrero particular —de hecho, el sombrero es la marca de identidad, pero es el sombrero el que cambia de hombre; en El casamiento engañoso, la identidad de Estefanía está en el aire por buen rato, oscilando entre esposa y puta, y el alférez cambia de estado según vista o no su uniforme lleno de cintas; no se sabe si Cipión y Berganza son hombres transformados en perros o perros dotados de humano discurso y entendimiento.

Mejor aún, la metamorfosis da la pauta de la trama, es sucesiva peripecia, vértigo, identidad en fuga que se narra.

Esta misma inestabilidad aqueja a las tramas mismas, por ejemplo: La gitanilla parece ser la reescritura de un relato cortesano o pastoril; El licenciado Vidriera, Rinconete y Cortadillo, El coloquio de los perros, comparten demasiados rasgos con la picaresca; El amante liberal, La española inglesa, La ilustre fregona y, otra vez, La gitanilla se forjan con los narremas más socorridos de la novela griega: secuestros, niñas perdidas, la anagnórisis (no podemos evitar recordar las interminables aventuras de Teágenes y Cariclea o la beatitud artificial de Dafnis y Cloé); Las dos doncellas, La señora Cornelia y La fuerza de la sangre son dramas de capa y espada en que se trata de recuperar la honra perdida; El celoso extremeño es el cuento de la boda risible del viejo y la niña, la oportunidad del adulterio; y El casamiento engañoso, el cuento del burlador burlado, un exemplum.

Página de título de "El amante liberal", de Miguel de Cervantes.

Página de título de «El amante liberal», de Miguel de Cervantes.

Pero cada trama está reescrita, metamorfoseada, tiene un twist que, precisamente, pervierte su relación con el canon genérico. Tanto en los ejercicios de reescritura, como en la construcción de las identidades de los protagonistas de estas novelas, prima la confusión (merger). De hecho, se construye por destrucción, por la eliminación de los bordes de los géneros y las identidades.

Producto de tal colección de ficciones, el Prólogo mismo de las Novelas está permeado de metamorfosis. El prólogo, como género, suele ser puerta de entrada para el lector y de salida para el autor, porque es lo último que el escritor  escribe y lo primero que el lector lee. El prólogo genérico se propone, explícitamente, como el presente compartido de la comunicación entre el autor y su lector, desde donde se nos habla de la obra (ya) escrita como el futuro de la lectura. Antes de leer el prólogo, el lector ve la obra como terra incognita. Después de leerlo, la ve como tierra prometida.

En ese “aquí y ahora” del prólogo, suele aprovechar el autor para darnos su carta de presentación, su manifiesto de intención, su “defensa contra vituperio”. En él, en fin, establece su autoridad. Ahora bien, la pregunta es obligada: ¿necesita la obra un texto prefatorio, una embocadura? ¿O es el prólogo un topos literario, parte de la obra en sí, es decir, ficción?[3] ¿Acaso la lectura que hagamos de él depende de uno u otro status?

Ciertamente se nos presenta el prólogo como marco de trabajo (de la productividad de la lectura). Por lo que esperamos hallar en él, en general, el meollo de la obra, del cual las “peregrinas” y “admirables” y “extrañas” aventuras de los personajes, y el raro estilo de su autor, serán apenas edulcorada corteza; y no sólo el meollo, sino el cómo leer, la clave hermenéutica. Digo “esperamos” porque tantos prólogos pretenden que nos la dan.

Prólogo de Cervantes a sus Novelas ejemplares.

Prólogo de Cervantes a sus Novelas ejemplares.

Muy distinto es el prólogo que Cervantes le da a sus Novelas ejemplares. Que, para empezar, es un “segundo” prólogo. El primero lo escribió para su Don Quijote, y no “le fue tan bien”[4]. Esa referencia ya nos aparta del prólogo como embocadura: se trata de un nuevo intento, como si aquel primer prólogo de Don Quijote lo fuera también de este prólogo de las Novelas ejemplares. El prólogo del prólogo. La comparación la fuerza Cervantes mismo: allá un amigo lo ayudó a proteger su obra contra los críticos y hasta lo ayudó a escribir el prólogo mismo[5]; acá, abandonado por su amigo, le “será forzoso valer[se] por [su] pico” (Ne, I p. 51). Allá, era “padrastro” de su Don Quijote (DQ, I p. 50); acá, es “el primero que h[a] novelado en lengua castellana, que las muchas novelas que andan impresas, todas son traducidas de lenguas extranjeras[6], y éstas son [suyas] propias” (Ne, I p. 52).

Allá se habló de la verdadera historia de Don Quijote de la Mancha, “de quien ha opinión por todos los habitantes del distrito de Montiel que fue el más casto enamorado y el más valiente caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquellos contornos” (DQ, I p. 58); acá, el autor intenta “poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos, donde cada cual pueda llegar a entretenerse sin daño de barras…” (Ne, I p. 52).

En el prólogo a Don Quijote se dijo que la narración de la historia verdadera debía ayudar a “derribar la máquina mal fundada de [los] caballerescos libros” (DQ, I p. 58). Según el de las Novelas ejemplares, de estas historias que “no tienen pies, ni cabeza, ni entrañas” (es decir, que no son más que de palabras), “no hay ninguna de quien [sic] no se pueda sacar algún ejemplo provechoso” (Ne, I pp.  51-52).  Es decir, allá era la sensatez para combatir la máquina (de trucos) y acá es (la máquina de) trucos para alegadamente combatir la insensatez, el yerro moral: “eutropelia”.[7]

El prólogo de Don Quijote se convierte, pues, en el prólogo de las Novelas ejemplares[8]; el retrato del autor, que hubiera pintado Jáuregui para la tapa de libro (Ne, I pp. 50-51), se convierte en un retrato de palabras; las historias de estupro, deshonra, crimen y engaño, dan su “sabroso y honesto fruto” (Ne, p. 52); las tramas helenísticas y bizantinas, y las tramas picarescas de estas historias devienen historias propias, “no imitadas ni hurtadas” (Ne, ibid).

Y volviendo al principio, no es que se cite a Apuleyo; es que no se cita al otro, al gran ausente, el Ovidio de las Metamorfosis. Esta selección de referencia literaria, la metamorfosis grotesca, el twist, nos da el signo de la misma. Para parafrasear a Hugo Rodríguez Vecchini[9], no estamos aquí ante la “metamorfosis perfecta”, sino ante la “metamorfosis depravada”. La metamorfosis que requiere comenzar pidiendo excusas, perdón por otorgar el ocio, la alameda, el artificio, perdón por donar descanso: por dar nada.

Segundo momento: Locus amoenus

Dos cosas nos promete Cervantes en su Prólogo a las Novelas ejemplares: “una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar a entretenerse sin daño de barras” y “horas de recreación” para las cuales “se plantan alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas y se cultivan, con curiosidad, los jardines”, de modo que “el afligido espíritu descanse” (Ne, I p.  52). Cervantes nos ofrece, pues, la oportunidad del jardín, que no es otra cosa que el tiempo del jardín, el tiempo vacío durante el cual se hace nada. ¿Y qué jardín es ese que es ocasión de nada, el jardín vacío cuyo signo es la metamorfosis depravada? ¿De dónde proviene el jardín como mesa de trucos que es a la vez el jardín del descanso, de la confusión, de la entropía y la tropelía, que no de la “eutropelia”?

Exploremos este término, y algunas de sus (falsas o verdaderas) etimologías y sus atropellados usos: Cervantes, tal vez jugando conscientemente con la palabra utilizada en la Aprobación de Fray Juan Bautista (ver n. 7, ante), cita la palabra tropelía como sinónimo de metamorfosis mágica. El contexto diferencia este tipo de metamorfósis de otra que bien pudiéramos llamar “metafórica”:

“Tuvo [la maga antigua] fama que convertía a los hombres en animales… verdaderamente lo que yo nunca he podido alcanzar cómo se haga, porque lo que se dice de aquellas antiguas magas, que convertían a los hombres en bestias, dicen los que más saben que no era otra cosa sino que ellas, con su mucha hermosura y con sus halagos, atraían a los hombres de manera a que las quisiesen bien, y los sujetaban de suerte, sirviéndose de ellos en todo cuanto querían, que parecían bestias. Pero en tí, hijo mío, la experiencia me muestra lo contrario: que sé que eres persona racional y te veo en semejanza de perro, si ya no es que esto se hace con aquella ciencia que llaman tropelía, que hace parecer una cosa por otra.” (Ne, II p. 337)

Cabe señalar que el Tesoro de la lengua castellana (1611), de Sebastián Covarrubias, no registra la voz “tropelía”, aunque sí registra “tropel” (“ruido de mucha gente”) y “tropología” (“sermo alegoricus ad morum enmendationem tendens”). El Diccionario de Autoridades de la Real Academia Española (1735), sí registra “tropelía” como “Aceleración confusa, y desordenada”, como significado principal, y luego, como significado secundario: “Se toma también por atropellamiento o violencia de las acciones.”[10]

Esta fuente recoge también “Tropelero”, como “Voz de la germanía, que significa el ladrón o salteador.” Y vuelve a recoger “tropel” con el significado antes citado, pero le añade el concepto de “aceleramiento confuso ù desordenado”; también añade otro sentido, esta vez figurado, que lee: “Metaphoricamente vale junta, ò agregado de cosas mal ordenadas, y colocadas ù amontonadas, sin concierto”; también aparece: “En germanía vale la prissión, ò cárcel.” Para “tropo” el Diccionario de Autoridades recoge el siguiente significado: “Figura Rhetorica, en que se traslada el sentido de una voz, para significar por ella, aunque impropriamente, otra. Es voz griega, que significa Mutación.” Y por “tropología”, “Introducción, con que se mezcla moralidad y doctrina en el discurso, aunque sea materia prophana, ò indiferente. Es voz Griega … Tropología es quando lo que se habla vá enderezado à la doctrina de las costumbres, ò disfrazado, ò claramente.”

Vemos que, en el ambiguo texto de Cervantes, cuando la bruja habla de tropelía, no podemos evitar observar el cruce de significados: en boca de la bruja puta bien puede ser remedo de la germanía: tropelero (ladrón) y tropel (prisión); también, y literalmente, cosas amontonadas confusa y desordenadamente (y sería, entonces, una definición de metáfora); como tropel de tropos, Cañizares se estaría refiriendo, precisamente, a las mutaciones verbales por las que pasan los hombres que las antiguas magas convierten —metafóricamente— en animales, cuya mutación puede ser confusa, amontonada; y sobre todo, al tratarse de hombres que han perdido su voluntad debido a la hermosura o los halagos de la maga, “tropel” en en sentido de prisión: hombres (tropeleros) atrapados, con su voluntad sujeta a la de otro. Los relatos de hombres-animales podrían verse como la forma favorita de la tropología como relato moral (las fábulas de Esopo, los relatos del Calila en Dimna, algunos de los exempla de El conde Lucanor).

Lo cierto es que la suma y confusión de este tropel de significados no hace más que desvirtuar aquél con el que comenzamos —eutropelia— precisamente porque el relato del nacimiento de Berganza está en boca de una vieja bruja puta, así como el relato de la bruja está narrado por Berganza, un perro hijo de puta, así como el relato titulado “El coloquio de los perros”, que incluye las historias antes mencionadas,  está enunciado por un ex-soldado que lo escuchó en una noche de delirio. Llegamos así a una verdadera entropía del sentido —el más absoluto desorden— dirigido, creo yo, a desautorizar la eutropelia, el relato tropológico moralizante que el Prólogo a estas Novelas nos había prometido y que le valió la licencia para publicación. Pero volvamos al tema del jardín.

En su elegante libro The Earthly Paradise and the Renaissance Epic, A. Bartlett Giamatti advierte que el primer jardín encantado, engañoso, de la épica renacentista es aquel que visita Ruggiero en los Cantos 6 y 7 del Orlando Furioso de Ariosto (1517)[11], lectura queridísima de Cervantes, como sabemos. A lomos de un hipogrifo desbocado, Ruggiero va a dar a la isla de Alcina, terrible maga, que lo seduce para que, olvidando a su amada y aguerrida Bradamante, permanezca con ella en su castillo. Esta isla de Alcina es, ostensiblemente, la isla del truco y del engaño, donde la formas se confunden, donde la norma es que las cosas cambien de forma, que sean, como Alcina, muchas cosas a la vez, muchas cosas en sucesión. La isla de Alcina es la isla de las metamorfosis.

Gustave Doré, Ruggiero y Alcina, en Ludovico Ariosto, Orlando Furioso. Dover Publications, NY.

Gustave Doré, «Ruggiero y Alcina» (1877), en Ludovico Ariosto, «Orlando Furioso».

La isla está descrita como un jardín cuidadosamente atendido, un locus amoenus enrarecido y perfecto. Su brisa está saturada de risas y perfumes, la naturaleza túrgida da fruto perenne, todo es bailar y divertirse, pasar el tiempo en nada, lejos del fragor de la guerra, presa de una dulce indolencia “suave, llena de mimo”, anuladora del tiempo, instigadora del olvido. Según la descripción de Ariosto, se trata de un lugar feminizado que feminiza: la isla replica el cuerpo mismo de Alcina, en el cual el caballero se hunde, renuncia a su personalidad, olvida: olvida su misión caballeresca, olvida su compromiso cortesano con su amada Bradamante. En una escena emblemática, Ruggiero se desliza entre las perfumadas sábanas de su nueva habitación, sábanas cuya labor, nos dice Ariosto, pudo haber sido tejida por Aracne misma. La trampa de la reina puta, la red de la araña maga y engañosa. “Y así Ruggiero se solazó en todo tipo de placeres, mientras el Emperador Carlos y el Rey Agramante llevaban sobre sus hombros el peso de la guerra”[12].

A esta isla de trucos viene Melisa, la maga buena protectora de Bradamante, a rescatar a Ruggiero. Y lo despierta de su letargo, precisamente, revelándole que todo es falso, apariencia engañosa. Cuando Ruggiero ve a la verdadera Alcina, una vieja puta, enana, rijosa y repulsiva, literalmente sale corriendo del paraíso. Pero esta huída, su reintegración al mundo masculino de la caballería, no viene sin pesar. Ruggiero no perderá la nostalgia de este paraíso del placer. La ambigüedad valorativa del narrador de Ariosto, la estructura “desatada” de la que hace gala, no le permiten al lector ver con claridad el signo de este jardín de trucos, que oscila entre el deseo y el rechazo.

Muy distinto es el talante de Torquato Tasso al presentarnos la isla de Armida en su Gerusalemme liberata (1575). Reinaldo, que ha tenido que huir del lado de Godofredo, se ha ido a deambular, sin misión y sin destino. Mientras, la hermosa maga Armida trata de desbandar, mediante la seducción, a los más preclaros guerreros del ejército cristiano. Armida ha logrado inducirlos a abandonar al rey y mientras los lleva encadenados, se topa con Reinaldo que los libera de la maga. En la confusión de la lucha, Armida va a matar a Reinaldo, pero súbitamente se enamora de él y se lo lleva a su isla, una isla de artificio que sóle existe para beneficio de los ojos de su nuevo amado. Al recrudecer la guerra, Godofredo comprende la urgente necesidad de recuperar a su héroe más valioso y manda a dos fieles guerreros a buscarlo. Y allá van, surcando rápidamente los mares en vehículos mágicos y llegan a la isla-mujer, a la isla de Armida. Estamos en el canto decimosexto de la Gerusalemme liberata.

Gian Battista Tiepolo, "Rinaldo y Armida" (1752).

Gianbattista Tiepolo, «Rinaldo y Armida» (1752).

La descripción de esta isla, mucho más calibrada que la de Ariosto, comienza con una ekphrasis: luego de penetrar un complejísimo laberinto, llegan los guerreros a un exquisito jardín —el hortus conclusus dentro de la isla, la isla dentro de la isla— y se encuentran ante una escena completamente estática cuyo centro lo ocupa el grupo amatorio de Reinaldo y Armida —siendo este cuerpo de Armida otra isla cuyo único habitante es Reinaldo. Ella ofrece su seno descubierto como almohada a la hermosa cabeza de su amante, y él descansa sobre ella, abandonado a la quietud del placer, al goce leve del estarse.

Después de describir el espectáculo del jardín a través de los ojos de los guerreros, Tasso advierte: “El arte ha creado estas maravillas, mas de tal suerte que les ha comunicado su belleza procurando ocultarse al mismo tiempo”. Contrario a la obvia irrealidad del jardín de Ariosto, Armida ha puesto su arte en ocultarlo: “Así se confunden las tierras incultas con las de cultivo y de tal modo, que parecen naturales los sitios y los adornos, o que el arte se haya complacido en imitar a su modelo la Naturaleza, Hasta el céfiro obedece allí a la voz de la maga, y hace que los árboles brillen siempre floridos, que las flores y los frutos sean eternos, y que maduren unos mientras nacen otros.”[13] Estamos ante la imitación perfecta de la naturaleza, de la cual descubrimos —desengaño cruel— que es magia, falsedad: metamorfosis depravada.

Sobre el seno de Armida descansa Reinlado. Quedose y olvidose, diríamos, confundido, perpetuando la primavera. Dice Tasso: “Los dos guerreros, entre tanto, caminan en medio de aquellas seducciones. Rígidos y constantes, avanzan sordos a los halagos de los placeres.” Lueñe, pleno de curvas gráciles, afeminadas, yace el cuerpo de Reinaldo, envuelto en suaves telas —envuelto “en soie”, como diría Stendhal, “en sí” y “en seda”— y hacia él avanzan los cuerpos robóticos de sus rescatadores que le obligan a mirarse en el diamantino escudo de guerra que llevan para ese propósito: “despertar” a Reinaldo. Reinaldo despierta, abandona las suaves telas de mujer y viste su armadura: sale de sí para regresar a la comunidad que lo reclama.[14] Armida enamorada, suplica en la playa de su isla: “No me abandones”. Contrario al texto de Ariosto, el héroe no huye de la horrible puta, sino que se ve forzado a escoger entre la gesta y la veste, entre la guerra y el hogar. Que el héroe de la épica —y bien lo sabe Tasso, aventajadísimo discípulo de Homero y de Virgilio— no tiene jamás un destino individual, como los caballeros cortesanos, sino que son emblema de su grupo. Armida, pues, queda sola en la playa de su falsa isla, llorando y jurando venganza.

Tasso no sólo presenta un jardín, sino un jardín inmóvil, atemporal, un transcurrir vacío, sin guerra. Al llegar aquí, su narración épica, literalmente, se detiene. El jardín es un desvío, un desatino, el meandro del que quiere huir el autor para producir una épica verdadera, lineal, su gesta heroica. Esta es, de hecho, la primera muestra del heroísmo de Reinaldo: vencer el cuerpo, vencer el placer, vencer la tentación del dolce far niente.

Está claro que, con toda la ambigüedad de Ariosto, tanto él como Tasso proponen la demonización del jardín, que antes fuera el locus amoenus en los textos alegóricos medievales, y pienso en la antesala al paraíso en La Divina Comedia de Dante, y en la embocadura alegórica de Los Milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de Berceo. En la épica renacentista, este jardín del reposo es, literalmente, bad news para el héroe.

Propongo que no otra cosa ofrece Cervantes cuando nos habla de poner en la plaza de la república una mesa, una isla, de trucos: darnos no la eutrapelía, sino la tropelía; darnos un jardín donde el afligido espíritu descanse. Este libro-isla afortunada, este libro-jardín de los placeres es, precisamente, las Novelas ejemplares. Dentro de esta propuesta, resulta quizás impertinente que tratemos de descifrar cada una de las metamorfosis que se nos dan en las narraciones: lo importante, me parece a mí, es cómo nos remiten al jardín de trucos, a la isla del placer donde todo es apariencia e inconstancia. Quizás por eso Cervantes rehúya dar un marco a sus novelas, ausencia que ha probado ser un verdadero quebradero de cabeza para la crítica cervantista. ¿Por qué, tantos se preguntan, Cervantes no siguió la tradición de explicar la situación de la enunciación de las novelas, como hicieron antes que él tantos novelistas italianos? Es que la mesa de trucos está en la plaza de la república, donde estamos nosotros cuando accedemos a la invitación al descanso, la invitation au voyage que nos extiende Cervantes a su isla-libro, afortunada.

Ilustración francesa impresa en 1783 para "El coloquio de los perros" de Miguel de Cervantes.

Ilustración francesa impresa en 1783 para «El coloquio de los perros» de Miguel de Cervantes.

Siempre, no obstante, el twist cervantino. Cervantes depone la demonización de la isla. Y esto, no obstante que a ella va una bruja, Cañizares, a gozar de suculentos aquelarres. Después de beber una pócima, su cuerpo queda exangüe, distendido en el suelo, tan relajado, tan ausente, tan ida su mente en viaje, que no la despiertan ni las viciosas mordidas de un perro llamado Berganza. También mesa de trucos, grotesca isla afortunada, locus de la metamorfosis depravata, el anciano y repugnante cuerpo de la bruja es sacado a la plaza de la república y condenado precisamente por ello. El descanso es delator: el que sueña, ha partido. Anatema sit. En última instancia, miren lo que le ocurre en el texto cervantino al que se resiste al veneno que Cervantes llama, aptamente, veneficio: el transparente licenciado Vidriera nunca llega a conocer el descanso.

Este que se “atreve a salir con tantas invenciones a la plaza del mundo” alegremente nos invita al desvío, al ocio, tal como en el Quijote las lecturas, el tiempo dado por ellas, son, para usar el título del misterioso libro de Cervantes que nunca vio la luz, unas Semanas del jardín. Los relatos caballerescos anatemizados por el Concilio de Trento son una invitación a la errancia sin término por el inagotable e ilimitado jardín que se construye —y aquí quiero usar la sugerente frase de Félix Guattari— como una “cartografía del deseo”.

Tercer momento: El don

En una escena emblemática de La gitanilla, el que luego decubrimos se llama Alonso Hurtado entrega a Preciosa un poema y, envuelto en el papel, una moneda. Dice la gitanilla:

Basta— dijo Preciosa— que me ha tratado de pobre el poeta. Pues cierto que es más milagro darme a mí un poeta un escudo que yo recibirle; si con esta añadidura han de venir sus romances, traslade todo el Romancero general, y envíemelos uno a uno, que yo le tentaré el pulso, y si vinieren duros, seré yo blanda en recibirlos. (Ne, I pp. 73-74)

En este momento de donación, resalta la gitanilla su propia riqueza —recordemos que se llama Preciosa, plena de precio, de puro aprecio— e, irónicamente, la pobreza proverbial de los poetas: el don de la moneda es un milagro. El poema resulta ser bueno y se lee en voz alta en una escena de casino. En medio de hombres que juegan se lee el poema y ocurre el milagro: moneda y poema en la mesa de trucos.

"... y poniendo la mano en la faldriquera..." Miguel de Cervantes, "La gitanilla". Ilustración de F. Marco (1922).

«… y poniendo la mano en la faldriquera…» Miguel de Cervantes, «La gitanilla». Ilustración de F. Marco (1922).

La escena se repite más adelante. Otra vez recibe Preciosa un poema, esta vez un soneto, y una moneda. Ahora pregunta Preciosa:

—Pues a la verdad que quiero que me diga … es si por ventura es poeta.

—A serlo— replicó el paje—, forzosamente había de ser por ventura. Pero has de saber, Preciosa, que ese nombre de poeta muy pocos lo merecen y así yo no lo soy, sino un aficionado a la poesía. Y para lo que he menester, no voy a pedir ni a buscar versos ajenos: los que te di son míos, y éstos que te doy ahora también. (Ne, I p. 90)

En esta ocasión, antesala para que Hurtado nos de una socorrida definición de la poesía como doncella casta, repite el personaje casi verbatim lo que nos ha dicho el Cervantes del prólogo sobre sus narraciones: “éstas son mías propias, no imitadas ni hurtadas”. Preciosa le devuelve la moneda, que él toma como galardón cortés, reliquia de la cupiditas, luego de que se nos ha hecho escuchar cómo la doncella poesía ama el jardín, que ya hemos visto que es el locus del descanso, la mesa de trucos. Dice la definición de Hurtado:

Hase de usar la poesía como una joya preciosísima, cuyo dueño no la trae cada día, ni la muestra a todas las gentes, ni a cada paso, sino cuando convenga y sea razón que la muestre. La poesía es una bellísima doncella, casta, honesta, discreta, aguda, retirada, y que se contiene en los límites de la discreción más alta. Es amiga de la soledad. Las fuentes la entretienen, los prados la consuelan, los árboles la desenojan, la flores la alegran, y, finalmente, deleita y enseña a cuantos con ella comunican. (Ne, I pp. 90-91)

¿Cómo leer, pues, esta definición de la poesía que se nos da bajo la guisa de la castidad y cuya ocasión es la donación de un poema en que viene envuelta una moneda?

Si seguimos el rastro de la moneda en La gitanilla, iremos descubriendo poco a poco que designa lo ambiguo, lo doble, las dos caras. La moneda es, por decirlo así, el emblema de las dos-caras-de-la-moneda. La misma Preciosa aparece así: simultáneamente casta y desenvuelta, amante y distante, gitana y preciosa (oxímoron imposible), preciosa joya sin precio, puro aprecio precisamente por ser la ocasión del deseo desatado, la invitación al viaje. Ella es moneda, buena pieza, alhaja, que nos llama a la aventura —los dos años de noviciado de Andrés Caballero son ese call of the wild— y es aquello que se trata de comprar mediante la moneda, de ahí que Caballero sienta pavor de los cuatrocientos escudos de Hurtado, ya que él mismo solo ha podido dar cien el día que le propuso matrimonio a la hermosa muchacha. Subasta amorosa en que la moneda siempre vale menos que su peso en oro, porque la moneda no posee un valor, independientemente del que le asigne Mr. Greenspan en Fort Knox, Kentucky. Su valor se da en el intercambio, en la negociación de la demanda (el deseo) movida por la reticencia de la oferta escasa, llenísima de aprecio, preciosísima.

Ocurre, pues, que la moneda es simulacro, mediación del deseo, no-objeto. Las dos caras de la moneda que es Preciosa, las dos caras de la moneda con la que se pretende, en más de una ocasión, comprar a Preciosa, nos remiten de vuelta a la mesa de trucos. La poesía, la moneda, es el truco, aquello que es a la vez precioso y casto, en oscilación vertiginosa: la oportunidad de salirse hacia el mundo ambiguo de las metamorfosis. La moneda, en el momento del don, se convierte fugazmente en la cosa deseada: reliquia de la amada que regresa como su cuerpo transubstanciado bajo la guisa del galardón donado en el jardín cortesano, artificioso, del amor. La definición de la poesía es, pues, una moneda, doble y ambigua, cuyo verdadero sentido es, en palabras de Cipión, ”un juego de bolos” (Ne, II p. 347): la práctica de un truco desfondante.

Por vida suya, abuela, que no diga más..." Miguel de Cervantes, "La gitanilla". Ilustración de F. Marco (1922).

Por vida suya, abuela, que no diga más…» Miguel de Cervantes, «La gitanilla». Ilustración de F. Marco (1922).

No es extraño que las Novelas ejemplares comiencen con esta teoría de la moneda, del simulacro, en la figura de una falsa gitanilla cuya naturaleza —lo sabemos por su ceceo— es el artificio (que así son todas las gitanas…, dice el narrador, y sobre todo, digo yo, ésta, doblemente artificial, que es una falsa gitanilla), y terminen con una afirmación de la estancia en el jardín. Dice el Licenciado Peralta a Campuzano:

Señor Alférez, no volvamos más a esa disputa. Yo alcanzo el artificio del Coloquio y la invención y basta. Vámonos al Espolón a recrear los ojos del cuerpo, pues ya he recreado los del entendimiento. (Ne, II p. 359)

Siendo el Espolón, precisamente, según González de Amezúa, “una plaza cuadrada, a un lado del Campo Grande y no lejos de San Lorenzo, con un muro sobre el río, que llegaba hasta los pechos, y desde cuyos bancos o asientos de piedra se descubría una vista bella, de alamedas, huertas, fuentes y monasterios…”[15] Es el relato como émulo del ocio solitario del jardín, donde el afligido espíritu descanse, en el artificio, en la mesa de trucos.

Al igual que Berganza y Cipión han donado su enrevesado relato a dos voces, dos caras, moneda, artificio, a Campuzano, éste a su vez lo dona a Peralta y juntos forman otra moneda de dos caras, el relato de El coloquio de los perros que recoje el narrador de El casamiento engañoso; y a dos voces también —la de él y la del dúo Campuzano-Peralta—, la otorga a Cervantes, que a su vez la coloca como final de sus Novelas ejemplares, para demostrar y a la vez tematizar el relato como don, como moneda de dos caras, cuyo valor está en el simulacro que provoca el deseo de acudir al jardín a relajar ese tan afligido espíritu de una España barroca que se embarcó en la épica lineal de la pureza de sangre y el sistemático acallamiento de la diferencia, en la conversión y la estabilización de todo lo plural, metamórfico, inestable.

"... le arrancó su misma espada de la vaina, y se la envainó en el cuerpo..." Miguel de Cervantes, "La gitanilla". Ilustración de F. Marco (1922).

«… le arrancó su misma espada de la vaina, y se la envainó en el cuerpo…» Miguel de Cervantes, «La gitanilla». Ilustración de F. Marco (1922).

Dar el don del descanso, del artificio, dar el don improbable que es el tiempo, dar las “semanas del jardín”, dar nada, en este contexto de una España completamente intolerante del desvío y del descanso, dar la posibilidad de una alteridad inagotable, dar el locus de las metamorfosis, del simulacro, ha pretendido Cervantes con sus Novelas. Es el don sin bordes del que nos habla Derrida, el don que desborda sus límites, que es exceso, que redunda en exceso, que nos llama al exceso que es el artificio, el don vacío que crea la oportunidad misma de dar el don. Lejos estamos de la mentada eutrapelia que vio Fray Juan Bautista al dar su aprobación a las Novelas, porque las novelas nada dan, porque el entretenimiento, el desvío, nunca ha de ser virtuoso y es en sí, siempre, tropelía, trompe l’oeil, un vicio corrosivo, el vicio que desata, precisamente el deseo del artificio y lo renueva ad infinitum. Y por eso, tongue-in-cheek, Cervantes nos pide excusas en su prólogo. La excusa para desatar el deseo.

Último momento: Embocadura

Tomemos, pues, este veneficio que amablemente nos ofrece Cervantes, portal que nos llevará al país del placer, a donde iremos a tendernos.


[1] Este texto fue leído en el Coloquio Cervantino, Desocupado lector… el 5 de marzo de 1997, en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Luego se publicó en la Revista Quadrivium (Colegio Universitario de Humacao), Año I, Núm. 2 (feb. 2001), pp. 51-60.

[2] Todas las citas de las Novelas ejemplares  corresponden a la edición de Cátedra (Madrid: 1992) en dos volúmenes. En este caso,  en El coloquio de los perros, le dice la bruja Cañizares a Berganza:  “… tú eres hijo de Montiela, a quien con grandísimo gusto doy noticia de tus sucesos y del modo con que has de cobrar tu forma primera; el cual modo quisiera yo que fuera tan fácil como el que se dice de Apuleyo en El asno de oro, que consistía en sólo comer una rosa”,  vol. II, p.  339. En lo sucesivo, las referencias a las Novelas ejemplares se harán en el cuerpo mismo del texto, con la abreviatura Ne, seguida del volumen y el número de la página.

[3] Habría que preguntarse, con Derrida, ”Pero el prólogo, ¿existe?”. Jacques Derrida, “Outwork”. Dissemination. Trad. de Barbara Johnson. Chicago (The U of Chicago Press: 1981) 9.

[4]  “Quisiera yo, si fuera posible, lector amantísimo, excusarme de escribir este prólogo, porque no me fue tan bien con el que puse en mi Don Quijote, que quedase con gana de segundar con éste.” Ne, I p. 50.  Las bastardillas son mías.

[5] Las citas de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha coresponden a la edición preparada por Luis Andrés Murillo, Madrid (Castalia: 1978). En lo sucesivo, las referencias se harán en el cuerpo mismo del texto, con la abreviatura DQ, seguida del volumen y del número de la página. En este caso, I p. 52-53.

[6] Incluyendo Don Quijote, que supuestamente fue una traducción del árabe.

[7] Es la palabra que utiliza Fray Juan Bautista en su Aprobación del libro de Cervantes: “… y supuesto que es sentencia llana del angélico doctor Santo Tomás, que la eutropelia [sic] es virtud, la que consiste en un entretenimiento honesto, juzgo que la verdadera eutropelia está en estas Novelas, porque entretienen con su novedad, enseñan con sus ejemplos a huir vicios y a seguir virtudes, y el autor cumple con su intento, con que da honra a nuestra lengua castellana, y avisa a las repúblicas de los daños de algunos vicios que siguen, con otras muchas comodidades, y así me parece que se le puede y debe dar la licencia que pide…” (Ne, I p. 45).

[8] Podría argumentarse también que este segundo prólogo es un “perfeccionamiento” del primero, por lo que operaría a la vez como prólogo de las Novelas ejemplares y, retrospectivamente, como un segundo prólogo de  Don Quijote.

[9] Juego un poco con los términos de Rodríguez Vecchini en su espléndido ensayo, “El Prólogo del Quijote: la imitación perfecta y la imitación depravada”. Revista de Estudios Hispánicos (PR) XXIV 1 (1997) 3-26.

[10]   Ver Sebastián de Covarrubias Orozco, Tesoro de la lengua castellana o española. Edición de Maldonado y Camarero. Madrid (Editorial Castalia: 1995) 938; y Real Academia Española. Diccionario de Autoridades. (Edición facsímil de la de 1737, Vol. III: O-Z). Madrid (Gredos: 1990) 366-368.

[11] A. Bartlett Giamantti. The Earthly Paradise and the Renaissance Epic. New York  (W.W. Norton & Co.: 1966), especialmente el capítulo sobre Ariosto.

[12] Ludovico Ariosto, Orlando furioso. Versión electrónica en italiano del Voice of the Shuttle. Canto VII, estrofa 32. La traducción es mía.

[13] Torquato Tasso. Jerusalén libertada. Traducción por L.M. Barcelona (Editorial Iberia: 1965) 244-245.

[14] Vale recordar que escena idéntica le ocurre legendariamente a Aquiles, quien desde niño había sido separado de su familia para protegerlo de la Guerra. Vestido de mujer, se encuentra entre jóvenes muchachas y allá van a buscarlo los emisarios de Agamenón, llevando en sus manos escudo y armadura. Cando se las muestran a Aquiles, él de inmediato abandona su traje de muchacha y parte hacia la Guerra y hacia su muerte.

[15] Agustín González de Amezúa y Mayo. Cervantes creador de la novela corta española. Madrid (1956-58) 42.