Etiquetas

, , , , , , , , ,

por Lilliana Ramos Collado

… y quisiera que me dijeran en gran pormenor el por qué de este rito melancólico que tiene que ver con reconocer en la muerte aquello que fuimos tardos en reconocer en vida; aquello cuya pérdida lloramos hoy con desconsuelo, pero que nunca fue nuestro. Que me dijeran por qué está suficientemente bien hacer plena contrición ante la elusiva dignidad de esta necrofilia que traviste una estima inoportuna, a destiempo. Recuerdo esa bella novela de Umberto Eco —L’Isola del giorno prima—en la cual un hombre encayado el día antes de la llegada y ya casi casi tocando tierra, se dedicaba a imaginar cómo sería llegar a tiempo, incluso llegar tarde —pero llegar— a la isla, y cuán desierta de vigencia, de oportunidad, de kairós, estaba esa perenne anticipación que caracteriza el día antes. Para Eco, el día antes es isla rodeada de promesa por todas partes. Y el día después, nada más que cementerio de virtualidades perdidas. Una vez desaprovechamos la ocasión, sólo una hermenéutica febril nos consolará de haber perdido el barco vivo del presente.

Áurea María Sotomayor Miletti, ed, comp. y coord. "Poéticas de José María Lima (1934-2009, Puerto Rico): Tradición y sorpresa".  Pittsburg: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (Universidad de  Pittsburg), 2012.

Áurea María Sotomayor Miletti, ed, comp. y coord. «Poéticas de José María Lima (1934-2009, Puerto Rico): Tradición y sorpresa». Pittsburg: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (Universidad de Pittsburg), 2012.

La verdad es que nunca llegamos a celebrar a José María Lima en vida. Haberle publicado La sílaba en la piel peleando con él  a cada paso —como hizo Joserramón Melendes—, habiendo, incluso, usurpado el dislate de su trama poética para arrimarla a una cierta historia de Puerto Rico y de nuestra poesía puertorriqueña, y a una cierta historia de nuestras izquierdas legítimas, etc.—como hizo, de nuevo, Joserramón Melendes—, nos hizo no sólo llegar tarde con nuestros brazos llenos del tirso al fasto y al festín de la poesía de Lima, sino madrugar una lectura de Lima que expresara, desde lo pequeño de su gesto, su propia pequeña historia, su modesta poesía preñada de caricias y de diminutivos. Si la obra de Lima ha sido secuestrada tantas veces para contar —como las manchas de tinta que esgrimen los psiquiatras— historias universales de las infamias del poder, me pregunto si no estábamos —ya y desde siempre— abrazados a una pérdida, la pérdida de la ocasión propicia, la pérdida de la pertinencia de la poesía de Lima en su espléndida incipiencia y en su propio tiempo.

Giorgio Agamben, para variar, lo ha dicho mejor: “vivimos en la espalda quebrada del presente” como sujetos escindidos que llegan demasiado temprano o demasiado tarde a la cita con el hoy coyuntural. Como contemporáneos, somos, única y necesariamente ciegos a esa inmediatez de la incipiencia. Estamos tan cerca del discurrir del mundo que nada vemos. Somos los arcaicos verdaderos, el arjé del mundo, los primeros en catar un devenir siempre incomprensible. Y debo decir que la poesía de José María Lima era y, sobre todo, es, una advertencia desvalida, tartamuda, perpleja, ante el mundo en su aurora imparable y torrencial.

José María Lima, "Sin título" (s.f.), José María Lima, "La sílaba en la piel", Melendes, ed. Río Piedras: qeAse (1982), p. 85.

José María Lima, «Sin título» (s.f.), José María Lima, «La sílaba en la piel», Melendes, ed. Río Piedras: qeAse (1982), p. 85.

Testigo, en real time, del acontecer, corriendo siempre como un loco a lomos de materia y de lenguaje, Lima no hizo otra cosa que dejarse golpear por el surgir, por la emergencia. Desde su primer poema publicado —“yo he visto, a la caída de la tarde” (1955)— Lima delibera su delirio sobre la mesa donde se ofrendan y se ofician las sobras hediondas del desastre. Lima apoca la palabra, da gabela a la semántica, desquicia el umbral del sentido, se resiste a la cita, la escamotea, la falsifica, la destronca, quiebra una y otra vez el fuste ya quebrado de lo generacional, cuestiona las secuencias de padres e hijos, y le arrebata a la madre su asiento del origen. De hecho, luego de leer a Lima por años, he visto claramente que, para él, la tradición es un ejercicio de abstinencia de la tradición, y si acaso, Lima se encontró con la tradición sorpresivamente y en sucesivos accidentes, en descoyuntamientos en vez de coyunturas, en desafíos y procesos de duda que nunca acabaron de cuajar. De ahí, la constante sorpresa a la que incitan sus textos. Su propia renuencia a publicar libros definitivos y su constante tentación a optar por la manualidad o la posposición, y a parir peleando a puños con la partera platónica, todo eso me hace cuestionar, desde el comienzo mismo, si la obra de Lima, si su dramatis persona, se aviene a esos momentos de invención en que la academia se relame sus erudiciones: los homenajes.

Es desde mi escepticismo biológico que he leído el tomo de la Revista Iberoamericana titulado Poéticas de José María Lima: Tradición y sorpresa, perteneciente a la colección Clásicos de Nuestra América, moldeado por las manos de Áurea María Sotomayor Miletti, lectora y crítica alucinante, y la más polimorfa de nuestras poetas. Desde un saber sobre el decir de la poesía se fragua este tomo adornado por las tentativas críticas de otros que son también críticos y escritores: Joserramón Melendes, Juan Carlos Rodríguez, Francisco José Ramos, Mara Pastor, Juan Carlos Quintero Herencia, y Elizam Escobar; y por testimonios varios de Esteban Valdéz Azárate, Rafael Ayala Hernández, Juan Carlos Quiñones y Rafael Acevedo. Escritor de escritores, en este homenaje, se pretende lanzar ante el mundo a Lima como un “Clásico de América”, mientras en sus entrañas de muerto prematuro regurgita impenitente el flatus mordaz de la poesía más desobediente. Lo confieso: me da cierta rabia que Lima haya tenido que esperar hasta después de la muerte por el abrazo de la academia y haberse perdido el cariño y el respeto de doña Pepa y doña Pancha. Soy idealista. Oh, well

Y es aquí que me ha parecido audaz el acto antologizador de Sotomayor: escoger con privilegio creadores primarios antes que eruditos de la literatura, artistas antes que receptores. Este elenco gremial que el tomo ostenta tiene que ver, especialmente, con desestabilizar toda lectura canónica, y arrojar hacia el hoyo negro de la ironía todo gesto canonizador. Poner poetas a reaccionar a la poesía de José María Lima, y hacerle la “crítica desde adentro” —desde el que hurta a hurtadillas, desde el que lee el método entre líneas, del que secretamente imita el secreto de un padre putativo— es el acto genial de Sotomayor. Lo sé por lo evidente: por la fascinación que ostenta el tomo entero por el cómo decir lo que se dice, pues el qué quizás estuvo resuelto de antemano.

Por eso el embeleso de estos colegas por los poemas-caracolas en la poesía de Lima. Laberinto primigenio que nos remite al laberinto uterino que desplaza el origen con disyunciones irresolubles, el poema limeño exuda perplejidad antes que acierto, ostentación del método ante el fracaso del sentido. Como estudioso de la lógica, una vez desfondado “el valor veritativo de los enunciados” lo que le queda a Lima es el esqueleto donde aprender a desmontar vivencia y memoria. De hecho, el énfasis en estas caracolas que por un lado son trampas y por el otro son la materialización de una estrategia de ordenamiento de materias —y valga la redundancia— da lugar de agarre a esta poesía, permite leerla hacia el principio, como el propio caracol nos invita a la involución y no a la evolución. Lima parece estar siempre de regreso, y los escritores que han participado de este tomo parecen descubrirlo y redescubrirlo en el camino espiral de su lenguaje. Tomo distancia, no obstante, del texto de Francisco José Ramos, pues veo más suspensión del pensamiento en Lima que otra cosa, más claudicación desesperanzada, siempre golpeada por el resurgimiento tenaz del delirio, no como síntoma del mal, sino como vía de sanación en tanto insistente deseo de recuperar el lenguaje como anzuelo. Como nos decía en un momento clave Gastón Bachelard: “El lenguaje es el hilo de Ariadna que nos saca del laberinto.” Los textos de Elizam Escobar y de la propia Sotomayor regresan al regreso que entraña esa caracola, no como el gesto de un retorno eterno, sino de la diseminación del origen, su nula ubicuidad, que es como decir, su ubicuidad plena en lo imprecisable. Como dijo famosamente Maurice Blanchot en su Escritura del desastre, “encomendarse al desconcierto” parece ser el credo de Lima, si de credos pudiéramos hablar. Que metáforas son metáforas.

José María Lima, "Sin título" (s.f.), José María Lima, "La sílaba en la piel", Melendes, ed. Río Piedras: qeAse (1982), p. 205.

José María Lima, «Sin título» (s.f.), José María Lima, «La sílaba en la piel», Melendes, ed. Río Piedras: qeAse (1982), p. 205.

A Joserramón Melendez, a Mara Pastor y a Juan Carlos Quintero Herencia les preocupan los nombres, sean los “propios”, sean los “impropios”, en tanto nódulos de autoridad identitaria, en tanto Nombres-Con-Mayúscula que forjan el mapa de quiénes somos y dónde estamos. Política y nombre van de la mano en el intento de apuntar con fina punta ese dónde y ese quién de José María Lima. Escamoteado el sujeto que ha perdido su tracto genealógico y que se nos presenta como insistente (ab)origen, nos hallamos ante una instancia genésica que nos hace pensar en el hágase desde el lenguaje… y en el fallo de ese hágase. Estamos ante una suerte de fallo que destarabilla la secuencia. Lima asumirá con preferencia el anonimato o el nombre impropio, y desde él ya no se apropiará —sino que más bien se “impropiará”— del entorno y de las palabras que lo nombran. Su hágase se traducirá en un constante “deshágase”.

Será el ensayo final de Sotomayor Miletti lo que amarre el tomo: invocar la imagen del “tablero abierto” como gesto primate de la lectura de la obra de Lima nos habla —en denodada tensión y en irresuelta complejidad— de sostenernos entre esa cuadrícula esperanzadora que nos ordena el territorio de una poética proponiendo el espacio donde asentar un método, y a la vez la apertura aquella a la que nos invitaba hace tantos años un Umberto Eco: la obra perennemente inacabada, irresuelta, irresoluta, dudosa, incierta, es decir, abierta. Leyendo desde la página poética y desde la situacionalidad histórica de la producción de Lima —incluso ponderando sus orígenes y la primicia de sus modelos— Sotomayor busca mantener suspendidos sus propios juicios, prefiriendo un lenguaje tentativo, cuidadosa en no hincar con firmeza ninguna pica en Flandes, o más bien hincándola en un no-lugar. Nada más tentador para el sabio que dictaminar, pero nada más sabio que no hacerlo. De hecho, Sotomayor, más que los demás escritores que pueblan este tomo, se mantiene en el umbral de la crítica, mostrando más que diciendo.

José María Lima, "Caracola (sesentaicuatro)", José María Lima, "La sílaba en la piel", Melendes, ed. Río Piedras: qeAse (1982), p. 231.

José María Lima, «Caracola (sesentaicuatro)», José María Lima, «La sílaba en la piel», Melendes, ed. Río Piedras: qeAse (1982), p. 231.

Por eso me parece tan importante que, en la secuencia de artículos, al ensayo de Sotomayor le sigan los testimonios, textos frágiles por definición, que se toman desde la imitación como testimonio, la cita como testimonio, la confesión como testimonio, y la entrevista como testimonio. Textos híbridos todos fraguados en la duda, siendo como era Lima un humorista que se cuidaba siempre de afirmar y que prefería escamotear el sentido detrás de cada una de sus palabras.

Siendo este tomo una caracola, está predicho que intentará llevarnos al origen: a la poesía de Lima como plataforma de lanzamiento tanto de los testimonios (en primera instancia) como de las reflexiones críticas de los escritores que se lanzaron al asedio de la obra y de la persona de José María Lima. Conocemos los retos de antologar una poesía que nunca estaba claramente terminada. Yo personalmente siempre me resistí a la tiranía ordenadora y traicionera de La sílaba en la piel y así lo he dicho muchas veces. Rendijas y el Libro de la muerte me parecieron libros descuidados, quizás hechos desde la prisa o desde una cierta intolerancia hacia un todo imposible de precisar. Estos dos tomos deficientes pretendieron domesticar a Lima. El trabajo antológico de Sotomayor tiene la virtud de la cronología, y así nos permite asomarnos a la evolución (o más bien a la involución) de un pensamiento ciertamente complejo, dejándonos así gozar de su complejidad.

Refiero a los lectores tanto al prólogo de Sotomayor al tomo, como a su ensayo final. Sería para mí andar en terreno sagrado sobrenadar las propuestas de Áurea, profundas, sopesadas y liberadoras de una poética que resentiría la tiranía de una erudición académica. Lima será quizás un clásico posible de Nuestra América, pero un clásico, a fin de cuentas, renuente, siempre en fuga. La labor de Áurea ha sido resistir tentaciones. Sin domesticar sale, pues, este tomo, que referencia el magma siempre en amogollada involución que fue, en su persona y en su poesía, José María Lima. Enhorabuena, no empece el homenaje.

José María Lima

José María Lima