por Lilliana Ramos Collado
“Uno a la batalla entra muerto. Todo es ganancia”, dice El Libro de la Guerra, de Tsun Zu. Eso también, en casi las mismas palabras, lo dijo Simone Weil en su célebre libro La ilíada o el poema de la fuerza: el orgullo del guerrero está ahí, en saber que someterse a la violencia implica, de antemano, la muerte y, sólo por fortuna, la vida. Pero esa ética de la guerra funciona sólo cuando queremos la guerra y a ella, de antemano, le hemos de sacrificar la vida.
Homero, quien produjo los libros que forman la base de la literatura occidental, dijo siempre lo contrario: NO a la guerra. Casi nadie lo lee como yo, pero si hay alguien pacifista en las letras universales es el Poeta Ciego de la Guerra de Troya. En su Ilíada vemos caer a los más diestros y brillantes soldados en las garras mortales de la guerra. Orgullo, narcisismo, impudor ante la muerte, ambición, hambruna de fama, van segando la vida de tantos que apenas comienzan a vivir. Y todo por saquear las riquezas de Troya y por recuperar a una reina secuestrada, pues Helena es apenas una excusa barata para esgrimir el hierro afilado de la destrucción. Sigue leyendo