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abstinencia, Aldous Huxley, Antonio Escohotado, Charles Baudelaire, delirio, drogas y literatura, Lucy in the Sky with Diamonds, metáfora, paraísos artificiales, Thomas de Quincey

… with tangerine trees and marmalade skies…
por Lilliana Ramos Collado
para Ángel, un encuentro y un regreso.
En su libro Extrañamiento del mundo (1998), Peter Sloterdijk nos habla de un «cambio de morada del alma» en una dialéctica de huída y búsqueda del mundo que explora subterfugios cobijados por la impronta de la sanidad o bajo la máscara deshumanizante de las adicciones. Para él y para otros escritores las drogas son, ante todo, la posibilidad de construir un paraíso artificial. Así lo llamó Charles Baudelaire en un librillo homónimo —Les paradis artificiels (1860)—, y así lo sugirió Thomas de Quincey, el primer opiómano confeso en la Inglaterra romántica hace más de un siglo, en su fascinante Confessions of an English Opium Eater (1821). Según lo documenta Antonio Escohotado en su libro Historia general de las drogas (1989), la opción de mudarse a ese paraíso artificial ha estado ahí siempre, y el descubrimiento paulatino, en cada época de la humanidad, de substancias psicoactivas, ha sido objeto de interés, de veneración y parte de lo que Michel Foucault aptamente llamó “cuidado de si” en su ensayo «La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad» (1999), aunque él mismo no tomó por los cuernos este toro perennemente embriagado.
La embriaguez del alcohol y de las drogas no se opone a la sanidad, sino a la abstinencia. La idea de un cuerpo bajo control pertenece a la caja de herramientas de un cuerpo apto para la interacción social, y de una mente consciente de su lugar en este mundo. La abstinencia garantiza ese estado fenomenológico en el cual yo y mi cuerpo constituimos, juntos y contentos, un omphalos, es decir, un ombligo del mundo: desde el yo sobrio se ordena el cosmos y a la vez puedo compenetrarme con el cosmos de los demás. Las substancias que alteran nuestra relación con el mundo cuestionan y hasta desactivan ese omphalos.
En oposición a la abstinencia, las substancias psicoactivas son una invitación a la alteridad, implican la posibilidad de un sujeto que construye, a sabiendas, un mundo otro totalmente ocupado por una consciencia desatada, habitante de un cuerpo que ha desviado la operación de su sensorio hacia el amortiguamiento o hacia la exaltación. Ese cuerpo exacerbado o aletargado en sus sentidos provoca en la consciencia la errabundez por caminos caprichosos azuzados por una química que alegremente delira. Sea o no con temblor, el delirio mismo es ese otro mundo lleno de sorpresa en el cual el alma abraza el abandono.
Pensemos en el Alcibíades socrático, que entra borracho al famoso banquete narrado por Platón y exige a Sócrates que acepte su cuerpo a cambio de saber. «Te doy mi belleza a cambio de sabiduria», exige el más importante general de Grecia a un filosofo malvestido y maloliente. Alcibíades estaba literalmente invadido por el alcohol: desafiante, desinhibido, dando rienda suelta a su deseo. Así, de Quincey, encerrado en su paraíso de opiáceos, reclamó plena libertad de hacer y de pensar; y Baudelaire provocó un solipsismo protector para sobrevivir en un Paris solitario, insoportable, áspero, peligrosamente timorato y aburrido. Ahí, en ese paraíso artificial, el poeta de Les fleurs du mal (1857) cultivaría, precisamente, sus flores del mal. O más cerca de nosotros, un novelista tan tradicional como Aldous Huxley peroraba sobre sus «domingos con mescalina» —The Doors of Perception (1954)— que le ayudaban a abrir las puertas de su sensorialidad. Pensemos también en Los Beatles y en esa gozadera de música e imágenes de su película animada titulada Yellow Submarine (1968), una fiesta para los sentidos que, explícitamente en la canción «Lucy in the Sky with Diamonds» [escucha la canción y disfruta el vídeo de los Beatles aquí], nos promete el LSD: un momento visionario que armoniza, en una nueva melodía, el universo entero.
Han sido los escritores los que han defendido el uso de las drogas como apertura del mundo, como ocasión para imaginar una literatura otra, para provocar otras experiencias que les lleven a otros temas, a otros personajes, a otras narrativas. Será la metáfora, esa herramienta infinita, riquísima, casi perversa en sus posibilidades contrarias y contradictoras, la que mejor aproveche ese disloque de la ley social y de la ley del cuerpo, para volar hacia una alteridad inédita, gozosa, siempre demasiado nueva, demasiado tentadora.
Lo sabemos: el hambre y la falta de sueño también nos llevan a la alucinación. Y las drogas pueden empujarnos a la paranoia, a la suma incomodidad del cuerpo, a la muerte. Se nos dice que tanto la abstinencia como la embriaguez pueden sabotear tanto nuestro proyecto de pureza como el de crear ese reducto artificial que deseamos. Pero, sin duda, esa alucinación, ese disloque que ha sido hechura nuestra, esa creación, ese desvío nos llevarán a nuevos territorios donde nos encontraremos distintos, alocados, dueños de otras subjetividades que mucho tienen que enseñarnos, o nos arrojarán al hoyo negro del delirio, de la esquizofrenia, o simplemente de la muerte del cuerpo y de la mente. El extrañamiento es signo de búsqueda, y de eso se trata la vida. Pero estamos, en realidad, abocados a los encuentros y a los regresos. La mayoría de los versos hijos del delirio no valdrán el sacrificio de nuestra conciencia: no toda temporada en un paraíso artificial nos convertirá en Baudelaire…

Vista fija de la canción «Lucy in the Sky with Diamonds» en la película animada Yellow Submarine de The Beatles