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El cielo, con su distancia y desafecto por lo terrenal, es el lugar propicio para repensar el mundo.

Lost in Space, la serie de TV...

Lost in Space, la serie de TV…

por Lilliana Ramos Collado

Lo confieso de entrada: tengo 60 años. Y me crié viendo aquel programa sesentoso de ciencia ficción en el cual una familia entera, en su nave espacial, había perdido el rumbo y deambulaba por el espacio sideral de aventura en aventura. Está claro. Desde los años 50, con el comienzo de los filmes de ciencia ficción, el espacio sería, como luego nos aleccionó el Capitán Picard, “the last frontier”.

Pero la verdad es que eso que llamamos “el cielo” ha sido la última frontera desde hace muchos siglos, según lo atestigua la lectura de los textos antiguos: Platón, en su incipiente Academia, ya lo decía: hay que teorizar, y por theoreía quería decir, literal y simbólicamente, observar las estrellas. ¿Y qué había en esos puntos de luz que colgaban de la oscuridad impenetrable de la noche? ¿Por qué la palabra theoreía hoy quiere decir “especular para formular pensamientos generales sobre las cosas”? Para los antiguos, como para nosotros, la especulación libre es proceso privilegiado del pensamiento filosófico “sin barandillas”, como hace pocas décadas nos explicó Hannah Arendt. Es la masa de estrellas sobre el manto oscuro de la noche lo que nos permite permutar las formas, crear constelaciones de sentido y formular nuevos caminos sobre la tabula rasa del cielo. Eso es lo que significa inventio. Inventar no es otra cosa que dar nueva forma a la masa de lo real. Y el cielo, con su distancia y desafecto por lo terrenal, es el lugar propicio para repensar el mundo.

Ese cielo en general inescrutable pronto se convirtió en el espacio de un lenguaje cifrado al cual acudiríamos para conocer verdades arcanas y extrañas sobre nosotros y sobre nuestro mundo. Es sabido que las culturas de Oriente y de Occidente desde tiempo inmemorial han elevado su mirada a la noche para conocer el pasado y el futuro asignando sentido al ordenamiento de los astros. Al pequeño mundo del hombre, como llamaban en la Edad Media a nuestra mísera morada corporal, correspondía el gran mundo de Dios, que no era otro que el mundo de los astros, tan lejano y generoso en sus misterios. A cada parte de nuestro mezquino cuerpo correspondía un astro, y por siglos nos vivimos pegados al cielo por un cordón umbilical hecho de estrellas.

Telescopio de La Silla bajo la imagen de la Vía Láctea.

Telescopio de La Silla bajo la imagen de la Vía Láctea.

Perder esa cercanía simbólica de los astros fue un golpe radical: no por otra cosa Galileo fue condenado a arresto domiciliario al asegurar que los astros no eran otra cosa que piedras imperfectas rodando por el cielo. Copérnico acabó de dar el golpe de gracia a nuestra ilusión de ser, cada uno, Uno con el Cosmos. Fue la ciencia mecánica universal, según formulada por Galileo y Newton, lo que nos dejó solos sobre esta tierra magra, sin plan y sin proyecto, con pasado y sin futuro.

Durante los últimos 200 años, la ciencia se ha ido apoderando del cielo, de la noche, de los astros. Cada cierto tiempo un nuevo instrumento, una nueva propuesta explicativa, una nueva escuela científica, recartografía ese pedazo del universo —el más grande— cuya materialidad nos elude. Algo sabemos: que sus leyes cada vez son menos claras y que el Cosmos —que en griego significaba orden— no es tan organizado como quisiéramos. El cosmos es el arcano de la complejidad, y probablemente terminaremos descubriendo que existe un grado substancial de arbitrariedad que seguirá desafiando nuestro deseo de desenterrar leyes que nos lo expliquen por completo.

Con cada nuevo instrumento que inventamos para conocer esas leyes, abrimos una ventana. Y con cada ventana que abrimos, reconocemos que hemos construido paredes que seguirán ocultando esas verdades que buscamos con tanto afán. Lo que me consuela es que esa noche densa de secretos por descubrir sigue reclamando nuestra mirada, como buscaba la mirada de aquellos académicos platónicos que usaban el cielo para comprender la tierra, para teorizar sobre ella y desde ella.

Por eso creo que lo más valioso del cielo es que siempre estará por conocer. Entonces no hablemos de la conquista del espacio. Es puro engreimiento humano —en griego diríamos hubris, es decir, soberbia— creer que alguna vez habremos agotado su enorme maravilla para dominarla y explotarla. Renunciemos a la conquista, abracemos el pensamiento. Sigamos especulando desde la modestia esencial de nuestras ciencias.  Sigamos perdidos en el espacio. Que nunca se nos acaben ni la noche ni los astros.

Noche estrellada...

Noche estrellada…

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