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El rostro del actor es el lugar del Otro, el cuerpo entero del actor es un rostro que se regodea en la otredad.
por Lilliana Ramos Collado
Recuerdo haber visto, hace muchos años y en una vitrina de San Juan, la portada de un libro de Annie Lebowitz. En ella, el rostro de Meryl Streep, embadurnado de pintura blanca, sus dedos halando sus mejillas hacia arriba y hacia abajo. Y pensé en las increíbles y sutiles y contundentes actuaciones de Streep en películas diversas, siempre diferentes, ostentando siempre su capacidad camaleónica para ser otra que sí misma. El rostro del actor es el lugar del Otro, el cuerpo entero del actor es un rostro que se regodea en la otredad.
Por eso me gusta recodar juntos dos textos teóricos de la actuación que mucha gente estima opuestos. De Konstantin Stanislavski, Un actor se prepara, y de Bertolt Brecht, el brillante ensayo titulado “El actor chino”.
En Stanislavski se apoyaron muchos de los grandes actores norteamericanos que, en el Actor’s Studio (Nueva York), se dedicaron famosamente a, literalmente, seguir este “método”, a entrar en papel, es decir, es “ser” el personaje de cuerpo entero, imaginar su biografía, sus motivos, sus urgencias, sus percances, sus desolaciones, en constituirse en la esencia de lo trágico de una vida surcada por la inestabilidad moral y exitencial, mediante el esfuerzo dirgido hacia un realismo psicológico. Así un Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo, o la idea de sujeto que un director como Fernando Aguilú tenía del actor en Háblame como la lluvia y déjame escucharte. Tennesse Williams era el gran dramaturgo de estos dramas in extremis que pedían del actor, precisamente, esa inmersión en el personaje que permitiría una actuación vibrante, contundentemente real.

Marlon Brando y Jessica Tandy en la producción de Un tranvía llamado deseo (1947), bajo la dirección de Elia Kazan.
Brecht se tardó más en entrar en los huesos y en la carne del teatro. Su “actor chino” se distingue por lo contrario, por saber que actúa, que él no es el personaje, y que su termómetro para medir el éxito de su actuación no está en sí mismo, sino en los rostros de su público: según Brecht, el actor debe actuar desde su público y no desde su alma, pues el alma del actor no es importante, sino su manera distanciada de actuar. Lo importante es el personaje. Según Brecht, el actor debe mirarse a sí mismo actuar, verse como otros lo ven, para así calibrar el efecto de su actuación. El actor brechtiano es, de forma contundente, el personaje, que asume como la máscara necesaria del teatro. Vale decir que Brecht tiene varias obras en que se usan máscaras. Las dos principales son La buena mujer de Sechuán y El círculo de tiza caucasiano. En ambas, obras fuertemente ideológicas, se supone al actor como un vehículo ideológico cuyo performance debe poner al público a pensar y llegar a sus propias conclusiones, pero para ello, el actor debe desaparecer y permitir que la máscara hable.

Una versión contemporánea de «La madre», de Brecht, una adaptación de la novela de Máximo Gorki del mismo título.
Lo interesante de examinar juntos estos dos “métodos” es que andan en busca del personaje: sea desde adentro para encontrarlo en la propia alma del actor, sea desde afuera, tratando de encontrarlo las reacciones del público al trabajo del actor. Si bien la prueba de la verosimilitud del personaje creado cambia de adentro para afuera —en Stanislavski se trata de la sinceridad y en Brecht se trata de la maestría en el artificio y del performance calculado con frialdad— lo que se busca es convencer al público de que el teatro es una máquina para hacer creer, más que en el personaje, en el argumento. Tennessee Williams, por ejemplo, deseaba que sus dramones extremos apelaran a un estado emocional de personajes colocados fuera de una moral tradicional y en alta tensión emocional, y Brecht quería que el público, colocado fuera de una moralidad políticamente progresista, quedara desconcertado por el drama y pudiera reflexionar sobre la posibilidad de un mundo políticamente diferente.
Comparar estos dos métodos de actuación me pone a pensar en cómo, a fin de cuentas, parten de una idea similar de la condición humana, esencialmente trágica. La estrategia de Williams es provocar la catarsis para luego considerar opciones, y la de Brecht, escenificar un argumento de injusticia escandalosa para que el público reflexione sobre sus opciones.
No olvidemos esa máscara, ni olvidemos que «la vida» es, como nos recuerda La Lupe con magistral redundancia, puro teatro. Ni olvidemos que el actor es una estrategia sobre un escenario que es también una estrategia.
A mí personalmente me gustan los dramones de Williams y también los ejercicios políticos de Brecht, a veces tan desnudos y crueles, que nos dejan deseando que el propio Brecht nos diga lo que tenemos que hacer, como ocurre en La buena mujer de Sechuán. Pero el teatro es teatro. Lo que ocurra en la vida nos toca hacerlo a nosotros, y sin máscara.