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Anfora griega de Odiseo y las sirenas

Anfora griega con el tema de Odiseo y las sirenas

por Lilliana Ramos Collado

Para Mercedes López-Baralt, en recuerdo
de la pasión mutua por estos laberintos.

“La confesión es salida de sí en huída. Y el que sale de sí lo hace por no aceptar lo que es, la vida tal y como se le ha dado, el que se ha encontrado que es y que no acepta. Amarga dualidad entre algo que en nosotros mismos decide, y otro, otro que llevando nuestro nombre, es sentido extraño y enemigo.”
María Zambrano, La confesión, género literario

En su pseudo-autobiografía, titulada Vie de Henry Brulard, Henri Beyle hablaba de las delicias de retirarse “en soie”. A nadie podría escapársele la homofonía: ese retiro a la seda (soie) era también un retiro “hacia adentro de sí” (soi), hacia la estética suavidad de la pupa de la seda, fresca, íntima, aislada: el espacio sedoso de la interioridad. Esta autobiografía, para la cual adoptaba un pseudónimo (Henry Brulard) que venía precedido de su nome de plume —Stendhal— discurría de manera confesional. La prestidigitación onomástica no hacía más que señalar hacia la dificultad de ubicar con certeza el sujeto de la enunciación, o hasta cuestionar la posibilidad misma de enunciarse con algún grado de veracidad. Las debilidades, los caprichos, la dudas y las redundancias de este sujeto vario y escurridizo sólo podían expresarse mediante un juego de dobles y triples. El sujeto stendhaliano no desplegaba ante el lector las angustias de la mera psicomaquia hamletiana del ser o no ser… advertía ya la multiplicidad de una interioridad que señalaba hacia la irremediable disolución del sujeto. Dentro de la pupa habitaba un sujeto metamórfico, que oscilaba infinitamente entre el gusano y la mariposa.

Esta dualidad entre un iridiscente exterior y una interioridad protéica sometida al más acucioso escrutinio por el sujeto enunciante inaugura el aliento psicologizante que forma la base de buena parte de la novela francesa del siglo XIX; y sobre todo del grueso de la poesía romántica francesa: una angustiosa búsqueda de un centro interior que pudiera proteger al sujeto de la amenaza de un constante desplazamiento. Ante la escisión irremediable entre el adentro y el afuera, escritores como Lamartine, Nerval, Gautier, Baudelaire y Rimbaud rebuscan en sus entrañas la marca de una identidad dura y apenas observaban —despavoridos— el magma indistinto de un infierno interior. La melancolía y el hastío se convertirán en la marca expresiva de esta dicotomía desolada cuya expresión ejemplar es, posiblemente, “El desdichado”, de Gérard de Nerval:

Soy el tenebroso —el viudo— el desolado,
el príncipe de Aquitania, de la torre abolida,
mi sola estrella ha muerto y mi laúd constelado
porta el sol negro  de la Melancolía.

En la noche del sepulcro, tú que me has consolado,
dame el Posilipo y la mar italiana
la flor que grata fue a mi corazón amargado
y la reja en que el pámpano a la rosa se abraza.

¿Soy Febo o Amor? … ¿Lusiñán o Birón?
del beso de la reina el rubor mi frente aún conserva;
he soñado en la gruta en que nada la sirena…[1]

En esa misma gruta y con esa misma sirena sepulcral y estetizante ha nadado Gaspar Montenegro, protagonista y narrador confesional de La sirena negra, de Emilia Pardo Bazán.[2]

La trama de esta novela, publicada en 1908, puede resumirse así: Gaspar Montenegro, un gentleman urbano, nos narra su vida a la altura de los 36 años. Enfermizo, caprichoso con su toilette y su confort hasta la monomanía, dilettante de las artes y la literatura, y (obviamente) soltero, se dedica a esquivar las novias que trata de buscarle su hermana Camila —viva imagen de su madre despótica y castrante—. Finalmente acepta una: Trini, una especie de Pepita Jiménez rebosante de salud, con cara redonda y caderas anchas, que le invita a una vida sosegada y provechosa. Pero Gaspar ha centrado su interés en otra mujer llamada Rita, una lánguida tuberculosa de ojos afiebrados, negra y abundante melena medusina, gran irritabilidad de ánimo y madre de un hermoso niñito, Rafaelín, de quien Gaspar también se “enamora”. Gaspar ha descubierto en sí un agudo interés en la paternidad, asiste a Rita hasta que muere de una hemorragia y se hace cargo del niño. Accede al matrimonio con Trini bajo la única condición de que ella acepte al niño —de quien la sociedad elegante sospecha ser hijo carnal de Gaspar—. Trini, sin haber visto al niño, declina la oferta y Gaspar se instala en casa aparte con Rafaelín. Eventualmente padre e hijo se mudan a la costa cantábrica para evitar el calor del verano.

El retiro a la costa añade a la trama otros dos personajes: Annie, una nodriza inglesa rubia y hermosa de rasgos fuertes, casi masculinos; y Solís, un ex-periodista pobre, melancólico y hastiado, cuyo empleo es ser eventualmente el tutor de Rafaelín, que opera como una especie de doppelganger de Gaspar. La nodriza se enamora de Gaspar, el tutor se enamora de la nodriza, Gaspar coquetea con la primera para humillar al segundo y discute constantemente con éste para tratar de imponer su superioridad de hombre intelectual y galante. Al tiempo, llegan de visita por un día la hermana Camila y la ex-novia Trini, quien se prenda del niño. Gaspar, al advertirlo, renueva su propuesta matrimonial. Esa noche, la rubia nodriza inglesa entra en su habitación furiosa por sentirse engañada, abofetea a su amo y, en un arrebato de ira, Gaspar la viola. Al otro día, Gaspar descubre que la inglesa se ha marchado a Vigo. Al rato aparece Solís, que la ha acompañado. Increpa a Gaspar, lo reta a un duelo, pero Gaspar, como buen melancólico hastiado de la vida, se deja hacer y golpear. El tutor saca un revolver y, precisamente en el momento en que dispara sobre el cuerpo de su amo, Rafaelín, que ha escuchado el ruido de la discusión, sale, abraza a su padrastro y recibe los impactos de bala. Al ver que ha matado al niño y no al amo, el tutor se suicida.

J. W. Waterhouse, "Odiseo y las Sirenas" (1891)

J. W. Waterhouse, «Odiseo y las sirenas» (1891)

Si consideramos la trama desde el final, vemos que se trata de lo que la prensa francesa llamaba fait divers del tipo truculento que, en manos de cuentistas y novelistas, se convertía en un jugoso relato de pasiones desenfrenadas, equívocos sorprendentes y final melodramático. Aquí, el parte de prensa hubiera leído así: Ex-periodista se suicida después de atentar contra la vida de conocido gentleman y de asesinar, por error, al hijo adoptivo de éste, vástago de una mujer de dudosa reputación muerta recientemente de tuberculosis. Se citan los celos como móvil del crimen.

Ahora bien, vale decir que esta trama es secundaria al verdadero interés de Pardo Bazán: realizar una minuciosa anatomía de la personalidad de Gaspar Montenegro, quien nos narra su fait divers como una confesión en primera persona. Y la personalidad que se construye —y se desconstruye— en el texto es la del dandy.

En un seminal ensayo de 1863 titulado “El pintor de la vida moderna”, Charles Baudelaire define el dandismo así:

El hombre rico y ocioso y que, incluso hastiado, no tiene otra ocupación que correr tras la pista de la felicidad; el hombre criado en el lujo y acostumbrado desde su juventud a la obediencia de los demás hombres, aquel que, en fin, no tiene más profesión que la elegancia, gozará siempre, en todas las épocas, de una fisonomía distinta y completamente fuera de lo normal. En dandy es una institución vaga, tan extraña como el duelo… es una institución al margen de las leyes, tiene leyes rigurosas  a las que están estrictamente sometidos todos sus adictos, sin importar la vehemencia ni la independencia de su carácter… Esos seres no tienen otro problema que el de cultivar la idea de lo bello en su persona, satisfacer sus pasiones, sentir y pensar. Por lo tanto, poseen en gran medida, y a su completo antojo, el tiempo y el dinero sin los cuales la fantasía, reducida al estado de ensoñación pasajera, apenas si puede  traducirse en acción… El dandismo ni siquiera es … la inmoderada afición a la toilette y a la elegancia material que se le ha atribuido. Para el perfecto dandy, esas cosas no son más que un símbolo de la aristocrática superioridad de su espíritu… Al parecer, se trata ante todo de la ardiente necesidad de construirse una originalidad, contenida en los límites exteriores de las conveniencias. Es una especie de culto de sí mismo, que puede sobrevivir a la búsqueda de la felicidad que se descubre en los demás… un dandy nunca puede ser un hombre vulgar. Si cometiese un crimen, es probable que no se vería menoscabada su integridad; pero si ese crimen tuviera su origen en algo trivial, entonces el deshonor sería irreparable… estos hombres … participan del … carácter de oposición y rebeldía… son representantes de lo que hay de mejor en el orgullo humano, de esa necesidad —excesivamente rara entre las gentes actuales— de combatir y destruir la trivialidad…El dandismo aparece sobre todo en las épocas transitorias en que la democracia no es todavía omnipotente, pero la aristocracia se muestra parcialmente indecisa y envilecida. El dandismo es el último destello del heroísmo en las decadencias… es un sol poniente: al igual que el astro que declina, es soberbio, privado de calor y pletórico de melancolía.[3] (pp. 108-110).

Al labrar el personaje de Gaspar Montenegro, Pardo Bazán adopta las formas externas del dandy: un fervoroso cuidado en lograr una toilette sencilla pero distinguida, la pasión por el confort personal, el interés por evadirse de la trivialidad mundana (y, naturalmente, del trabajo productivo que demandaba el capitalismo pujante en la Europa fin-de-siècle), la marca externa de la melancolía que augura al Otro que lo mira la certeza de una interoridad alegadamente rica y compleja, y el ánimo decadente y nomádico del flaneur baudelaireano, que se prefiere espectador y nunca actor.

Ahora bien, al realizar su confesión, Gaspar Montenegro, a pesar del cuidado maníaco que pone en presentarse como dandy auténtico —construye su personalidad como acicala su toilette…—, nos va revelando, mediante una compleja retórica narrativa, la naturaleza mimética, teatral, de su dandismo. Poco a poco descubrimos que su desdén oculta una absoluta incompetencia para los negocios, una severa torpeza como juez de carácter, un terror pánico de delatar su impotencia sexual y una severa irresponsabilidad, que el protagonista disfraza de un irresistible apego a la muerte. Hábilmente nos va desmenuzando Pardo Bazán la pose de Gaspar al presentar su insistencia en apreciar toda circunstancia vital mediante referencias a obras del arte y la literatura, lo cual revela su vanidad superficial y su incapacidad congénita para manejar la experiencia directa de los sentidos, experiencia que tanto buscaba el flaneur baudelaireano en Les fleurs du mal y los Petits poèmes en prose.

Las Sirenas de Sigfrido, de "El crepúsculo de los dioses"

Las Sirenas de Sigfrido, de «El crepúsculo de los dioses»

Por ejemplo, para Gaspar, la mujer peligrosa está representada por Rita, una tuberculosa casi extinta:

Mientras ella mordisquea, yo la considero, y quisiera abrir su cabeza, destaparla, registrarla, para conocer el arcano que oculta, y por el cual me tiene sujeto, con fidelidad de amante que espera y teme y respeta y calla; el arcano, único atractivo de este espíritu que, de noche, vaga perdido entre las tinieblas del Miedo y del Mal. (Sn, p. 22).

En la construcción del personaje de Rita reverberan mediaciones literarias románticas: Poe, Hoffmann, Nodier, Merimée, Barbey D’Aurevilly, Maupassant… escritores que se fijaron con fascinación en la belleza equívoca de la moribunda o de la muerta que despertaba la sexualidad mórbida y exaltada del sujeto masculino. El amor a la muerta —y el amor a la muerte— se presentaba como la cópula extrema y cerebral con la tierra, como la disolución del sujeto al penetrar la vagina femenina hecha tumba. Ante el lecho de muerte de Rita, ante su agonía, Gaspar reacciona citando una tradición literaria —la muerta hermosa—. Esperando la hora final de su amiga, tiene una pesadilla —una danza macabra— que afina sus pensamientos pero que está motivada, no por la tristeza y la confusión al perder un ser amado, sino por la secuencia de grabados de Holbein que ilustran la Danza de la muerte medieval. Una vez Rita comunica sus culpas in extremis al confesor, Gaspar y el cura caminan hacia la casa de éste y Gaspar medita en regalarle al anciano un ejemplar de la Aminta de Tasso. La vida es desplazada por el modelo literario. Y una vez muerta la muchacha, Gaspar observa el cadáver y comenta:

Murió Rita, dirán. Entonces, Rita no es su cuerpo enmagrecido, no es sus cabellos foscos, no es su tez verdosa, no es su cuello de flor medio tronchada. Todo eso ahí estará… y Rita no. Puse sobre el velador los codos y sobre las palmas derrumbé la cabeza. Mi meditación se convertía en cavilación visionaria. Acaso dormía, acaso deliraba. El alcaloide del café concentrado actuaba sobre mi sistema nervioso, y con malsano goce dejé volar mi fantasía, provista de unas alas membranosas, gris oscuro, de murciélago, que acababan de brotarle. (Sn. 39)

Obviamente, se trata de una cita visual del Capricho Núm. 43 de Francisco de Goya: “El sueño de la razón produce monstruos”. La mujer como monstruo que debe neutralizarse y que neutraliza con la muerte. Pero vemos que la muerte de Rita se convierte para Gaspar en la ocasión para exhibir su conocimiento literario y estético. El momento fatal se trivializa al reducirse a sus mediaciones artísticas que, a fin de cuentas, apenas disfrazan una furiosa misoginia. Cuando la memoria de Rita vuelve a acosar a Gaspar desde la ría cantábrica en forma de una sirena negra cuyo cabello se confunde con las ondas acuáticas, y que lo invita al suicidio, de nuevo se trata de citas a obras artísticas de moda desde mediados de siglo XIX:

Y unas pupilas oscuras, enormes —como las de Rita Quiñones la pecadora— me miraban desde el hondón del agua. Si eran pupilas de mujer —porque lo sentimental, para el varón, es siempre femenino—, al menos la mujer no alzaba del agua ni el torso mórbido ni la grupa redonda; ni blanqueaban sus carnes bajo la linfa, ni debía de poseer cabellera rubia como las hijas del Rin. En mi mocedad y cruda todavía, la mujer era otra cosa bien diferente de aquella criatura de misterio que me arrojaba una mirada magnetizadora; que me invitaba a la sombra y a la paz ya nunca turbada. La mujer, tal cual yo la conocía, en aquel momento, ¡qué náusea provocaba en mí! ¡Qué vaho de matadero, qué tufo de carnicería, qué emanaciones de estercolero asociaba a su impura imagen! En cambio, la del agua, la que me llamaba sin voz, la toda mirar, la toda callar… ¡con qué sugestión de olvido y de reposo me ofrecía sus invisibles brazos, enredados en las algas oscilantes del lecho del río! Inclinarme nada más un poco, y el abrazo divino vendría a mí; ella subiría desde la profundidad, yo me precipitaría… (Sn. 67-68)

Las mediaciones durante su estadía en la costa, no obstante, operan de forma diferente. Pardo Bazán, aunque hace alusiones constantes al paisajismo romántico que uno imagina en pintores como Turner o Friedrich, analiza esta nueva etapa de los caprichos de Gaspar mediante el desarrollo de dobles: por un lado, es a través del niño Rafaelín que el protagonista reconstruye una infancia literariamente “despreocupada” y “natural”, que ahora retrospectivamente se convierte en un lugar paradisíaco de inocencia, en oposición al cual hoy su vida no es más que un drama postlapsario.

Me veo —nuevamente— en Rafaelín— recogiendo bocinas, lapas, nácaras y conchuelas, esas conchas de la ría cantábrica que tienen los reflejos de ardiente irisación y la involución clásica de las del Mediterráneo. Me veo a la caza de bellotas y piñones en la selva rumorosa, bajo el pino secular, faro de navegantes y objeto de las iras del rayo, que le han mancado dos de sus brazos de Briareo… Me veo limosneando a los pintorescos y joviales mendigos… me veo saliendo del agua, con un manojo de algas apretadas en el puño… Tales son los gestos míos que reproduce Rafaelín a la distancia de veinticinco o treinta años; gestos olvidados, gestos pueriles, en los cuales me empapo, por decirlo así, floto, con un lento placer, con la ventura fluida que hacen sentir las cosas nimias y naturales. (Sn, p. 98)

Sirenas

Sirenas

Es claro que Rafaelín no tiene, como niño al fin, la capacidad de dotarse a sí mismo de una biografía, mucho menos de asumir para sí el replay de la niñez de Gaspar, o de proyectar sus experiencias sensoriales a la esfera de las conchas clásicas mediterráneas o comparar el pino desganchado con un émulo del gigante Briareo, mancado por la ira de Zeus. Obviamente, Gaspar no explora ni analiza su autobiografía, sino que la inventa a la luz de citas literarias, artísticas y mitológicas. Nos insinúa la pesadez de sus tribulaciones presentes por oposición al estado infantil “nimio“ y “natural”. Su infancia no es más que un topos cultural: una mediación falsificante.

Así mismo, la relación entre Gaspar y el tutor se fragua desde la creación del doble. El tutor Solís, periodista de fibra vibrante y romántica, ha intentado publicar textos que remedan los artículos periodísticos y paródicos de Thomas de Quincey y los poemas de Baudelaire sobre el asesinato considerado como una de las bellas artes y sobre las opciones estéticas del suicidio. Gaspar, naturalmente, muestra desprecio ante este literato pobre que manifiesta la posibilidad de llevar sus textos a la acción, como de hecho ocurre al final de la novela. En los debates entre Gaspar y el tutor se atisba el deseo del protagonista de ser el tutor, por lo que sistemáticamente lo desprecia. Estas escenas están mediadas por la literatura decadentista. El personaje del tutor, como lo concibe Gaspar en su confesión, constituye, en sí, un cúmulo de citas.

Lo mismo ocurre con la descripción del cuerpo de la institutriz quien, para provocar la lascivia de Gaspar, se zambulle en el mar, se suelta el cabello y sale a pedir una bata luego de exhibir por varios minutos su cuerpo desnudo modelado por la franela empapada del traje de baño. Gaspar la describe como una especie de “sirena blanca” que lo arrastra a la lujuria, pero que, en última instancia, se compone de las imágenes trilladas del cuerpo de la mujer acuática manipulado hasta la saciedad en la pintura y la gráfica decadente del fin de siglo.

Vemos, pues, que el sujeto dandy que Gaspar Montenegro construye para sí ha quedado reducido a una pose vacía, a una colección de citas. Los dobleces interiores del dandy de Baudelaire han quedado totalmente “planchados”. Gaspar no es un dandy, sino la copia o, más bien, la caricatura de un dandy que se revela como tal en el momento supremo de la violación de la institutriz inglesa. Gaspar, luego de que la inglesa lo abofetea con la fuerza de un hombre, la agarra y la ultraja. Cuando despierta de ese furor, comenta:

Me sentía envuelto en lodo, hecho de lodo, y lo peor era que el lodo que me formaba discurría y se juzgaba a sí mismo, y se encontraba doblemente lodo, no tanto por el delito perpetrado, como por lo instintivo, lo vulgar del delito —mero impulso—, y por haberlo cometido en perjuicio propio… Las hieles del mal me tiñeron de negro el corazón; la roezón del gusano infatigable que me devora desde la niñez se hizo insufrible; creía ver su cuerpo anillado, blanducho y sus mandíbulas córneas, en movimiento. Al levantarme, en la luna de mi armario, me encontré caduco, deshecho, agobiado, maduro para morir. (Sn p. 137)

Gaspar está listo para morir, no por haber cometido un crimen o una inmoralidad, sino porque ha hecho el ridículo de obedecer el impulso, de perder la frialdad distante, hastiada y melancólica del dandy que había construido para sí, el ridículo que haberse colocado en un compromiso vulgar. Recordemos de nuevo la definición de Baudelaire: “un dandy nunca puede ser un hombre vulgar. Si cometiese un crimen, es probable que no se vería menoscabada su integridad; pero si ese crimen tuviera su origen en algo trivial, entonces el deshonor sería irreparable.” El resto de la novela, unas pocas páginas, apenas registra el envilecimiento total, el intento de prácticamente obligar al tutor a matarlo, para no tener que suicidarse. Pero, a última hora, la cobardía puede más. Cuando Solís dispara sobre Gaspar, dice el protagonista:

Preciso es suponer que, al apuntar Solís, o yo me desvié involuntariamente, rehuyendo lo que yo deseaba, temiendo el instinto lo que buscaba la mente, o el pulso del homicida vaciló… Ello es que después de las dos detonaciones, yo me sentí ileso y vi a Solís hacer un gesto y lanzar una exclamación de horror… volverse, meterse el cañón del arma dentro de la boca y caer hacia adelante… como un pelele que se sale fuera de la manta. (Sn p. 142)

Laberinto romano

Laberinto romano

Gaspar racionaliza el suceso, pero la narración misma insinúa que se ha escudado con el cuerpo del niño que ha acudido a protegerle. El suceso frustra su boda con Trini y se presume que rompe toda relación con su hermana Camila. Gaspar se queda solo, como había deseado desde el principio de la novela. Pero vemos que, dentro de esa soledad ansiada, de la pupa de seda de este dandy falso, nunca hubo la mariposa bella y crepuscular del héroe dandy baudelaireano, siempre adivinada y a punto de emerger, sino el miserable gusano que roe y causa la muerte… a los demás. Al final, Gaspar confiesa: se trata, como dice Zambrano, de una huída de sí, de una especie de exorcismo, de un ejercicio, probablemente fútil, de la captatio benevolentiae del lector —a quien se le ofrece el texto titulado La sirena negra— para explicar la conversión del protagonista al catolicismo. Se trata de la trivialización total. El narcisismo pueril asoma por todos los rincones del texto.

Es claro que, en La sirena negra, Pardo Bazán examina la banalidad y la artificialidad del dandismo finisecular. Según se va configurando la biografía de Gaspar, vemos que este supuesto dandismo no hace más que ocultar una misoginia furiosa. Gaspar sólo busca la oportunidad para aplazar o destruir sus relaciones con todas las mujeres que le rodean.

Esto no significa que Pardo Bazán, catalogada insistentemente por la crítica como una abanderada de los derechos y libertades de la mujer, al condenar a Gaspar redima a los personajes femeninos de su novela. Camila es una señorona dominante, tiesa e insensible; Trini, una tonta de cara redonda con los instintos dirigidos a la hebetud de la maternidad; Rita, una tuberculosa caprichosa, hasta casquivana; la institutriz, una cazadora de hombres. Vale traer, pues a colación, y brevemente, otros contextos del dandy en la obra de Pardo Bazán.

En una novela de 1898, El saludo de las brujas[4], Felipe, el heredero ilegítimo del trono de un país de la Europa oriental, es llamado a tomar posesión para impedir una guerra civil. El heredero, que lleva una muelle vida de dandy en París, decide proponerse a Rosario, una latinoamericana natural, vivaz y hermosa, para, al hacer un “mal matrimonio”, evitar la tentación de acceder al trono. Luego de una serie de sucesos, la pareja se retira a Ercolani, una villa imaginaria en la costa de Mónaco, construida como un jardín perfecto y artificial, donde los amantes se abandonan al placer del amor. Las referencias a la isla de Armida, en la Gerusalemme liberata de Tasso, y al mito de Ómfale y Hércules, en los cuales el hombre feminizado se subordina a la mujer bruja y dominante, nos remiten al héroe víctima de la cortesana baudelaireana que chupa, como una vampiresa, la energía masculina. La debilidad de Felipe, causada por Rosario, le hace perder el estado de alerta que debe tener todo hombre viril y político. Es emboscado, y lo matan despeñándolo en la costa mediterránea. Su país sucumbe a la guerra civil.  También aquí la mujer no es un individuo redimible, sino a una enervadora de hombres.

Es ese también el final de Dulce dueño[5], la última novela larga de Pardo Bazán. Lina, la protagonista, va descartando a todos sus pretendientes en busca de un amor ideal. Al creer que lo ha encontrado en un político joven y medio dandy, provoca un episodio romántico en que el novio muere ahogado. Lina es una mujer equívoca que, en palabras de Marina Mayoral, quien prologa la edición crítica de la novela, siente desprecio hacia la sexualidad y se escandaliza de la libertad de algunas mujeres que la practican con placer y hasta con júbilo. De este modo, Lina misma —en su proyecto no declarado de emancipación tanto de lo femenino como de lo masculino— se convierte en una “sirena negra” que lleva a los hombres hasta la muerte.

Es claro que Pardo Bazán adopta en su obra caracterizaciones tradicionales de la mujer que distan mucho de ser avanzadas o liberadas, incluso para su momento histórico. Si bien examina ciertos temas escabrosos relacionados con la sexualidad, tiende a condenar a la transgresora, a demonizarla. Recordemos, por un lado, la destrucción de la protagonista de La tribuna[6]. Además, Insolación[7] parece una singular excepción que habría que releer con cuidado, sobre todo porque somete a la mujer al albedrío de un hombre, un sometimiento embriagado que la aparta de la “buena sociedad”, y que a su vez nos recuerda a las jóvenes embargadas de una lúbrica modorra en obras como Dreamers (1882) de Albert Joseph More, o Flaming June (1895) y The Garden of the Hesperides (1892) de Frederic, Lord Leighton, en cuyos lienzos la relajación soñolienta de la mujer está icónicamente relacionada con ser el fulcro de la tentación y el mal, trampa muelle que atenta contra el proyecto del capitalismo viril finisecular.

En suma, si bien Pardo Bazán critica y hasta ridiculiza el nuevo hombre de fin de siglo, ciertamente también somete a la “new woman” a una acerba crítica. Nada se salva en estas novelas, excepto la esplendente calidad de la prosa y el ingenio narrativo, siempre sorprendentes, de esta novelista española.

*

Este ensayo fue leído como una ponencia el 20 de noviembre de 1998 en el Simposio en Homenaje a las Hermanas Luce y Mercedes López-Baralt, Arecibo, Puerto Rico, 20 de noviembre de 1998.

Luego se publicó como Lilliana Ramos Collado. “Emilia Pardo Bazán lee a Baudelaire: La sirena negra”. Actas del congreso: Escritura, individuo y sociedad en España y las Américas. Homenaje a Luce y Mercedes López-Baralt, 2004.


[1] La traducción al español es mía.

[2] Emilia Pardo Bazán. La sirena negra. Madrid: Espasa-Calpe (1963). Todas las citas son de esta edición y su paginación está indicada en el texto, precedida de la abreviatura Sn.

[3] Charles Baudelaire. “El pintor de la vida moderna”. En Balzac, Baudelaire, Barbey d’Aurevilly: El dandismo, Salvador Clotas, compilador. Joan Giner, traductor. Barcelona: Editorial Anagrama (1974) pp. 108-110.

[4] Emilia Pardo Bazán. El saludo de las brujas. Madrid: Espasa-Calpe (1966).

[5] Emilia Pardo Bazán. Dulce dueño. Madrid: Editorial Castalia e Instituto de la Mujer (1989).

[6] Emilia Pardo Bazán. La tribuna. Madrid: Cátedra (1984).

[7] Emilia Pardo Bazán. Insolación. Madrid: Espasa-Calpe (1995).