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 Juzgar también es un arte.

por Lilliana Ramos Collado

Por razones occidentales estamos a cada rato reconociendo nuestra eterna inclinación a la guerra. El rito de premiar, que late en palabras antiguas como diagonismós o agón, se yergue por sobre una necrópolis embarrada de sangre que, cuando premiamos nuestras letras, se convierte es una necrópolis embarrada de negra tinta.

Ese agón de las letras, en el cual hay los que “agonizan” en contienda, es, antes que nada, una batalla por la calidad, por la destreza, por el talento, pero es también como el Juicio de Paris, una competencia por la belleza que siempre es cruel, pues implica resaltar y a la vez preterir, dar la palestra y quitarla.

He pensado mucho en la idea de “premio literario”, en la idea del anonimato de los concursantes, en la idea paralela de recomendar lo que ya el público ha recomendado, en la idea, también paralela, de escoger, desde un jurado, lo que juzgamos lo mejor que rueda por el mundo.

En las tres situaciones, junto a la calidad de los concursantes debe primar la calidad de los que tienen en su mano hacer la selección, separar la paja del grano, incluso cernir lo mejor de lo “más mejor”, hilar fino, adivinar, incluso, el porvenir de un libro o de un autor. Jurados se llaman éstos que se encuentran agarrando el pestillo del Parnaso: jurados se llaman porque juran abandonar todo prejuicio y abrazar la pulcritud ética y estética de una selección justa que paraleliza belleza y contenido en una suerte de ética estética.

Pues, ya teniendo concursantes y teniendo jurados, ahora tropezamos con el arte mismo de la escritura: ¿cómo discernir hoy día a qué genero literario pertenece un texto, habiéndose el género convertido en sal y agua? ¿Buscamos un texto bien escrito, pertinente, innovador, iconoclasta, adocenado, extraviado o seguro de sí mismo, o una opera prima u otra más madura y consciente de sí misma? ¿Queremos premiar una literatura que respete los derechos de los marginados, que sepa lo que pasa en las luchas sociales, que sea buena para todo el mundo o que sea deliberadamente arcana?

En realidad, juzgar también es un arte, y hacerlo en casos en que las diferencias son más numerosas que las similitudes, dependemos de que el modo de selección y la mano que selecciona sean permeables a una comprensión que vaya más allá de las consignas, de los estilos, de los géneros y de las preferencias personales. Se trata de un arte de delicadeza monumental, pues se trata de premiar monumentos hechos de palabras. Esto, amigos, es lo que conocemos como “ejercicio crítico.” Crités, la palabra griega para “juez”, es aquél o aquella que ejerce el criterio, que juzga, que adjudica al contendiente un lugar en la escala de lo válido o de lo valioso.

Quiero expresar la verdadera dificultad de hacer esto bien, pues no sé si todos los jurados de concursos literarios pasan el mismo trabajo para asegurar que la calidad, la justicia y la pertinencia vayan de la mano en un diagónico proceso de selección. Porque no hay que olvidar que la batalla más dura se da entre los miembros del jurado, una batalla de la cual nadie se enterará, pues los jurados habrán jurado discreción en la divulgación de sus procesos internos.

No hay que olvidar que todo lector es jurado de un gigantesco concurso de libros. Leer, aquilatar un texto desde el gusto o desde el juicio, es la prueba más difícil que puede enfrentar un texto. Somos críticos, aunque no lo sepamos: tomamos en mano este libro para llevarlo a casa y dejamos este otro en el anaquel de la librería. Quizás el gusto sea desde ya un juicio aún informe, todavía medio chueco. Llegaremos al juicio cuando sepamos explicar nuestro gusto. Pero mientras tanto, habremos —sabiéndolo o no— juzgado.