Lilliana Ramos Collado
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Luego de divagar varios días por ahus costeros destruidos subimos por carreteras de tierra al Ahu Akivi, hermosamente restaurado en lo alto de una colina rodeada de eucaliptos. Allí nos pasamos un día reluciente, con brisa marina y merendando mientras explorábamos los alrededores. En la austeridad de la naturaleza, Ester y yo nos asomamos a cuevas cubiertas de maleza. Por doquier, Rapa Nui afirmaba un enorme abandono de elementos y nutrientes. Todo se veía ralo, degradado, seco, muerto. Se dice que los pobladores, dedicados a la construcción de ahus y moáis, destruyeron sus bosques de eucalipto, eventualmente se alteró por competo el ciclo hidrológico y casi dejó de llover. Sin vegetación que lo anclara, al mar se fue todo el humus y murió la agricultura. Observábamos los restos monumentales de una cultura que construyó objetos ceremoniales gigantescos para la protección de la comunidad y terminó destruyendo su propio sustento. Cuando los franceses llegaron a Isla de Pascua a finales del siglo XIX, apenas encontraron un puñado de habitantes que desconocían estos moáis pues muchos años antes habían colapsado y estaban cubiertos de tierra y arena. Sólo unos cuantos quedaban en pie, retirados de la costa bravía en una isla prácticamente vacía.