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Daumier Pierrot con guitarra, feria y circo, Jean Starobinski, Lilliana Ramos Collado, Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico, Nelson Rivera, Oscar Mestey Villamil, Picasso, saltinbanqui, tótem
En vez de monstruos, Mestey, en su coincidentia oppositorum, produce figuras gráciles que apuntan hacia nuevos cuerpos para nuevas coyunturas vitales: el tótem no inspira ni implica la iconoclasia. Por eso, digo yo, el tótem no es un monstruo, sino un retrato del colectivo en su amogollada heterogeneidad.

Pablo Picasso y Oscar Mestey, bajo la oscura estrella del Arlequín… Anónimo, «Arlequín francés» (siglo XIX).
Lilliana Ramos Collado
Pero, ¿cuál es la atracción que ejerce sobre los artistas la imaginería de la farándula desde hace casi un siglo?
—Jean Starobinski, Portrait de l’artiste en saltinbanque
Una introducción picassiana
Pues, sí, lo digo al revés, pues quiero pensar este asunto desde el otro lado: desde la voluntad del Otro de travestirse del Mismo, y así tantear ese terreno inhóspito de la no-otredad. La tradición me obliga: la pesante presencia de los arlequines en el arte de los siglos XIX y XX es sintomática en términos simbólicos, y es casi imposible abstraerse de lo que ella encierra. Sobre todo, es imposible amordazar la exquisita bibliografía que encabeza Jean Starobinski con su espléndido Portrait de l’artiste en saltimbanque (Genève, Skira, 1970), cuya segunda edición aumentada y corregida se publicó en 2004 para servir de catálogo a una espectacular exhibición titulada La Grande Parade: Portrait de l’artiste en clown (Paris, Grand Palais, 2004).
El breve y jugoso libro de Starobinski nos narra la historia del motivo de la feria y de sus personajes: los payasos, los arlequines y los saltimbanquis. Pero sobre todo explora el hecho de que estos personajes capturaron la imaginación romántica al concebirse como un “reencuentro con la genialidad”. La vida del funámbulo —la vida arriesgada de la cuerda floja— tenía todo que ver con ese ya no tan heroico intelectual que había perdido su prominencia en la vida pública, y que estaba encajonado en el “idiota” shakesperiano que narra su relato con sonido y furia… signifying nothing.
Si existió una queja repetida a lo largo del siglo XIX —que terminó empollando posturas como “el arte por el arte”— fue que cada vez había menos espacio para el intelectual. La luna menguaba sobre la fama del genio, se escamoteaba lo memorable tras la hiper-presencia de lo fácil a costa de lo importante. El síntoma principal de los mercados de la cultura en el siglo XIX, con su apego a una creciente banalidad, sería aquello que apelara a los públicos igualmente crecientes… y diversos. A eso, y no a otra cosa, dedicó Carlos Marx su meditación sobre la mercancía. La productividad selecta del intelectual, como nos recordó Thomas Carlyle en su importante ensayo On Heroes, Hero Worship and the Heroic in History, (1841) ya no era suficiente para ganarle un lugar en el mundo, y por “mundo”, Carlyle se refería a los encumbrados espacios sociales donde se decidía el “world’s business” y se manejaban los “human affairs”. Sigue leyendo