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Marta Aponte Alsina, novela puertorriqueña contemporánea, Raquel Hélène Hoeb, William Carlos Williams
Lilliana Ramos Collado
Comienzo ofendiendo: madre sólo hay ninguna. Su mito y, entonces, su inexistencia, explican nuestra pasión por los orígenes, nuestro intento de que la coincidencia fortuita revele un destino, nuestro apego a las ficciones de la herencia. La biología, biología es, pero es hueso escaso para vertebrar la enorme cultura de la madre, el caudal de sus metáforas, la vagina envy, el impulso de ir hacia atrás para explicarnos, cada cual, por qué somos como somos. El origen es esperanza, siempre futura, de dar con nosotros mismos.
Sabemos que, de muchas maneras, la madre medra con nuestra desazón, la madre se hace más grande por la pequeñez a la que nos destinaría la historia sin la investidura que llevamos de la madre.
Al decir, “Andromaque, je pense a toi” (“Andrómaca, pienso en ti…”), Baudelaire nos invitó a pensar en Andrómaca, no como la esposa de Héctor o la madre de su hijo —lanzado por los aqueos desde lo alto de la muralla de Troya para que Héctor, ya muerto, no tuviera heredero—, sino como una esclava vendida, como una pobre emigrante sin importancia. Quizás la idea freudiana de que la mujer derive su importancia de tener un hijo venga, para variar, de esos griegos edípicos que querían doblegar el cuerpo de la madre y regresar a ella como se regresa a ser padre. Y quizás por eso, porque en un mundo de hombres una hija carece de importancia, es que Electra ayuda a su hermano Orestes a matar a su madre Clitemnestra. Todo, en realidad, trata del padre, verdadero signo válido en el macharrán panteón familiar de Occidente. Sigue leyendo