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por Lilliana Ramos Collado
“… nudabant corpora venti, / obviaque adversas vibrabant flamina vestes, / et levis / impulsos retro dabat aura capillos, / auctaque forma fuga est.”
—Ovidio, Metamorphoseon I, 527-530.
Así también comprendió Bernini el mito de Daphne. En su espléndida escultura —a cuyo pie labró como epígrafe los versos citados de Ovidio— decidió recoger el momento preciso en que Apolo, a punto casi de a atrapar a la hermosa hija de Peneo, presenció su pavorosa transformación en un árbol de laurel. Así los dioses complacían el grito de auxilio de la bella fugitiva, transformándola para salvarla de la lujuria divina. Segundos antes, corriendo tras ella, desesperado y deseoso, el dios enamorado observaba cómo el viento la desnudaba, cómo las brisas contrarias agitaban sus ropas, cómo la joven perseguida “aumenta la belleza en la huída” (“auctaque forma fuga est”). Aún después de transformada, insiste Ovidio, Apolo la amó y, como no pudo desposarla, tomó el laurel como su árbol emblemático. De él colgó su lira, símbolo y don de la poesía. La corona de laurel, señal de triunfo de ahora en adelante, sería el adorno perenne del Dios de la Lira.
Deseo que el mito de la metamorfosis de Daphne sea mi escena de lectura de La simetría del tiempo, el más reciente poemario de Javier Ávila. Sigue leyendo