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por Lilliana Ramos Collado
El haiku hace poesía directamente del mundo literal: como si las cosas reales nos hablaran de un mundo detrás del mundo.

Kano Eitoku, «Aves y flores de las cuatro estaciones» (fragmento). Siglo XVI.
Siempre me extraña que la gente me diga, con sus ojos fijos en los míos y con una sonrisita sobresaltada, “no entiendo la poesía”. Me extraña porque nuestra manera de pensar es curiosamente metafórica: solemos atrechar por la metáfora para decir las cosas de modo que “nos entiendan mejor”. Aunque no lo admitamos, sabemos que, con metáforas, decimos más con menos. Renegar de la metáfora es, pues, una tontería.
Nada mejor que el haiku japonés para demostrar nuestro apego al lenguaje poético. Nos dice José María Bermejo —editor y traductor de la flamante antología “Instantes”— que el haiku es “el poema más breve del mundo.” Esta forma construida a base de meras 17 sílabas (en realidad, de 17 “sonidos”) contiene, en su brevedad, “la totalidad de la vida”. Es producto de una honda comunión con la naturaleza; fija el instante, aviva la sensibilidad, y enfoca nuestra mirada en los detalles de las cosas. Sigue leyendo