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Jean-François Boclé, «Tú me copiarás» (2010). (Foto Antonio Ramírez Aponte, MAC).
Lilliana Ramos Collado
Lo que distingue la obra o la acción de arte es el gesto deliberado en su factura, gesto que convoca, bajo el tupido manto de la intención, las oquedades que se fraguan entre la conciencia y sus lagunas. Memoria y desmemoria, afirmación y duda orlan cada obra, y así la intención en que se constituye siempre atesora la larva de lo que se piensa en rigor, de lo que, aunque se dice, no se sabe con certeza. Así es que la intención no está reñida con el uso de elementos, temas, aspectos y proyectos que muchos llaman “inconscientes” y que yo llamaría simplemente, “aún no domesticados”, tentativos. Ahí yace el riesgo del arte, en que la intención no puede sofocar la tentación impulsiva de decir demasiado más de lo que se quiere decir. Cada obra dice y a la vez delata, toda obra luce y también trasluce. No hay obra que no sea un exceso.
Entre los excesos del arte está siempre exceder la norma del arte, lo que ya hemos designado “arte”. La iconoclasia, la rebelión, el titubeo y la extrañeza son, con demasiada frecuencia, vehículos que propician el desconcierto, y que enfrentan al espectador con signos huérfanos de código, o con códigos que aún aguardan por su lenguaje. Y es esto lo que define, sobre todo, el arte occidental creado a partir de las vanguardias históricas: la rebelión, la perplejidad, la suspicacia ante un lenguaje trillado, el rechazo de lo mismo. Y esto mediante técnicas diversas que van desde el manejo de materiales no tradicionales, hasta modos de factura, de composición y de énfasis dirigidos explícitamente a poner el arte mismo en perpetua crisis. Incluso el gesto de la apropiación, mediante el cual se citan otras obras de arte u otros estilos ya periclitados, es un gesto pervertidor que busca precisamente cuestionar la inteligibilidad del arte del pasado, o que trae ante nosotros aspectos no tradicionales de las obras tradicionales. Sigue leyendo