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Poética de la huida

24 martes May 2016

Posted by bodegonconteclado in Crítica, Poesía

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Javier Ávila, La simetría del tiempo, Metamorfosis, Ovidio

por Lilliana Ramos Collado

“… nudabant corpora venti, / obviaque adversas vibrabant flamina vestes, / et levis / impulsos retro dabat aura capillos, / auctaque forma fuga est.”

—Ovidio, Metamorphoseon I, 527-530.

Gian Lorenzo Bernini, Apolo y Dafne (1622-25).

Así también comprendió Bernini el mito de Daphne. En su espléndida escultura —a cuyo pie labró como epígrafe los versos citados de Ovidio— decidió recoger el momento preciso en que Apolo, a punto casi de a atrapar a la hermosa hija de Peneo, presenció su pavorosa transformación en un árbol de laurel. Así los dioses complacían el grito de auxilio de la bella fugitiva, transformándola para salvarla de la lujuria divina. Segundos antes, corriendo tras ella, desesperado y deseoso, el dios enamorado observaba cómo el viento la desnudaba, cómo las brisas contrarias agitaban sus ropas, cómo la joven perseguida “aumenta la belleza en la huída” (“auctaque forma fuga est”). Aún después de transformada, insiste Ovidio, Apolo la amó y, como no pudo desposarla, tomó el laurel como su árbol emblemático. De él colgó su lira, símbolo y don de la poesía. La corona de laurel, señal de triunfo de ahora en adelante, sería el adorno perenne del Dios de la Lira.

Deseo que el mito de la metamorfosis de Daphne sea mi escena de lectura de La simetría del tiempo, el más reciente poemario de Javier Ávila. Sigue leyendo →

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La «obra magna» de la poesía

08 domingo Ene 2012

Posted by bodegonconteclado in Crítica, Poesía

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Javier Ávila, literatura puertorriqueña, poesía, Vidrios ocultos en la alfombra

por Lilliana Ramos Collado

“Puedo hablar a título personal: existe una idea en mi obra sin la cual ésta me importaría un pepino. Es la más excelente y completa intención del todo, y su aplicación ha sido, creo yo, un triunfo de la paciencia, del ingenio. Debería yo dejar que otro lo djera; pero de lo que usted y yo estamos seguros es de que nadie lo acaba de decir. Este, mi pequeño truco, recorre de uno a otro todos mis libros, y todo lo demás, en comparación, se explaya sobre su superficie. El orden, la forma, la textura de mis libros tal vez algún día constituyan para los iniciados su representación completa. De modo que lo natural es que los críticos se ocupen de ella. Se me ocurre que ésta debe ser la cosa que los críticos deben encontrar.”

—Henry James, “La figura en la alfombra”

Nos dice la tradición de la sabiduría alquímica que la obra divina de la creación y el plan de salvación que le es inherente —que los alquimistas llaman “opus magnum”— comienza con una misteriosa materia inicial, llamada materia prima, en la que las partes contrarias, todavía aisladas, se oponen violentamente, pero que poco a poco pasarán a un estado libre de perfecta armonía bajo la forma de “piedra filosofal” o lapis philosophorum, Así, nos dice La tabla de la esmeralda, texto atribuido al antiquísimo Hermes Trismegisto: “Al principio unimos, después corrompemos, disolvemos lo que se ha corrompido, purificamos lo que ha sido disuelto, reunimos lo que ha sido purificado y lo solidificamos.” El proceso alquímico de la creación es largo y laborioso, y su resultado es (siempre) la perfección.

Es a la alquimia, como cuidadoso proceso de elaboración de la perfección, que Javier Ávila recurre para explicarnos su suscinta poética de la poesía en su libro Vidrios ocultos en la alfombra, ganador más reciente del Premio de Poesía Olga Nolla otorgado por El Nuevo Día. Pienso en el pequeño y apretadísimo poema que él titula “La página llena”:

¿Cómo comienzo a evaporarte / para que seas más?

Lo que generaciones enteras de poetas han llamado la “alquimia del verbo” regresa en la obra de Ávila con nuevos bríos. Se trata de una propuesta poética de lenta reducción —lo que los alquimistas llamaban, convenientemente, el martirio de los metales, o su calcinación, evaporación y purificación— de la materia prima para llevarla a su pleno valor, que en la alquimia no es otra cosa que el oro, aquello que brilla plenamente, lo que acaba por cegarnos por su absoluta presencia y pureza. En su poema titulado “Oro”, quizás Ávila así lo afirme, como demiurgo en duda de su propia capacidad de creación:

Oro para cambiar,

como un experto alquimista,

el terror por la esperanza.

Oro para levantar

el derribado edificio

de mi fe,

que se suicida

aun luego de su muerte.

Oro para calmar

la desesperada angustia

de ser sólo un personaje,

de no ser Dios,

o de serlo

simplemente.

De este modo, la poética de Ávila bascula entre dos talantes complementarios: la reducción y la metamorfosis que deben rendir un corpus perfecto: oro puro. El tropo, la metáfora, el giro o la voz que dice más allá del decir mismo, constituyen el instrumentario retórico que permite la fundación del poema. En la raíz del oro hay siempre otra cosa: hay giro, hay ruina, hay la materia en tránsito, hay vestigio, hay la palabra que se retuerce y se trastrueca “para  decir más”. Por eso, los verbos principales del poema “Oro” nos devuelven el ars operandi, la magia alquímica de esta poética: cambiar, levantar, calmar. Transformación, elevación, calma, que detectamos coyunturales, inestables, temporales. El demiurgo es o no es, según se apreste a cambiar él junto con su materia que cambia: las palabras.

En su brevísima arte poética, Ávila nos propone al menos dos cosas: el proceso poético se configura como un comenzar a martirizar la materia prima. Se trata de una toma de posición ante la materia, de un reconocimiento de que el sujeto, y no la materia, es lo que funda el gesto poético. Aquí, no es la “musa” o el llamado de una vocación, sino una voluntad expresa, un acto contundente de asumir el comienzo del ser como un decir. Formulado como pregunta —“¿Cómo comenzar…”—  el acto poético se nos entrega como búsqueda de un origen postpuesto por la inquietud de dar con el lugar y con el momento precisos para el comienzo, que aquí no se formulan como meras coodenadas desde las que podría abordarse, por ejemplo, la ‘historia del poema”, sino como una metodología. Ávila no se pregunta por el dónde o por el cuándo del poema, sino por el cómo de su comienzo. Este origen está saturado de una práctica, implica ya un saber, quizás un aprendizaje ya puesto a prueba que todavía se prueba, se cuestiona. Ante la ingente, ante la monstruosa, presencia del lenguaje y la tradición literarias, el poeta tantea sus haberes y reconoce su tarea como el acto metamórfico de la inventio: la poesía no es un qué, sino un cómo. Y tampoco un cómo, sino un ¿cómo?

Pero aquí el verbo no es meramente “comenzar”, sino “comenzar a evaporar”. El poeta como alquimista, y ya lo había yo comenzado a decir, se planta ante su materia prima —las palabras, la tradición, el género, la literatura— para someterlas a un árduo proceso de transformación para alcanzar el oro, proceso que irá poniendo de manifiesto la inestabilidad intrínseca de esta materia, su esencial volatilidad. Le toca al poeta comenzar a evaporar. Su arte poética, su modus operandi, su práctica, no es otra que la prestidigitación del fuego. El fuego, aplicado a la materia prima, la enracece, la dispersa, la llena de aire. El acto poético acrecienta el volumen de la materia a la cual se aplica. Lo singular de este proceso que el propio Ávila describe como una “alquimia”, es esto: la transformación ígnea — esa evaporación, ese “ser más”— no es otra cosa que la constitución de un artefacto ampuloso, repleto, que se ha hinchado del aire que, a fin de cuentas, posibilita la voz, del espacio —me refiero a la voz escrita, al espacio de la página— que, al fisurar y roturar los sememas, los separa en palabras. Hinchar con el aire caliente del gesto poético permite que la página, literalmente, se llene más y así, sea más.

Este proceso, del cual el poeta, en su “cómo”, asume pleno control, este proceso que, para el poeta inquieto, siempre se traduce en la pregunta por el cómo del comienzo de su propio trabajo en la palabra, se opone claramente a la tradición romántica en la cual la subjetividad poética fundaba su hacer en la exposición de la interioridad a sus propios giros emotivos y la libraba a las perplejidades del mundo exterior. La tartamudez proverbial de poetas como Shelley, como Hölderlin, como Téophile Gautier, como Bécquer, no es otra cosa que la desconfianza en la palabra como instrumento expresivo, la denuncia de su “poquedad”. Todavía, más cerca de nosotros, César Vallejo en toda su obra, el Neruda de Residencia en la tierra, el Palés de los espléndidos poemas a Filí Melé, cada verso de Julia de Burgos, los mejores textos de José María Lima, son eso: la bitácora detalladísima de una desconfianza ante los instrumentos mismos de la poesía. El poeta de la tradición romántica se consideraba sujeto al vaivén del sentido, y es su propia subjetividad la que se ve constantemente impedida de expresarse como su deseo lo dicta. Así lo proclama Charles Baudelaire en su poema introductorio a Las flores del mal:

 

AL LECTOR

La necedad, el error, el pecado, la avaricia,

ocupan nuestro espíritu y laboran nuestro cuerpo

y alimentamos nuestros amabls remordimientos

como los mendigos nutren su piojera.

Nuestros pecados son tercos, nuestros arrepentimientos,

[cobardes

cobramos ricamente nuestras confesiones,

y regresamos con alegría al camino cenagoso

creyendo con viles llantos lavar todas nuestras manchas.

Sobre la almohada del mal es Satán Trismegisto

quien mece holgadamente nuestro espíritu encantado,

el rico metal de nuestra voluntad

es vaporizado por ese sabio químico.

¡Es el Diablo quien sujeta los hilos que nos mueven!

En los objetos repugnantes encontramos atractivo;

cada día hacia el infierno descendemos con un paso,

sin horror, a través de tinieblas que hieden.

Así como un libertino besa y come

el seno martirizado de una antigua ramera,

le robamos al tránsito un placer clandestino

que exprimimos muy fuerte como una vieja naranja.

Lo que define el talante poético de un Baudelaire es ese estar suspenso en las redes del alquimista, el estar siempre al borde de la mudez, el sentirse frágil y encogido ante la tarea brutal de constituir el poema como vehículo de expresión.

“Ser más”, en la poética de Ávila, como fruto del comercio de la palabra con el fuego que el sabio alquimista le aplica a voluntad y con plena conciencia de método, nos lleva a otra cosa. Si bien el planteamiento del poeta es una pregunta, se trata de una pregunta por el método que claramente queda contestada con el hecho contundente que es la existencia del poema mismo. Con su aplastante y contundente parquedad, este fogonazo poético nos trae, ya, una “página llena”. Irónicamente. la pregunta nos llega tarde, en un claro desfase entre el momento de la escritura y el de la lectura. Para el poeta, esta pregunta no es más que el vestigio de ese momento, ya caduco, en que se planteaba la posibilidad de un comienzo como la asunción de un método. Para nosotros, los lectores, la pregunta se propone como un ars poetica que ya ha llenado, como quien dice, una página entera. La visualidad misma del poema sobre la página constituye la evidencia redundante de lo que Ávila quiere decir: Esta página, la más vacía del libro, es la que más dice. Perdón, la que más “es”.

Lo que se hace elocuente para un lector que se enfrenta la página de este poema es la paradoja entre la realidad física de un papel casi en blanco y el título de un poema que contradice tajantemente la evidencia que nos da nuestro sentido de la vista. Este título paradojal se sienta sobre una pregunta que pregunta por el comienzo del método, como ya dije. Plantea la evaporación de la página misma, quizás, o de la poesía, quizás, o de la palabra, quizás, o de la llenura misma, ya no que de la página, obviamente vacía. En su aguda introducción al poemario de Avilés, Janette Becerra alude a una “página negra”, significando la densidad que asume la página al llenarse de sentido a causa de la alquimia poética.

A mí me parece que la gracia de esta poética no está en ver, como en un negativo fotográfico, todo al revés: ver negro como la tinta el espacio en blanco; ver blancas, transparentes, las palabras, como expresadas en una tinta blanca, ya evaporada, cada una como un hueco, como una ausencia “evaporada”. No, La gracia está, creo yo, en aceptar que la página vacía ES la página llena, admitir la paradoja como instrumento fundante; admitir, desde la paradoja, que la labor poética que se implica desde el método alquímico de Ávila, consiste en un mano a mano con la pregunta por el decir —cuya pregunta se explayaría en los poemas que vendrán—, que, una vez puesta en la página constituye una invitación al lector a pensar en el poema como posibilidad, y a instaurarse en este vacío como lugar propicio para el deseo mismo de fundar el poema. La página vacía se abre ante el lector —como antes se abrió ante el poeta— como una tierra prometida.

Pero, ¿qué nos convoca desde esta página supuestamente vacía? Propongo que la pregunta de Ávila por el método inaugural no es una pregunta común y corriente, a ser contestada simple y llanamente por un interlocutor a quien se le pide alguna información concreta. No. La de Ávila es una pregunta retórica que, como todas las preguntas retóricas, convida al interlocutor a plantearse la pregunta junto con el locutor. La pregunta retórica, que no espera respuesta que no sea la complicidad entre el locutor y su auditorio en el proceso de plantearse un problema, es una invitación expresa a que el interlocutor se coloque en el lugar del locutor. Se espera del lector que se coloque los dedos en la barbilla y, en actitud ponderativa, se pregunte también, “Sí, ¿cómo comenzar a evalorarte para que seas más?” La pregunta retórica es una pregunta sin respuesta que no sea la ponderación misma: propicia un gesto, una actitud, la disposición a “comenzar a evaporar”.

Acaso esta página vacía no sea otra que la alfombra del título del poemario: el espacio mullido e invitante donde se agazapan, traicioneros, los poemas posibles (o imposibles), prestos a herir el pie del que por ese desierto paraje transita. Y para el lector, “comenzar a evaporar” sea “comenzar a andar” sobre la alfombra, exponer la desnudez al pinchazo del poema. Quizás la poética de la página llena-vacía no sea otra que la poética del vidrio oculto en la alfombra. Quizás el vidrio principal, el más oculto y amenazante, sea este poema, hundido, disimulado, casi al final del poemario, como la famosa “figura en la alfombra” de Henry James: lo que la obra a la vez oculta y revela, lo que constituye la invitación a la lectura, esa forma general que aboceta la “intención”.

La pregunta huelga: ¿cómo será el poema que surja en este proceloso espacio vacío que lo propicia? Como bien advierte el título de este poemario —Vidrios ocultos en la alfombra— oculto en esta alfombra aparentemente inofensiva puede estar “el instante descalzo / y preciso para ensartar la desnudez, / hacer estragos en la planta / con su filosa geometría”. El poema no es otro que un instante de peligro, el riesgo hecho palabra, la sorpresa filosa de una herida potencial que se nos promete ante una página vacía, ante una alfombra que ávida nos da la bienvenida. Trozos de una botella en extinción, rastros, vestigios de una forma cuyo contenido se ha vaciado tiempo ha, los vidrios se aprestan a herir: “Vuelan derramados”, / desplazados como estrellas fugaces, / trapecistas amorfos pirueteando su refugio / en los surcos de la alfombra.” La página blanca —como cabeza de playa del sentido— y la alfombra que lleva inscrita la palabra “Welcome”, devienen espacios procelosos: su promesa de confort se convierte en traición, en punzada. La forma ha estallado en incontables vidrios, y como ocurre en el espléndido relato de Henry James —titulado “La figura en la alfombra”—, que he citado en el epígrafe, al no haber iniciados ni autor que dilucide la intención, ya no hay quien enuncie la figura misma, la forma. Cuestionando la tradición que le atribuye al poema constituirse en continente del sentido, la forma estallada nos propone la lectura como una activa recomposición de los vestigios, como una arqueología. La forma primitiva, la forma anterior al estallido, apenas constituye un modelo originario, un ideal perdido en las cerdas de una alfombra que todo lo oculta.

Hay que ver que vidrio y alfombra se oponen en varios registros: como materias, lo filoso y lo mullido, el cristal y la tela; como formas, lo punzante y lo plano; como superficies, lo abrupto y lo suave; como espacios contra los cuales volear el sentido, lo lúcido y lo opaco, lo que revela/refleja, lo que absorbe y oculta. Vidrios y alfombra crean así una serie oposicional de exclusiones mutuas que se problematiza al constituirse como una serie de pares paradójicos, de valor complementario e intensa indecibilidad. La herida deviene rastro necesario, escritura, la alfombra, su escenario. En su oponibilidad, se hermanan para jugarnos su treta, para herirnos.

Demasiadas palabras. Hay demasiadas palabras y Ávila desea cortarlas a la medida, y así lo afirma en “Veintisiete” al advertir: “… ya sé / que menos es más…” Por eso, en su porosa prosa titulada “Presente” teoriza el autor que “me gusta cazar imágenes no explicarlas me gusta la metáfora no la línea recta”. El exceso de palabras, el rito del pormenor, literalmente, “amorata el rostro” como menciona en “La caricia”. El exceso verbal desdibuja, adocena, diluye. Como si en esta estética de la alfombra llena de vidrios ocultos, la única perfección fuera instantánea, hincada en la desnudez, desnudez tan frágil y efímera que parece tan perfecta cuando se va. No puedo más que recordar a la Dafne de Ovidio. La ninfa, tratando de huir de la lubricidad de Apolo, es transformada en laurel mientras al dios de la poesía ella le parece “perfecta en su huida”. Así la forma, avistada en el ínfimo vestigio de una punzada, en el borroso rastro de un vidrio perdido en la alfombra.

Estamos ante una poética del vestigio, del rastro, de la escritura —y la lectura— como proyecto de reconstitución de una forma siempre fugada, de una perfección abolida para siempre. Sin nostalgia, una poética afirmativa de la inexpresión, en que la alquimia produce su obra magna no sólo con la transubstanciación y la metamorfosis, la volatilización de lo dispensable, la reducción de toda materia a filoso cristal. Así, “Lo mejor”:

No es inarticulación

lo que lo impide.

Ni el sueño

de una nueva desilusión,

ni lo concreto,

ni lo abstracto.

Lo mejor

no aguanta

palabras,

sombras,

ideas.

Ni se dice,

ni se muestra,

ni se piensa,

y así

es

mejor.

Javier Ávila, con sus Vidrios ocultos en la alfombra, nos ofrece una poética del vestigio y la ruina, del vidrio, del fogonazo, del estallido. Una poética del poema por venir. Podría hablarse de un, quizás escamoteado, “discurso del método” que, en vez de sistematizar el hallazgo de la forma, la reconstitución del saber vestigial luego de derribar el edificio del conocimiento —como queiría Descartes—, lo que hace es entronizar la actividad misma de estallar y recomponer el discurso pletórico de cada vez nuevas omisiones. El saber del método se enuncia como una pregunta retórica siempre abierta, una pregunta por el comienzo de la volatilización de la forma y del sentido. Su “obra magna” es esa. Y se entrega mejor en los momentos reflexivos de su poemario, que he reseñado hoy. Los demás poemas de su libro se alimentan —más narrativos, más palmarios— de haber sido ya cualificados como vidrios rotos. Pequeños cristales para ver reflejada de modo muy fragmentario la realidad, diminutos espejos deformantes que, como aquel en que se miraba perplejo el pobre Benji en La Guaracha del macho Camacho, nada nos dicen sino la precariedad última de una subjetividad que ya ha comprobado la precariedad de su instrumentario retórico y que se muestra siempre dispuesto a exponer nuestra desnudez a los peligros de esta página llena de vidrios rotos. Quizás nunca podamos dar —espero yo— con la figura oculta en esta alfombra. Quizás.

Pero de eso se trata.

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