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Aunque no seamos conscientes de esa escucha, la realidad constantemente nos saca a bailar.
por Lilliana Ramos Collado
Hace muchos años, motivada por un recuerdo de infancia, exploré YouTube buscando la pista visual de Nijinsky, el legendario bailarín ruso de principios del siglo XX que desafiaba, con la inconmensurable destreza de su cuerpo, la fuerza de gravedad. «¡Vuela! ¡Nijinsky puede volar!», decía mi mamá sentada conmigo frente a un televisor diminuto en blanco y negro que tenía en pantalla un programa sobre danza en el Canal 6. Sin embargo, observando los pocos filmes que se hicieron de él, lo que más llama la atención es su increíble capacidad para llenar su morosa lentitud con gestos ínfimos que dan a su arte gran textura y riqueza.
En «La tarde de un fauno», donde la coreografía copia los gestos rígidos de las figuras humanas representadas en murales de la Creta arcaica, las mujeres se acercan a un fauno con el sobrecogimiento que suscita lo sagrado, y al ritmo sosegado del ensueño que ordena la misteriosa música de Debussy. Y el fauno, amodorrado, va desperezando su cuerpo y es ahí donde ocurre el milagro de la danza: es fácil desafiar la gravedad con la carrera y el salto, pero no es tan fácil transmitir al público la ingravidez mientras apenas mueves los brazos. Ese era Nijinsky, no el dios que saltaba y volaba, sino aquel cuyo cuerpo flotaba de paso a breve paso dentro del gesto mínimo que hacía que su cuerpo apareciera y desapareciera del mundo real. Era gracias a esa sensación de ingravidez que Nijinsky nos llevaba a otro mundo: no al de la proeza atlética, sino al de la gracia lenta de un dios que definía el pequeño espacio donde había decidido posar su cuerpo.