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arte contemporáneo puertorriqueño, belleza, Carlos Betancourt, Cheryl Hartup, corporalidades, memoria, Puerto Rico
por Lilliana Ramos Collado
“We cry because [pictures] are beautiful… Some can be so beautiful that they ambush unsuspecting viewers, provoking floods of emotion. At one point, I even thought of calling this book Pictures Too Beautiful to See.”
—James Elkins, Pictures and Tears.
“Porque lo bello no es más que el primer punto de lo terrible… Todo angel es horrendo.”
—Rainer Maria Rilke, Primera Elegía de Duino
“Why is pleasure a scandal?” —Wendy Steiner, The Scandal of Pleasure
Lo digo de entrada: lloré como una tonta cuando vi, en sus detalles, la pieza “Apito y cenizas con carta a Alberto” (2001). Ya sabía que, aquí, el artista llevaba los dedos de su mano izquierda embarrados de las cenizas del cuerpo cremado de su abuela (y digo “embarrados” porque se trata del polvo bíblico al que regresaremos, del cuerpo originario hecho de barro), dedos que señalan y tocan el corazón, el corazón de un cuerpo que, al decir de Nicholas Mirzoeff, ha dejado de ser sí mismo al devenir arte, signo: se trata de un cuerpo que no puede sustraerse de la infinitud de sentidos metafóricos que el artista no puede controlar, sino apenas limitar mediante la negociación constante de los contextos, enmarcándolo, estilizándolo. En “Apito…” hay dos obras de arte: la ornamentación simbólica y material del cuerpo del artista, y la obra que incluye, en su centro, ese cuerpo, y lo representa. Como si el cuerpo fuera nuestro “handicap”, aquello que no podemos evitar ni aceptar enteramente, aquello sin lo cual no podemos, según Martin Heidegger, “estar ahí”.
En “Apito…”, Betancourt nos advierte lo que vale (probablemente) siempre para el autorretrato: no estamos ante una semejanza superficial del aspecto del cuerpo, sino ante la marca del estilo del artista, de aquello que delata la suma de las herramientas de su oficio, las tradiciones que abraza o de las cuales se distancia, y la forma en que compone o ejecuta su obra. Casi puede decirse que un artista jamás puede escapar de hacer su autorretrato —una y otra vez y machaconamente y sin descanso. De ahí que, en general, podamos reconocer a un artista por su estilo. Como hace siglos dijo el Conde de Buffon, “El estilo es el hombre”. Betancourt vive esta premisa y, de ahí, la constante presencia de su cuerpo en su obra: sea su cuerpo mismo, sean sus objetos amados, sean sus sagradas cenizas familiares, sean sus deseos, las tradiciones que conforman su subjetividad humana y artística, sean las realidades que abraza o contra las cuales lucha. Carlos Betancourt ha optado por estar, siempre y contundentemente, de cuerpo entero en su obra. Es un riesgo estar tan abierto a nuestra mirada, pero es el don que el artista nos brinda cuando nos interpela y nos invita a develarnos frente a él. Entonces, ante “Apito…”, una no puede más que llorar, como se llora ante la belleza insoportable de una imagen o de una idea hecha imagen.