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Alfonso Muñoz, «The Kitchen Series».
por Lilliana Ramos Collado
«Helmer: ¡Nora querida, bailas como si tu vida dependiera de ello!
Nora: Pues, así es.»
—Henrik Ibsen, Casa de muñecas
Desde que, en 1966, Michelangelo Antonioni nos presentó en su célebre filme Blow-up la posibilidad de que ver demasiado probablemente no nos aportara suficiente información para dilucidar un crimen, los placeres y riesgos de la fotografía alcanzaron la notoriedad que hace rato merecía el arte por excelencia de la tardomodernidad.

Thomas (David Hemmings) en una de sus sesiones fotográficas. Vista fija del filme «Blow Up» (1966), de Micheangelo Antonioni.
En el filme, un hastiado fotógrafo de modas, dedicado a crear escenas con los cuerpos de mujeres de belleza extravagante (Vanessa Redgrave lanzó su carrera en este filme…), cree haber retratado un crimen en progreso mientras paseaba por un parque. Sucesivas ampliaciones de la supuesta escena del crimen sólo rinden con minuciosidad la trama química de los compuestos de plata que forman la imagen, que se vuelve completamente abstracta al hacérsele un “blow-up”.
Acostumbrado a crear escenas intensas en que el erotismo mimetiza la muerte gracias a la coreografía deliberada de los cuerpos de sus muñecas o modelos, este fotógrafo ha comenzado a confundir los gestos de la realidad con los de la ficción, y el detalle de la ficción a pequeña escala de estudio, con eventos a escala normal que ocurren a la intemperie, en el espacio de “lo real”. De hecho, nunca se sabrá si el fotógrafo captó un crimen porque el gesto de ampliar la foto ha venido a oponerse al gesto de captar lo real. Aquí, la materialidad contundente del proceso físico de la foto la ha hecho “reventar” (“blow-up”) en sus más microscópicos componentes; y la fotografía, que debe hacernos olvidar su química para presentarnos la ficción de una “escena”, se ha vuelto ella misma una barrera a la hora de ver lo que ocurrió. Sigue leyendo