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Cindy Jiménez Vera, Islandia. San Juan: Editorial EDP University (2015).

Lilliana Ramos Collado

Un día, el pasado mes de enero, partimos Cindy, Gaddiel, Chago y yo hacia Ponce con el firme propósito de visitar el augusto museo de esta augusta ciudad del sur. Me tocaría a mí servir de guía, trazar vínculos en esta heteróclita colección de hallazgos, pues un museo no es otra cosa que un archipiélago de obras esencialmente inconexas, ordenadas por la imaginación humana. La colgada de obras nunca es casual o accidental, sino una narración inventada por un curador, sazonada con anécdotas de la historia del arte. Caminamos por las salas del museo con pasión, fijándonos en las anécdotas, en los matices del rosado, en las expresiones faciales de los personajes, en el drama –ciertamente complejo– del arte.

Había una trama subyacente, un detalle en el viaje, que matizó esta visita feliz. En nuestra parada justo antes de llegar al museo, nos detuvimos para pedir direcciones pues nos habíamos perdido, y en esa parada Cindy me mostró, en la pantalla de su celular, uno de los mejores poemas de César Vallejo, el núm. 65, del poemario Trilce, que le dedicaba a su madre ya muerta, y a quien llamaba «muerta inmortal». Cindy pautaba así la trama de este viaje, pues antes de salir hacia Ponce me había regalado su Islandia, cuyo contenido yo aún desconocía. El nuestro fue un viaje hacia el pasado, hacia el mundo funerario que aún ostenta el espejismo de la vida transmutada en arte. Lo entendí cuando regresé a casa y leí Islandia de un tirón. Habíamos pasado el día celebrando vidas en fuga y conservadas en la hermosa superficie de obras de tantos artistas excelentes. Pasada la media noche de ese día singular pensé que Islandia es una hermosa urna de cristal que encierra en su transparencia la eterna cadencia de los regresos y las fugas de seres amados.Leer Islandia no fue fácil. No fue fácil leerlo otra vez. Mientras más lo leía, más complejo me parecía: laberinto de formas, acertijos, juegos de palabras, revoltijo de géneros literarios. Al igual que me perdí en Ponce, me perdí en este país colocado entre dos mapas: el de la realidad y el de la imaginación, que llevan, en el libro, el mismo nombre: Islandia.

Yo creía que Islandia es el nombre de la calle donde vivió la familia de Cindy hasta que sus padres se mudaron a la Florida. Revelador del afán exotista de la toponimia puertorriqueña, siempre evadida hacia la fantasía de que nuestro terruño es siempre Otro Lugar, Islandia era, desde ya, un juego de palabras inquietante por su su falsa traducción homofónica: de Iceland, o Tierra de Hielo, a Islandia, o Tierra de Isla. Se me antojó transliterar Iceland como Icelandia, y tacharle la «e» que va después de la «c», pero lo cierto es que el hielo se transmutaría en tierra, y así fue que comenzó, para mí y equivocadamente, el revoltillo onomástico de este libro que me volvió madeja de pistas para que intentáramos encontrar la figura evadida de la Madre.

Cindy Jiménez-Vera, San Sebastián del Pepino, Puerto Rico, 1978.

El hielo de Iceland se propone como nieve benigna o procelosa, como pura frialdad que conserva y acuna los cuerpos, o como borradura de lo real bajo el blanco del espacio en blanco, y valga la redundancia.  Bajo esa capa viven los elfos o seres que permanecen siempre ocultos aunque se sientan con la imaginación, y también bajo ella se oculten los cementerios. Este frío se funde con el fuego de una vida «bien vivida» cuyo testimonio son las cenizas con las cuales el libro comienza y a las cuales se alude en poemas claves. La muerte no es algo abstracto, se nos dice, y de este excedente de realidad nos da cuenta aquello que, en las bibliotecas, se clasifica como «realia», es decir, la materia en su detritus absoluto, clasificado como «cosa cosa».

Nos vamos dando cuenta de que del mismo modo en que Islandia, que creía yo ser una calle en San Sebastián del Pepino, es también ese país europeo de nieves casi eternas, y es además la isla de Puerto Rico, y es ese lugar del más allá en cuyos hielos imaginarios yace preservada la madre, ese lugar, digo, se desparrama en un archipilelago de islas donde se ha repartido la vida compartida entre madre e hija. Archipiélagos son también las bibliotecas donde se almacenan los saberes y las intuiciones de la poeta, también los diccionarios poblados de tulipanes y de islas semánticas autónomas, la telaraña mundial, y el cementerio que es el planeta entero, desde el de la isla de Eyjafirdi hasta los Alpes del Sur, y este libro llamado Islandia. De hecho, el libro que contiene y abraza a esos diccionarios, redes, bibliotecas, cementerios y familias, reduplica e insiste en la idea del archipiélago, no sólo porque contiene un poema que lleva ese nombre, sino porque avanza decoyuntado hacia los ojos del lector para obligarle a atar los cabos y a sobrevivir la muerte y el olvido.

Hay que prestar atención a la geografía simbólica de este libro: las montañas hermanas, los países de largas noches y de tres horas de sol que se pueden transmutar en un día eterno, los glaciares en medio de la civilización, el interior de la biblioteca, la noche como lugar, el espacio bucólico donde ya no hay niños y, por lo mismo, el futuro está muerto, el fantasioso lugar 398.2 donde habitan los elfos y los ositos de peluche, la adultez, que se presenta como algo parecido a Walmart, lugar de orfandad extrema y gélida, impersonal e inmaculada, Islandia misma como la utopía donde quizás los refugiados no puedan lograr llegar, y la memoria donde un poema se vuelve parte del cuerpo que lo contiene.

Y es así, pues este libro convoca una forma de generar sentido, una forma esenciamente relacional, si bien travestida de un gesto aleatorio, y nos engaña, pues una primera lectura nos parece una paca de barajas arrojadas al aire caprichozo del azar, hasta que vamos saliendo del otro lado del azar y damos con este archipiélago que se titula Islandia

Junto a Cindy, me pregunto por la madre. Cómo voy a recordar a la madre, cómo afirmarla como muerta inmortal, como la afortunada que, como en el Libro de los Muertos egipcio, convirtió su salida en un día eterno, hurgando en la tierra. Me pregunto dónde está, si su vida más allá de la vida será como la del tulipán, o como un poema que guardamos en nuestra memoria y vivirá el tiempo que nuestra memoria viva, o mientras nos sintamos amenazadas por el frío de la muerte, o mientras podamos abrazar y calentar a los que amamos como si fueran un rebaño de ovejas en Tungnarrét.

Pero hace unos minutos Cindy, la autora, me corrige por Facebook y me aclara que no, que Islandia no es el nombre de una calle en San Sebastián del Pepino, su pueblo natal, sino la calle donde está la estación de correo cerca de su casa en Bayamón. Siendo Cindy una amante del correo, lugar de tránsito donde se confirman las distancias y las comunicaciones lentas y lejanas. Y además me dice que su madre vivía en el sector El Paraíso en San Sebastián del Pepino, y entonces comprendo mejor por qué la idea constante de perder ese lugar originario de total perfección, como lo son la infancia y la biblioteca y la Madre, por ejemplo.

Pero regreso a la memoria de aquella visita al Museo de Ponce de donde arranca esta memoria más que reseña, ese Museo donde vimos tantos retratos de gente desde hace tiempo desaparecida, y regreso a este libro que conserva, en el frío benigno y distante de Islandia, a la madre suprema y material, y al archipiélago que conecta materias y memorias, todo en una eterna cadencia que, a fin de cuentas, nos protege del olvido y nos calienta con las cenizas de una vida bien vivida, y nos distrae de la tristeza cuando, al encontrar una peinilla roja, contundentemente real, ya no está la cabeza para desenredarle el cabello, ni están las manos para calentarlas, ni están los tulipanes, pero quedamos nosotras para mantener la casa limpia, libre de los invisibles, de los ocultos, de los que depredan la precaria felicidad de escribir un libro para que conste todo esto, para que quede tras de nosotros como constancia, como homenaje, como Paraíso.

[25 de marzo de 2016]