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Caribes Globales, Daniel Lind Ramos, Hew Locke, Jean-François Boclé, Joscelyn Gardner, Keisha castello, Lilliana Ramos Collado, Nicole Awai, Nora Rodrígez Vallés, Vanessa Hernández Gracia

Jean-François Boclé, «Tú me copiarás» (2010). (Foto Antonio Ramírez Aponte, MAC).
Lilliana Ramos Collado
Lo que distingue la obra o la acción de arte es el gesto deliberado en su factura, gesto que convoca, bajo el tupido manto de la intención, las oquedades que se fraguan entre la conciencia y sus lagunas. Memoria y desmemoria, afirmación y duda orlan cada obra, y así la intención en que se constituye siempre atesora la larva de lo que se piensa en rigor, de lo que, aunque se dice, no se sabe con certeza. Así es que la intención no está reñida con el uso de elementos, temas, aspectos y proyectos que muchos llaman “inconscientes” y que yo llamaría simplemente, “aún no domesticados”, tentativos. Ahí yace el riesgo del arte, en que la intención no puede sofocar la tentación impulsiva de decir demasiado más de lo que se quiere decir. Cada obra dice y a la vez delata, toda obra luce y también trasluce. No hay obra que no sea un exceso.
Entre los excesos del arte está siempre exceder la norma del arte, lo que ya hemos designado “arte”. La iconoclasia, la rebelión, el titubeo y la extrañeza son, con demasiada frecuencia, vehículos que propician el desconcierto, y que enfrentan al espectador con signos huérfanos de código, o con códigos que aún aguardan por su lenguaje. Y es esto lo que define, sobre todo, el arte occidental creado a partir de las vanguardias históricas: la rebelión, la perplejidad, la suspicacia ante un lenguaje trillado, el rechazo de lo mismo. Y esto mediante técnicas diversas que van desde el manejo de materiales no tradicionales, hasta modos de factura, de composición y de énfasis dirigidos explícitamente a poner el arte mismo en perpetua crisis. Incluso el gesto de la apropiación, mediante el cual se citan otras obras de arte u otros estilos ya periclitados, es un gesto pervertidor que busca precisamente cuestionar la inteligibilidad del arte del pasado, o que trae ante nosotros aspectos no tradicionales de las obras tradicionales.
Por otra parte, se nos dice que la inmediatez de lo cultural está a flor de piel: la cultura se ostenta, se ondea como bandera en territorio conocido. Tal pretensión presupone, al menos, dos cosas: por un lado, que dominamos y conocemos nuestra cultura; y por otro, que la cultura es clasificable, analizable, presentable de forma ordenada y detectable mediante los mismos rasgos. El arte que inicia con las vanguardias históricas delata una diversidad gozosa totalmente remisa a clasificaciones nítidas, como si las obras fueran monstruos que presentaran en su materialidad una crisis de las categorías culturales mismas. La cultura no es algo que sobrevuela las obras de arte o de literatura: la cultura es lo que se manifiesta de forma puntual en sus expresiones. Nuestras generalizaciones sobre la cultura siempre son tardías, gestos de explicación postfacto, que nos rinden el consuelo de la coherencia de gestos sociales más amplios, pero lo cierto es que la cultura es algo múltiple y complejo. Ceder a cualquier simplificación es luego tener que hacer ajustes para acomodar a todos los que en ella participan de forma varia y con frecuencia incompatible. No hay culturas simples. Su complejidad es el tesoro que debemos aprender a disfrutar.
De ahí que sea tan difícil manejar la noción de “identidad” como algo duro y cierto. De ahí que sea arriesgado crear clasificaciones étnicas, territoriales, nacionales, incluso históricas. De hecho, afirmo que cuando un grupo de obras o de artistas se clasifican bajo un mismo esquema identitario, lo que podemos haber logrado es acallar esa diversidad y malbaratar esa riqueza. Esto es aún más desolador cuando las culturas dominantes imponen un visado identitario a las obras de artistas de centros llamados “subalternos”. Como me dijo recientemente Jean-François Boclé —uno de los artstas representados en esta muestra— “cada vez que, en París, un francés me pregunta por mi identidad y sobre cómo ésta se representa en mi obra, le pregunto por la identidad de ‘lo francés’ y cómo Poussin representa la identidad de Francia. El blanco no es un color ni una cultura. ¿Por qué exigirme a mí que limite mi expresión al trabajo con mi identidad?”
Por estas razones, al acopiar la muestra titulada Caribes Globales que acogió el Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico hace exactamente un año —de enero a mayo de 2011—, el curador Edouard Duval Carié, afamado artista haitiano, asumió el riesgo de documentar identidades literalmente en fuga, de pormenorizar, mediante las huellas que son obras, la compleja maraña de propuestas que, si en algo se parecen, es en resistir clasificaciones identitarias claras y tajantes como las que gustan imponer los grandes museos de arte moderno o las importantes casas de subastas, o la crítica cultural simple y genérica. Ser reducido a lo exótico —que literalmente significa “algo nunca antes escuchado”— es ser tratado como espécimen. Se trata de un gesto imperial que nos devuelve al gesto enciclopedista de la Ilustración, y que coloca estas obras de arte en el gabinete de curiosidades del melancólico coleccionista de fósiles o caracoles nacido en del Viejo Mundo y lleno de añoranzas por domeñar el Nuevo.

Parte de prensa del lanzamiento de la exhibición Global Caraïbes, curada por el reconocido artista haitiano Edouard Duval-Carrié, y mostrada por vez primera en el Museo de Artes Modestas en Francia en junio de 2010.
La lúcida afirmación de Boclé nos pone en guardia: no podemos acercarnos a estas obras esperando encontrar qué es el Caribe, sino, quizás, qué es lo que el Caribe pretende y no logra ser, o qué es lo que el Caribe es, confusamente, o qué es lo que el Caribe sea en plena resistencia. Cada una de las obras incluidas en Caribes Globales se niega a contestar la pregunta por la identidad, y se posiciona, pues, a contrapelo de lo que solemos definir como cultura. Una cita del extraordinario filósofo de la cultura George Yúdice, nos viene al pelo:
“La cultura está relacionada con la política en dos registros: el estético y el antropológico. En el registro estético, la producción artística surge de individuos creativos y se la juzga según criterios encuadrados por los intereses de la crítica y la historia cultural. En este ámbito, la cultura se considera un indicador de las diferencias y las similitudes de gusto y estatus de los grupos sociales. En registro antropológico, por otro lado, se toma la cultura como un indicador de la manera en que vivimos, del sentido de lugar y de las personas que nos vuelven humanos, esto es, ni individuales ni enteramente universales, sino asentados en la lengua, la religión, las costumbres, el tiempo y el espacio. Así, en tanto que lo estético articula las diferencias dentro de las poblaciones (por ejemplo, qué clase social tiene el capital cultural suficiente para apreciar la alta cultura y cuál no lo tiene), lo antropológico articula las diferencias entre poblaciones (por ejemplo, qué país vende nueva tecnología y cuál no lo hace).” Yúdice, George y Toby Miller. Política cultural. Barcelona: Gedisa, 2004.
Evidentemente, este crítico de la cultura busca afirmar una responsabilidad social de parte del artista, de modo que se garantice el acceso al arte por parte de todos los sectores sociales, pero lo que se sacrifica es, precisamente, lo que pertenece al arte: la reflexión libre y hasta libérrima de posturas individuales, que sólo coyunturalmente muestran vínculos con un momento histórico y con un quehacer colectivo. Definiciones como las de Yúdice condenan al artista a parecerse al prototipo identitario definido por “la cultura”, sin cuestionar quién o quiénes definen lo que es la cultura y cuáles son los rasgos que permiten que exista como una taxonomía formal.
Me interesa explorar algunas obras específicas que obran en esta muestra. Quiero comenzar con Jean-François Boclé y su “Tú me copiarás”. Esta instalación —que consta de un pizarrón con marcas de tiza, una banda sonora, una proyección audiovisual y un panfleto que incluye el texto del «Código Negro» promulgado por Luis XIV para controlar el comportamiento de los esclavos en sus colonias caribeñas— es una reflexión profunda sobre las marcas que la esclavitud dejó en la subjetividad del colonizado en los territorios franceses del Caribe. Usando como pantalla de proyección un pizarrón en el cual se han acumulado frases y comentarios del artista en cada lugar que esta obra ha sido presentada, un vídeo muestra a un hombre de espaldas que copia, en un pizarrón, el texto del infame Code Noir, según se lo dicta minuciosamente la voz de un maestro —que el visitante puede escuchar mediante auriculares. La tiza blanca que cubre poco a poco el pizarrón negro, y el hecho de que el escribiente —de raza negra— nos da la espalda, sugieren que el dictado y las palabras se marcan en la espalda del esclavo —lo “blanquean”— para someterlo al dominio del colonizador. Boclé mismo es el escribiente, y este “autorretrato” se torna, entonces, en un gesto autobiográfico que da cuenta de la longevidad cultural del Código en el ánimo de los martiniqueses aún afectados por el sentido de minusvaloración personal que el Código propició y aún propicia en la conciencia del caribeño negro.
Copiar —el gesto por excelencia del colonizado— constituye aquí imitar, someterse, aceptar sin titubear, exhibir la marca material del Código. “Tú me copiarás” es una orden de orden cultural animada por la escuela y por la cultura dominante. No se nace esclavo: uno lo aprende, y así uno se convierte en esclavo. ¿Cómo cuadra la obra de Boclé con el imperativo de la identidad caribeña, si lo que escenifica es el rechazo de la cultura francesa y la imposición identitaria de una negritud esclava y quebrantada? Sabemos que la imitación y el proceso de escolarización son los vehículos para diseminar lo que llamamos “cultura”. Tratándose del fundamento de lo que Benedict Anderson ha llamado aptamente “comunidades imaginarias”, la cultura no se lleva en los genes y carece de destino biológico, no está predicada forzosamente en el color de la piel, ni en el género, ni en la tierra en la cual se nació. La cultura puede puede ser el conjunto de rasgos sobre los cuales formular un discurso de resistencia si es en ellos en que se cifra la opresión. Es la cultura dominante la que segrega a los sujetos por etnias y géneros, y en ese encuadre, algunos responden con su arte o con su maña. En ese sentido, cuando Boclé resiste la identidad francesa, resiste el imperativo mismo de asumir una identidad, y así su obra manifiesta esa resistencia, no contra «lo francés», sino contra el gesto mismo de asumir una identidad.

Joscelyn Gardner, «Créole Portraits II: A Collection of Singular & Scarce Creole Portrait Heads to Perpetuate the Memory of the WOMEN of EGYPT ESTATE in JAMAICA» (2007) (Foto Antonio Ramírez Aponte, MAC)
También como referencia a la esclavitud en el Caribe, Joscelyn Gardner elabora un políptico en mylar y aplicaciones de vinilo que constituye una especie de collage que imita las decoraciones de pared de las casas solariegas del siglo XVIII que recurrían a espacios en blanco separados por finas molduras de madera. Dentro de las molduras, la artista coloca una serie de litografías de gran fineza y elegancia que, bien miradas, constituyen las cabelleras de esclavas de la Hacienda Egipto, en Jamaica, cuya opulencia floreció en el siglo XVIII. La belleza de las imágenes choca contra el lento descubrimiento de elementos de tortura y del hecho mismo de que estas cabelleras subsisten sin el cuerpo de la mujer, como si ese cuerpo fuera segmentable, reducible a ciertos elementos llamativos.
Los collares de tortura semejan además los diversos aparatos que usaban los fotógrafos y los pintores para elaborar sus retratos, de modo que estas esclavas están doblemente atrapadas: sujetas a la esclavitud y sujetas a un retrato genérico que se fija en los lugares de su diferencia distintiva: su pelo “malo”, contra el cual la esclava y el esclavista luchan a un tiempo.
La ausencia de rostro, y la reducción de la raza a un rasgo que la cultura hegemónica dictó como característico, escamotean todo gesto identitario por parte de esta artista de Barbados que reside en Canadá. El primor en la representación —típico de las manualidades primorosas de las esclavas de los hacendados— dedicado a esas mujeres esclavas de murieron en las haciendas del Caribe, tiene aquí pues un doble sentido: por una parte sacian una curiosidad cultural al obligarnos a mirar impunemente la tragedia del otro, y por otro lado constituye un homenaje hermoso a esas mismas esclavas.
Las obras de Nicole Awai, tituladas “Especímenes Efímeros Locales”, manejan las fantasías culturales hegemónicas del cuerpo del sujeto caribeño femenino. En esta serie de dibujos, la artista explora su propio cuerpo y su subjetividad en el escenario de las condiciones culturales y tecnológicas de su entorno, como un objeto local que no puede ajustarse a la máquina de producción de bienes que ha sido siempre el Caribe desde que fue explotado por las haciendas cañeras, hasta el reciente evento de las Plantas Gemelas fomentadas por los Estados Unidos. El cuerpo de la artista, su vestimenta, sus poses, rechazan integrarse a una serie de figuras repetitivas, pegadas sobre el papel, que idealmente debieran encajar unas en otras si no fuera por la interposición del cuerpo femenino representado. Esa falta de “ajuste” entre ese cuerpo y la maquinaria cultural sobreimpuesta y extraña sugiere una resistencia cultural a lo que podría verse como el “dumping” de objetos e imágenes del consumo que provienen de la metrópolis y que amenazan continuamente con emborronar la identidad caribeña de la artista, enturbiando su género, su clase, su raza, y sus diversas tradiciones. Presentada como una “desajustada”, la artista reclama el imperativo disolvente de la diversidad cultural.
La obra de la artista jamaiquina Keisha Costello, titulada “Realidades híbridas”, encarna la fantasía de los siglos XVII y XVIII europeos: la constitución del “gabinete de curiosidades” que daba al coleccionista de objetos extraños la esperanza de un mundo ordenado. En un cajón o gabinete colocaban, mediante cuidadosas analogías, en general infundadas objetos diversos cuyo conjunto aspiraba a representar un universo en miniatura. El famoso gabinete de curiosidades naturales del doctor Albertus Seba, modelo de la exhaustividad que podían alcanzar estos ejercicios de coleccionismo con pretensiones científicas, se alimentaban de objetos provenientes de los ámbitos exóticos del Nuevo Mundo y del Cercano y Lejano Orientes, lugares cuya gran distancia de Europa equivalía a un infinito atraso temporal que los colocaba, directamente, en el “origen del mundo.”
Habitaciones fastuosas adornadas de estantes impecablemente fabricados y ordenados o pequeños cajones llenos de cofrecillos y diminutas gavetas, estos “gabinetes” obedecían al optimismo europeo en su empeño de poseer el mundo entero en un pequeño formato. Favoritos de estos coleccionistas eran insectos, fósiles y piedras extrañas, signos de un mundo remoto y anterior que podía colocarse en la palma de la mano. Finamente descritos y ordenados por clasificaciones estrictas, si bien fantasiosas, estos “gabinetes” fueron el origen del museo de historia natural.
Siguiendo el gesto del científico curioso de antaño que se abreva de las conquistas e invasiones de las tierras fuera de Europa, Keisha Costello crea cuatro gavetas similares a los receptáculos de aquellos gabinetes, y en ellos coloca pequeñas criaturas zoomorfas que ella misma ha compuesto de insectos, huesos, caracoles, hojas y cáscaras de vegetales, que ella clasifica, reúne, pega y describe “científicamente”. Inventando los fósiles del Caribe como espacio alegadamente “primitivo” y sugiriendo que derivan del mar, estos híbridos evocan una fauna submarina que evolucionó hacia la fauna y la flora del Caribe. Propone así una prehistoria cercana —y no remota— del Caribe en las sucesivas culturas de ocupación y coloniaje, cuyos objetos, hibridándose a través del tiempo, dan cuenta de una trabajosa prehistoria inscrita en los sucesivos ciclos de consumo y deshecho. La forma de cruz de esta obra sugiere que estos objetos proceden de los cuatro puntos cardinales.
Por último, quiero referirme a la obra gigantesca de Hew Locke, «Kingdom of the Blind», que ciertamente constituye la obra más llamativa de esta muestra. Esta obra desarrolla gran tensión entre el pasado colonial bajo dominio de Inglaterra y el presente en que Guyana busca establecerse como país anglófono en el Caribe.
En ella, Hew Locke reúne objetos excéntricos —armas plásticas para niños, collares de perlas falsos, diamantes falsos, muñecas y flores de tela y de plástico— para inventar un mundo de personajes gigantes, barrocos y exuberantes, monstruos híbridos armados y amenazadores. Para estos monstruos, el artista adopta el tipo de vestimenta colorida que rememora los personajes de su niñez en Guyana,y a la vez a a los de Brixton, el área de Londres conocida como la capital de la comunidad caribeña inglesa.

Hew Locke, detalle. Ilustración para la portada original de «Leviathan», de Thomas Hobbes, por Abraham Bosse.
Un elemento adicional ayuda a generar el sentido: la obvia referencia al frontispicio de la edición original de la obra de Thomas Hobbes, Leviathan (publicada en Inglaterra en 1651). La famosa ilustración de portada, realizada por Abraham Bosse, presenta un gigante que viste una corona y cuyo surge del paisaje, con los brazos extendidos. Mirado de cerca, el cuerpo está formado por cientos de cuerpos humanos: este rey está “compuesto” por su pueblo. Encima de la ilustración de Bosse se lee la frase “No hay poder en la tierra comparado con él”, aludiendo al monstruo bíblico Leviatán descrito en el Libro de Job. Locke coloca a su personaje central en exactamente la misma pose que el monstruo de Bosse, y así establece un vaivén entre el pasado colonial sometido al dominio de Inglaterra, y el cuerpo político de Guyana, país que se separó de Inglaterra y alcanzó su soberanía hace apenas 40 años. De este modo, Locke investiga la relación entre la identidad personal y nacional, y la realidad amorfa, irreductible de las identidades genéricas, colectivas.
Vale preguntarse si estas diatribas anti-identitarias son generales a los países caribeños, o si son específicas de los artistas diaspóricos. Parece que no. Comparados con las obras de Melvin Martínez, Daniel Lind, Vanessa Hernández Gracia y Nora Rodríguez Vallés, todos artistas puertorriqueños residentes en Puerto Rico que también participaron en esta muestra, notamos en los puertorriqueños la misma voluntad anti-territorial, la duda identitaria, la resistencia, el collage, el amasijo explosivo, el exceso que ya vimos en los artistas caribeños diaspóricos. Cultura hecha de escombros, nuevas y viejas tradiciones , pentimenti de opciones identitarias, viaje y lejanía, eclecticismo e hibridación parecen ser síntoma general del amasijo amorfo que llamamos cultura caribeña. Si bien se nos critica el caos como la actitud relajada de un temperamento vago e indiferente a la defensa de nuestra cultura, lo cierto es que estas mismas obras demuestran que el quehacer artístico está muy vivo en el Caribe, si bien es crítico a todo adocenamiento y remiso a toda definición.
En la obra «Domineichon» (1993), de la puertorriqueña Nora Rodríguez Vallés, la oposición y el contraste son los recursos que utiliza la artista para ordenar su parodia de la teoría política francesa llamada “posmoderna”. En una página de un cuaderno escolar la artista anota el boceto infantil de una casita típica de campo, con su palmera y su brillante sol y, en versión fonética, una cita del teórico cultural Michel Foucault, cuyo texto es “puertorriqueñizado” en un giro satírico que demuestra que el “estudiante” no comprende lo que quieren decir estos sonidos que le han sido “dictados” en su clase de inglés. La artista insinúa que el dominio o poder político cuyas “consecuencias y ramificaciones descienden por las fibras más recalcitrantes de la sociedad” depende de la falta de dominio del colonizado, de su ignorancia del vocabulario y del idioma mismo de una teoría social que no le sirve de nada y que está hecha de ruidos, y no de palabras. La identidad se fragua como pura resistencia dentro de un lenguaje ocupado igualmente por la derecha y por la izquierda.
El puertorriqueño Daniel Lind es un artista en busca de rituales que apuntalen sus orígenes, un espacio imaginario que se nutre de escenas y figuras cuya iconografía de la negritud evoca un illo tempore donde, se inter-inseminan versiones personales del repertorio mítico africano y occidental. «El bautizo» atiende esa perplejidad ante el origen dislocado de la “negritud” como cultura en Puerto Rico, resistiendo la tentación fácil de hacer del cuadro el escaparate de una antropología de la identidad racial. Partiendo de una figuración intencionadamente irreal, más cercana de la alegoría que de la antropología, Lind crea una continuidad formal entre los sedimentos míticos de la dación del nombre (bautizo) en el momento genésico. Unicornios, cornucopias, conchas venusinas, máscaras rituales, copas de cristal y cuencos de coco operan como referencias cuya confusión cultural abona a la idea de la identidad como amalgama de diferencias. Este origen gozoso de su propia complejidad temática se desborda hacia la creación de un híbrido quizás más intolerable —porque políticamente cargado— entre esa utopía primitiva que imaginan los defensores de una negritud esencialista, y la compleja tecnología pictórica típica del Barroco y del Manierismo europeos que es fundamental al estilo deliberadamente heteróclito de Lind.
La pieza titulada «Catalogaré» (1995-2010), de Vanessa Hernández Gracia, constituye un recuento de viaje que detalla, de diversa manera, el concepto de archivo. Tres placas de yeso y cera en cuyo interior se encuentran guardados objetos diversos casi invisibles al espectador, incluyendo el cuerpo de la propia artista “momificado” en vivo y parte de una performance realizada el día de apertura de la exhibición; un cordón del cuan penden seis libretas llenas de notas sobre procesos, paseos y memorabilia de viaje; y la proyección de una foto proponen pormenorizar los modos de preservar, en objetos inmóviles, la memoria del movimiento del cuerpo a través de espacios culturales del Viejo y el Nuevo Mundos. La indagación sobre la huella incluye el trabajo del molde de yeso para distintos cuerpos; la escritura y la simbología implícita en flores disecadas, boletos de viaje, etiquetas y pegadizos de diferentes productos; y la foto como objeto memorístico privilegiado en la tardomodernidad, incitan, cada cual, a cuestionar el movimiento mismo, así como la necesaria fugacidad y el carácter inasible de la experiencia individual. La identidad, siempre en fuga, se fragua frágil en la itinerancia. El sujeto, al coleccionar las evidencias de su marcha, y al abrazarse a su materialidad, no puede levantar desde ellas una subjetividad firme, y es sólo reinventando el recuento que puede hablarse del sujeto como viaje.
Diaspóricos, los sujetos caribeños viven en la extranjería de su propio cuerpo. Escapados hacia la metrópolis que no les deja olvidar su origen, viven en constante refiguración de esos signos que no acaban de rendir una identidad dura. Aún en su «patria» viven desplazados por la perplejidad ante esa identidad borrada, imprecisa, cambiante. Como si nuestras islas siguieran siendo lo que eran en la imaginación del conquistador: entidades móviles, siempre flotantes y a la deriva, en el mapa de un Caribe que no cesa de ser global.
[Esta ponencia fue leída en el simposio Desdibujando fronteras: Memoria y ficción en el Caribe y Latinoamérica en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe
Sábado 15 de octubre de 2011, Sesión de la tarde]
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