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Lilliana Ramos Collado

“Debacle de la teoría o regreso a la teoría del deseo (teórico), al estallido, al desvío, a la ruptura de la delectación y el goce, a la Arcadia: utopía-insignificancia.” — Louis Marin, Détruire la peinture[i]

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Nicolás Poussin, Los pastores de Arcadia (1638-39)

… y es que, cada vez que regreso a la obra de Arnaldo Roche Rabell, y visualizo sus autorretratos desconcertantes, sus paisajes en extinción, sus abigarrados bodegones, regreso también a ese locus mortal que de muchas formas me recuerda ese paisaje crepuscular que Nicolás Poussin tituló Los pastores de Arcadia (1637-1638). En el centro de un paisaje abierto, tres pastores y una mujer observan detenidamente un sarcófago de piedra que lleva una misteriosa inscripción: “Et in Arcadia ego”, o “Yo también estoy en Arcadia”. Ese lugar no es otro que una especie de tierra prometida, el Paraíso, el territorio de las almas eternas y felices. Pero, ¿lo es? La inscripción es ambigua: no sabemos si el muerto dice que está allá, en la Arcadia eterna y feliz, o si se quedó al lado de acá: en una Arcadia devaluada y donde se quedaron los pastores mortales.

Así imagino las pulsiones opuestas que se van afirmando y a la vez cuestionando en la obra de Arnaldo Roche Rabel: construir o destruir el Paraíso, construir o destruir el sujeto, construir o destruir la pintura. Es decir: la creación como destrucción, o la destrucción como creación. Como intuye Eduardo Laddaga, cuando de arte se trata nos encontramos en un “territorio sitiado, en permanente contracción… por la multitud de prácticas… cuyo poder relativo de capturar y sostener el interés de los espectadores parece crecer más que declinar”[ii]. Lo interesante es que esta demanda pública incluye una guerra abierta por y contra la “originalidad”, incluso la “sinceridad”. Con demasiada frecuencia vemos todo ese ideario del “buen arte” en clichés servidos en bandejas entre los piscolabis que se reparten en las aperturas de las exposiciones.

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Arnaldo Roche Rabell, Sé que me estabas esperando (2015)

El interés que nos cautiva en la obra de Roche Rabell es, precisamente, el suspenso que nos deja luego de gozar de los malabares teóricos, existenciales y sociales que nos revela. Roche expone ante su espectador no sólo una imagen, sino aquella imagen que es la cumbre de un relato de su historia personal transmutada en arte, imagen colocada en un contexto de obras que discuten el “asunto” desde diferentes ángulos y que interrogan siempre al espectador. Por ello, entre los títulos de sus obras abundan las preguntas, los tanteos y las descontextualizaciones. Reconocemos estos enunciados perplejos porque nuestro artista regresa a y egresa de unos mismos géneros que prosperan en la cotidianidad o que constantemente replantean la idea de sujeto. Así son los autorretratos y los bodegones de Roche: pesadilla y plenitud.

Roche ha explorado el bodegón desde comienzos de su carrera. ¡Por supuesto! Toda carrera universitaria en arte comienza por clases de dibujo del cuerpo humano y clases de pintura con el tema del bodegón. Con el bodegón se aprende sobre luz, sobre profundidad, sobre relación entre objetos diversos, sobre formas disformes, sobre realismo en la representación pero, sobre todo, sobra la perspectiva cercana y chata que caracteriza a la inmensa mayoría de los bodegones: se trata de composiciones próximas a la mano del espectador, que usualmente carecen de trasfondo, y que llevan una iluminación fija que fuerza al aprendiz a estudiar cómo las luces y las sombras dan contorno y solidez a los objetos. En principio, todo bodegón es igual o muy parecido a los millones de bodegones que han invadido nuestro campo visual desde, al menos, los frescos hermosos que hallados en la rescatada ciudad de Pompeya.

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Arnaldo Roche Rabell, [Sin título] (2016)

Pero es mucho más lo que Roche obtiene del bodegón. A fin de cuentas, en cada época de la historia de la humanidad, a la mesa se sientan las necesidades sociales, políticas y humanas de toda sociedad. La calidad de la mesa, la presencia de sillas, la existencia de repisas u hornacinas donde proteger los alimentos, los tipos de alimento, si hay o no hay cubiertos de mesa, platos, tazas, si las vituallas se encuentran en la mesa o en el suelo… todos estos elementos nos indican la escala social de los comensales, sus costumbres, sus ideales, sus reglas de etiqueta, su dispendio y su economía. Hay mesas desbordantes donde bellas copas y garrafas de vino acompañan una perdiz bien cocinada y adornada, o una naranja a medio descascarar. Se nos presenta, en general, una visión frontal o axonométrica de esta escena siempre demasiado cercana al espectador, y presuponemos que nosotros también estamos invitados a compartir el festín. El bodegón suele ser simple y llano, como los bodegones de nuestro Francisco Oller, o lujoso y apetecible, como los rutilantes bodegones holandeses del siglo XVII. Con esa tradición Roche está en deuda.

Pero la deuda de Roche con la tradición del bodegón —considerado como un “género pictórico menor” dado su carácter íntimo y la pequeñez de casi todos los ejemplos históricos— se encuentra sometida a un replanteamiento radical. Los bodegones de Roche en general carecen del encuadre que proporciona un nicho u hornacina, una mesa o el espacio tumultuoso de una cocina. De hecho, Roche rechaza el “marco” del bodegón (mesa, hornacina, cocina…) y, literalmente, derrama el bodegón más allá del borde de la tela o tabla sobre la cual pinta.

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Arnaldo Roche Rabell, [Sin título] 2015

Siguiendo el gesto “desfigurante” de la pintura del siglo XIX, donde las escenas son cortadas por el marco aludiendo a un más allá del lienzo, Roche advierte que los objetos de su bodegón son tan ricos, complejos y abundantes que no pueden “encuadrarse en un cuadro”, como ocurre con la serie de rosas silvestres pintadas en el campo por Vincent van Gogh durante su estadía en Saint-Rémy-de-Provence poco antes de su muerte. Para Roche y para van Gogh, el bodegón es el acto de arrancar de la naturaleza “detalles”, segmentos significativos, y ofrecerlos, así, amputados de su contexto vivo, a los ojos del espectador: Nos dice Daniel Arasse:

“… el cuadro ofrece a la mirada una confusión de objetos recortados y artísticamente unidos unos a los otros, una suma de detalles acumulados y no una totalidad orgánica de un conjunto” [iii]

Al renunciar a representar “la totalidad orgánica de un conjunto”, tanto van Gogh como Roche fuerzan al espectador a comprender que la naturaleza es infinita, que todo recorte de lo natural, todo encuadre que opera automáticamente nuestra mente, no es más que una ficción, y que llamar la atención sobre la infinitud de lo natural no sólo es honesto por parte del artista, sino esencial a la hora de valorar nuestra experiencia ante la inmensidad abigarrada de nuestro entorno. De nuevo confirmamos cuán profunda ha sido y sigue siendo la conversación de Roche con la obra de van Gogh — este caso, con piezas poco conocidas: sus bellas rosas silvestres de Saint-Rémy. Van Gogh y Roche lo saben: cortar para resaltar no es otra cosa que celebrar el detalle que, de otro modo, se perdería en el barullo torrencial de lo real. El trabajo del artista ante el exceso de la realidad es señalar el detalle y, a la vez, advertir el carácter infinito de la oferta de lo natural. Se trata de un equilibrio sabio pero difícil de obtener: agarrar el detalle para intuir el todo.

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Arnaldo Roche Rabell, Regresé por ti #1 (1025)

En el caso de Roche, hay que señalar otro elemento importante en la convocatoria desparramada de sus bodegones: en vez de situarse de frente a su objeto, en vez de ponerlo a “posar” para él, en vez de  situarlo en su mejor perfil, Roche escoge algo insólito en un bodegón, mirar “desde arriba”, es decir, con “mirada cenital” o desde el cénit. Hemos visto intentos de esto en los cubistas, sobre todo en los bodegones de Picasso y de Juan Gris, quienes no lo llevaron hasta sus últimas consecuencias. La cenital es una mirada extraña, inusual, que pertenece a la cartografía y a la cirugía, al paisajismo y a la agrimensura. Con frecuencia vemos esta mirada cenital en artistas como Francis Bacon quien, en sus escenas de cama y sexo donde esa mirada desde arriba intensifica el carácter grotesco y doloroso de las poses de los personajes. Esa mirada cenital, también conocida como la “mirada de Dios”, más que mirar, escruta, concentra y, a la vez, recorta. La mirada desde arriba es “todopoderosa”, y es también atenta, controladora, es decir, “científica”, “médica”: la mirada dura del cirujano o el anatomista mientras hurga en las entrañas del cuerpo humano. Ocurre, pues, que Roche, al observar desde arriba aquello que puebla sus bodegones, arroja una mirada minuciosa que “pone en su sitio” los objetos, como si se tratara de un ejercicio de entomología, como si se pincharan mariposas para coleccionarlas en un gabinete de curiosidades. Roche lo ha dicho antes en cuadros a los que alude al “coleccionista”. Sí: Roche colecciona los detalles del jardín y los atrapa en su bodegón.

Este recorte del jardín visto desde arriba propone otros retos de interpretación: el jardín nunca es, en realidad, un “espacio natural”. Producto de la voluntad humana que selecciona y ordena las plantas, el jardín es un espacio ornamental, no sólo al escenificar objetos bellos para el mero disfrute de la mirada, sino objetos simbólicos que nos llaman a una interpretación de su existencia en el contexto del jardín[iv] y del bodegón donde éste habita. Por ejemplo, en varios de estos bodegones “cenitales” hay algunas piedras blanquecinas que sirven de “mesa” a flores moribundas o muertas. Están ahí ofrecidas en sus detalles como ilistraciones de botánica. Justo a su lado se encuentra la planta viva y se nos da la ocasión de compararlas, mientras el artista nos advierte el ciclo mortal de toda flor. La forma de pintar cambia: de la aglomeración extremadamente texturada de la pincelada o paletada que crea la flor viva, la flor muerta, totalmente chata, aparece simplemente abocetada o dibujada sobre esta piedra que es papel de colorear para el coleccionista curioso. En una misma obra, Roche nos devela el proceso de vida y muerte de la flor, y el proceso de conservar en imagen esa vida y esa muerte.

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Arnaldo Roche Rabell, Lo nuestro (2015).

Hay también en estos bodegones recientes de Roche un ímpetu que yo llamaría “surrealista” relacionado con el asedio a la superficie pictórica. Roche usa diversos materiales para adherirlos a la superficie, y va construyendo un híbrido complejo que incluye también pigmento aplicado sobre lienzo o madera. Aquí vemos otra cosa que ya había sido utilizada por Roche, pero que ahora protagoniza el ataque a lo pictórico: el artista vacía en moldes planos una cantidad de óleo, lo deja endurecer y luego lo corta y usa esas tiras de óleo para literalmente construir la imagen en un collage que problematiza la noción de “pintar”: la pintura se convierte en construcción, la aplicación de pigmento deviene rompecabezas.

Podemos hablar aquí de “destruir la pintura”, como nos indica Louis Marin, ya citado. Dominar, desde la tradición de la pintura, la transición entre colores para lograr realismo mediante la fusión de los diversos tonos de verde de una hoja, por ejemplo, se reduce, en estas obras de Roche, a aplicar tonos “duros” hechos de diversos pigmentos, cada uno de ellos fijo e invariable. Sobre la superficie pictórica se levanta una maraña de tiras de óleo, cada una siguiendo una paleta estricta, pedazos de pigmento aplicados sobre un fondo pintado que queda como zócalo desde donde se va erigiendo la obra como un edificio de colores superpuestos, no fusionados. Roche convierte la pintura en una masa de abruptos relieves que rememora el gesto ilusionista del cubismo, pero aquí la ilusión cubista se convierte en certeza: el bodegón de Roche es un relieve. Roche ha convertido su obra en una aglomeración de materias reales, más allá de formas y colores sobre una superficie bidimensional. Por lo tanto, en vez de crear la ilusión de profundidad mediante la famosa técnica del push and pull que propone Vassily Kandinsky,[v] Roche descoyunta la imagen y la convierte en collage de trozos de pigmento, y así cuestiona si su bodegón todavía pertenece al género de la pintura, pues ya no nos entrega una imagen, sino un objeto.

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Arnaldo Roche Rabell, [Sin título] (2015)

Por otra parte, en lo que también veo como un homenaje a las tradiciones del surrealismo y del cubismo, Roche asedia el bodegón de mesas y floreros echando mano de impresos hechos con encajes y telas texturadas. Quizás una memoria de los paisajes de nuestra Myrna Báez, donde abundan estos impresos hechos con encajes a los que ya Roche ha hecho referencia en sus pinturas azules, lo cierto es que, en ellos, la intromisión abrupta de espacios azules con dibujos a pincel y pigmento blanco nos remite a la violencia de sus obras azules en gran formato, cuya violencia dista mucho de estos bodegones vegetales en tamaño mucho menor. Interesa decir que el regreso de este azul “intersticial”, asomado al bodegón colorido lleno de hermosas plantas, propone un doble nivel en el cuadro. (Para conocer las obras azules de Roche, pulsa aquí.) Obras como Regresé a ti No. 1, No. 2 y No. 5 tienen ese carácter ominoso de objetos construidos con materias heteróclitas y por ello mal juntadas y frágiles, colocadas sobre un amenazante azul subyacente. El azul inevitablemente retrocede ópticamente hacia el fondo del cuadro, y se intuye como fondo del jardín florido. Ominoso, extraño, amenazante, este azul subterráneo cuestiona el carácter turgente y estallante y vibrante del jardín. Como si la felicidad no fuera completa. Como si la felicidad de la flor fuera siempre precaria pues está plantada en tierra/azul.

De muchas maneras, con sus bodegones audaces e iconoclastas, Roche se ha percatado de que él constituye para sí mismo una “tradición” al (re)inventar de nuevo aquella Arcadia con la que inauguré este ensayo: convocar las posibilidades de lo ya hecho, echar mano de elementos, técnicas y detalles de aquellos momentos en las “tradiciones pictóricas menores” que representaron desvíos de las tradiciones occidentales más estimadas y documentadas. Pero, sobre todo, al convocar y provocar el jardín, Roche siempre atiende el desvío, el camino pedregoso, la meta ambigua. Además de ser un artista de técnica fuerte, Roche cuestiona a Chardin, a Velázquez, a Fra’Angelico, a Goya, a Cézanne, a van Gogh, a Picasso, a Juan Gris, entre tantos otros. Se sabe parte de una genealogía de artistas voluntariosos, revolucionarios y solitarios. Por eso su obra insiste en explorar una Arcadia que puede estar en el más allá de lo eterno, o en el más acá de lo frágil, efímero, mortal. Roche sólo sabe que él también está en Arcadia, una Arcadia que nos sigue siendo inaprensible, ferozmente equívoca. Y, en el fondo, azul.

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Arnaldo Roche Rabell, [Sin título] (2016)

[Este ensayo se publicó originalmente en el catálogo de la exhibición Contemperáneos, compuesta de obras de Lope Max Díaz y Arnaldo Roche Rabell, en el Museo de Bayamón, Puerto Rico, en febrero de 2017]

Notas:

[i] Louis Marin. Détruire la peinture. Paris: Flammarion (1977): 101. La traducción del francés es mía.

[ii] Eduardo Laddaga. Estética de laboratorio. Estrategias del arte del presente. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora (2010): 46.

[iii] Daniel Arasse. “La double dislocation du détail”. Le détail: Pour une histoire rapprochée de la peinture. Paris: Flammarion (1996): 228. La traducción al español es mía.

[iv] Ver, en general, el hermoso y profundo libro de Robert Pogue Harrison. Gardens. An Essay on the Human Condition. Chicago: The U of Chicago Press): 53, especialmente el capítulo titulado “Mon jardin à moi”.

[v] Según Kandinsky, el ojo humano percibe los colores oscuros como retrocediendo hacia el fondo de la superficie pictórica y los colores cálidos o vibrantes como adelantándose hacia el espectador, lo cual da al cuadro una falsa  tridimensionalidad. Este efecto se conoce como push and pull. “Los efectos del color”. De lo espiritual en el arte. Contribución al análisis de los elementos pictóricos. Trad. de Genoveva Diesterich. Barcelona: Paidós (1996): 52.

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