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Los museos, más que exponer obras, exponen la gente a las obras. Son Pepa y Pancha quienes, al entrar al museo, quedan expuestas al arte.
Lilliana Ramos Collado
El interesante comentario —publicado en la revista digital puertorriqueña 80 grados http://www.80grados.net/2012/03/mejorar-a-augusto-marin/ — de la colega Margarita Mergal sobre la intervención publicitaria de Claro sobre el mural de Augusto Marín en el Centro de Bellas Artes en Santurce, Puerto Rico, requiere una meditación profunda pues describe el riesgo de todo arte: hacerse invisible por falta de conexión con el presente, o por falta de pertinencia obvia para el que lo observa. El problema del «arte público» es mayor, pues está ahí asumiendo el riesgo de sobrevivir entre los infinitos estímulos que el paisaje urbano supone.
La oferta sensorial de la ciudad es inmensa, y una obra de arte es un fenómeno más en esa maraña de conexiones deliberadas o accidentales que llamamos «ciudad». Para tener “buen arte público”, el issue no es tener un «gobierno educado», pues si algo queremos evitar son los dirigismos culturales que, precisamente, fueron el origen del Centro de Bellas Artes así como lo conocemos. No nos interesa una cultura que nos venga «desde arriba». Tampoco ese “buen arte” es una cuestión de «gusto» o de «educación» como lo proponían los estetas del siglo XVIII y XIX. Si el arte entraña y vehicula la libertad, no podemos sino invitar al público a que lo trate con la misma libertad con la cual lo asumió el artista. Porque no sólo el artista es libre: Doña Pepa y Doña Pancha también pueden asumir con entera libertad su apoyo al arte.

Versión imaginaria del anuncio de Claró encima del mural de Augusto Marín, ya que no logramos fotografiar el anuncio real pues se exhibió por un par de días solamente.
Por otra parte, los museos no son templos llenos de objetos milagrosos cuya función es guardar los «valores culturales», sino lugares de discusión donde esos objetos que llamamos «arte» se carean con su propia necesidad y pertinencia. De hecho, hoy día, la «pertinencia» y «el valor» de una obra de arte están siempre en tela de juicio, al punto que los museos hacen enormes esfuerzos por atraer la atención sobre las obras mediante colgadas imaginativas, nueva inteligencia curatorial y la creación de nuevos contextos. Parece ser que, en estos momentos, el público clama —a la vez y contradictoriamente— un arte conocido que le dé sosiego, pero —también y contradictoriamente— un arte por conocer, que le rete su cacumen. Los museos, más que exponer obras, exponen la gente a las obras. Son Pepa y Pancha quienes, al entrar al museo, quedan expuestas al arte. Por eso la labor del museo hoy día es tan compleja. Educa, sobre todo, la disponibilidad del público a exponerse al elemento inescrutable que cada obra de arte tiene y al desasosiego que supone esa inescrutabilidad. Ante el arte, nadie está seguro de nada. No hay una única clave para apreciar una obra. Las obras no son enigmas que podemos despachar al encontrar «LA CONTESTACION CORRECTA» en cuanto a su significado y pertinencia.

Marcel Duchamp, «L.H.O.O.Q.» (1919).
El arte ha sido siempre iconoclasta: precisamente porque las vanguardias de hoy son la retaguardias de mañana, mañana tendremos que de nuevo derribar la norma del arte. Cuando un proyecto gubernamental de arte —sea un museo, sea un grupo de obras de arte público— cobra forma, el reto es integrar a una comunidad heterogénea para que colabore con asumir el riesgo de seleccionar obras y lugares, artistas y conceptos. Siempre, por supuesto, será un fracaso, precisamente porque estamos en una cultura del gusto que dados sus trescientos años de señoreo, es casi imposible de combatir. Por eso, grandes pensadores culturales como Jacques Rancière proponen el gesto modesto, en vez del gran gesto; la obra modesta, en vez de la gran obra. Así, opina él, puede impactarse a la comunidad no con las economías de escala que caracterizan el gran gesto publicitario, sino con gestos únicos, en general efímeros, más sutiles aunque directos, que interpelen a la comunidad de uno en uno. De eso trata el artículo que publiqué en hace poco aquí en Bodegón con Teclado, titulado «Chiquitear el monumento: Dos instancias de arte comprometido», y al que puedes acceder en este enlace: https://bodegonconteclado.wordpress.com/2012/03/02/chiquitear-el-monumento-dos-instancias-de-arte-comprometido/
Mergal se queja del chiquiteo que el anuncio de Claro —la compañía de telefonía móvil— supone al cubrir el mural de Marín. Debo decir que, interesantemente, ese es el mismo gesto de Marcel Duchamp al ponerle bigotes a una copia de la obra maestra de Leonardo: La Mona Lisa. Y si bien Claro no es Duchamp, ni tiene su misma intención, ni constituye el gesto deliberado que caracteriza al arte, creo que tenemos que ver esto con mayor profundidad: ¡cómo la fuerza del capital está hoy día haciendo gestos que antes hacía la vanguardia!

Marcel Duchamp, «Fontaine» (1917).
Podría decirse que la hipervisibilidad del mural de Marín lo ha hecho invisible desde hace rato, y que el anuncio encima —esos rojos bigotes duchampescos que le ha colgado Claro— le ha devuelto la visibilidad, según la reacción que tuvo la propia Mergal al verlo: una sorpresa que le hizo recordar a Marín y a su mural. Recordemos la famosa “fuente” de Duchamp, su percha de botellas, su rueda de bicicleta. Cada uno de estos objetos, trasladado al espacio de arte, devino nuevo, resignificado, sorprendente. La pregunta es si podemos “pervertir” el gesto de Claro a favor de Marín, en todo caso.
Hay una instancia de “extrañamiento” — de la cual nos habla Bertolt Brecht— sin el cual el exceso de estímulos en competencia tiende a ocultarnos las cosas. El artista sabe que una acción que provoque extrañamiento obligará al espectador a mirar de nuevo y renovadamente. Irónicamente, eso es lo que ha logrado Claro al “profanar” el mural de Marín.
Por otra parte, pienso que si la publicidad necesita ocupar el lugar de Augusto Marín es porque está en crisis. La inversión enorme en publicidad hoy quizás no signifique el triunfo de la mercancía, sino la crisis y la debacle de la mercancía, pues ya no podemos confiar en la calidad o la pertinencia de los objetos, precisamente porque las economías de escala ya no pueden prometer ni una cosa ni la otra. El público se ha hecho más escéptico. Mientras pensemos que hay una relación de oposición entre el arte y la publicidad —batalla que según mucha gente la publicidad está ganando— no estamos comprendiendo lo que el arte es y para qué sirve.

Marcel Duchamp, «Percha de Botellas» (1914).
No podemos arrastrar el arte al terreno de la moralidad —de lo que se “debe” hacer, de lo que es “correcto”—, pues el arte suele estar insidiosamente relacionado con la «inmoralidad» en tanto busca crear nuevos paisajes de lo sensible que crean enormes boquetes en el mundo tal como lo concebimos y creemos conocerlo. Muchas de las acciones y objetos de arte del presente son inesperados, a veces casi imperceptibles, y casi puedo asegurar que, para que la Mona Lisa siga siendo «nuestra», tenemos que seguir creando pensamiento sobre ella. También el público del arte debe ser creativo al seguir apropiándose de las obras del pasado.
El arte es responsabilidad todos, y para el arte no queremos tolerancia, sino una aceptación problemática, en duda, perpleja. Está visto y requetevisto que si el arte necesita el aval del gobierno para sobreponerse al empuje de la publicidad, pues, ¡vaya! el arte está muerto. Por eso creo que oponer arte y publicidad es hablar de chinas y botellas, y es, a fin de cuentas, pensar que hay una relación de igualdad entre ambos pues el arte, según Mergall, debiera ocupar ese lugar que la publicidad pretende «usurpar». Creo que esta no es la manera de buscar un espacio de pertinencia para el arte.
En toda época, el arte ha pujado por su espacio. Leonardo, Botticelli, Courbet, Picasso, proponían nuevas maneras de mirar, y no hay que olvidar que tuvieron que reclamar su lugar de visibilidad a contrapelo de un arte mediocre que buscaba instalarse en el gusto de época y no en ese lugar difuso y contradictorio del «hoyo negro» donde todo está siempre por advenir al sentido. Esas obras mediocres cedieron a la vanguardia que cada uno de estos artistas constituyó en su momento. Claro está, nuevas vanguardias derrocaron a Leonardo, a Botticelli, a Courbet y a Picasso. ¿Qué será lo que venga? Quizás el arte del presente resulte invisible porque nos resulta inconcebible, como dice Giorgio Agamben que es todo lo «contemporáneo». Clamar por la pertinencia del arte del pasado es lo que suele hacer el establishment, y con frecuencia el establishment es el primero en defender este arte a costa de hundir y silenciar el arte contemporáneo. Esas son las contradicciones de pedirle al establishment que mantenga el arte desde el establishment.

Marcel Duchamp, «Rueda de bicicleta» (1913).
Esto del arte no es cuestión de “valores”, no es cuestión de achacarle todo al neoliberalismo ni a los revuelcos del capital. Hay algo en el arte que, como decía Balzac de las mujeres, «nunca es casto». Tendremos nosotros que abandonar un poquitín la castidad para hacerle honor a ese acto de libertad que atañe tanto a los artistas como a su público.
Saludos a Margarita Mergal, y gracias por la oportunidad de pensar. Eso es, a fin de cuentas, lo valioso: pensar las cosas, debatirlas.
[Este artículo se publicó originalmente en la revista digital 80 grados bajo el título «No hay que olvidar esos famosos bigotes…» al que puedes acceder en el siguiente enlace: http://www.80grados.net/2012/03/no-hay-que-olvidar-esos-famosos-bigotes/ ]
No podria estar mas de acuerdo.
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Adlín, ese es el riesgo del «arte público» que se encuentra a la intemperie. Si se vuelve invisible por el desinterés de la gente, si deja de ser pertinente para los que andan en la calle, siempre corre el riesgo de ser profanado. Lo mismo ocurre cuando las paredes blancas de edificios y casas privadas son grafiteados, y sin embargo defendemos el grafito que, a fin de cuentas, constituye una «profanación» de la arquitectura. Si criticamos a los que «profanan» a Marín, ¿por qué defendemos a los grafiteros? Esto es, ciertamente, un double standard y nos hace cuestionar nuestras definiciones de lo que es «arte». Saludos, y gracias por leer y cortar al debate!!!!
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“Responder es un acto ambiguo”, escribe Didi-Huberman (2007, p.98) y agrega: “responder es a menudo negar, aniquilar una certeza estereotipada”.
(Didi-Huberman, Georges (2007). La Pintura Encarnada. Valencia: PRE-TEXTOS,
Universidad Politécnica de Valencia (Coeditor))
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Hola, Pocaspalabras! G. Didi-Huberman, uno de los pensadores a quien más respeto y leo con sistemática pasión, ha mostrado cierta perplejidad filosófica ante «la respuesta», sea fantasmal —como en «La imagen sobreviviente» (ABADA, Madrid), en «Phasmes. Essais sur l’apparition» (Minuit, Paris) e incluso en su «Ouvrir Vénus» (Paris, Gallimard)— o sea efectiva —como en su más reciente serie de libros acerca de la relación entre el arte y la historia. Antes de leer a Didi-Huberman, yo misma pensaba que la filosofía está en la pregunta, pero nunca hasta leer A Didi-Huberman con atención había visto la efectividad demoledora y disolvente de la respuesta, no como afirmación pa’trás, sino como acto que introduce la incertidumbre en la ecuación dialógica. Mergal, en su componenda contra la megatransnacional Claró, exige del estado la certidumbre de un arte respetado por estar muerto en los museos y esclerotizado en los libros escolares, y pide al estado protección para un arte que incluso ella misma había olvidado. Entiendo que instalarse sorpresivamente en lo «liberador» que puede ser —sin querer— el acto mismo que ella ataca, nos devuelve la urgencia de asistir al arte como algo inmediatamente coetáneo. Secuestrar a Claró para «encubrir» y luego «develar» —como hacía Christo en el Parque Central de Nueva York— el espacio de poder donde se instala un mural ya invisibilizado es también producto de un ojo liberado y liberador.
Esto sin contar con que el arte «público» lo tramita el estado con propósitos determinados y es, en general, impuesto, de modo que Claró y el mural de Marín —ambos enunciados en los muros del «poder público» (el mural está en un edificio del estado)— se funden para delatar la «ceguera» de ese muro. Los «bigotes» que pone Claró sobre ese muro público nos «devuelven» la imagen del mural, que ya había estado «encubiertamente invisibilizada» sobre el muro! Devuelta y develada, adquiere algo que nunca había tenido: urgencia de ser vista. Esto es delirante, Pocaspalabras!!!
Gracias por tu comentario!!!!!!!!!!
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NO llegué a ver el anuncio de Claro sobre el mural de Augusto Marín en el CBA
pero si los anuncios que han puesto sobre el mural del Maestro Marín en Isla Verde
en el edificio Laguna Gardens, si no me equivoco el actual es de Scotiabank. La verdad es que es una auténtica atrocidad y sublime falta de sensibilidad que Augusto Marín ni artista alguno merece…
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