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Pero el problema no es una pasión —el odio—, sino la denegación del derecho a poseer un territorio, el derecho a estar ahí, el derecho a ese Dasein fundamental que funda, para cada cual, un lugar en el mundo. Yo también quiero estar. Debo estar. La guerra que se nos impone tiene que ver con la territorialidad. Se nos quiere obligar a escondernos, a regresar al closet, a morir de muerte social.

El dolor tiene rostro: los nuestros asesinados en Pulse, Orlando

Lilliana Ramos Collado

El otro día, mi indignación ante los dolorosos sucesos de Orlando, Florida, me invitó a regresar a uno de los libros más difíciles que he leído en mi vida: El mal propio: ¿Contaminar para apropiarse de qué?, del filósofo francés Michel Serres. La primera oración del libro es espléndida: Le tigre pisse le bord de sa tanière, o, literalmente, El tigre mea el límite de su guarida. Lo sabemos, los animales lo hacen, “marcan su territorio” con su inmundicia, con saliva, con sangre. Nosotros lo hacemos: con nuestro sucio corporal, con nuestra huella, con nuestra firma, también marcamos territorio. Así son las verjas, las fronteras internacionales, las puertas, las ventanas, las trincheras. Así es la vestimenta, así es el esgrimir la manguera desinfectante en el exacto límite de propiedad que nos separa del vecino. Sí, marcamos territorio. Dentro de la marca del chorro de orín —real o simbólico— sólo entra el invitado que es amigo o familiar, o, en contra nuestra, el ladrón, el traidor, el Otro. Pienso que es una pena desperdiciar tanto orín creando barreras. Dicen los científicos que no hay mejor fertilizante que el orín humano para lograr sin mucho gasto una cosecha espléndida.

¿Por qué usar nuestra inmundicia para establecer nuestro dominio sobre un lugar? De hecho, usualmente echamos nuestra inmundicia sobre una inmundicia anterior. Queda muy poco espacio en nuestro planeta que no haya sido usurpado ya —es decir, infectado por nosotros y luego limpiado para ocuparlo nosotros. Somos irremediablemente invasores, parásitos: hacemos guarida meando lo que le quitamos al Otro. En realidad, no somos humanos, sino primates meones.

Lo sé en carne propia porque pertenezco a la comunidad LGBTTQ, cuya humanidad es negada cada día: de hecho, nuestra sangre ha sido utilizada por el tigre para convertir nuestra discoteca en su guarida. Soy una «alguien» a quien se insulta o se mata, se acalla o se ataca para así evitar que yo también me apropie de un lugar, plante mi huella, estampe mi firma. Pero el problema no es una pasión —el odio— sino la denegación del derecho a poseer un territorio, el derecho a estar estar ahí, el derecho a ese Dasein fundamental que funda, para cada cual, un lugar en el mundo. Yo también quiero estar. Debo estar. La guerra que se nos impone tiene que ver con la territorialidad. Se nos quiere obligar a escondernos, a regresar al closet, a morir de muerte social. Cada vez somos más visibles y por eso nos atacan más.

Me pregunto, ¿debemos convertirnos en ese primate meón hambriento de territorio? ¿A quién le quitaremos su lugar? ¿Al discapacitado, al afrodescendiente, a la anciana, a la madre soltera, al caribeño, al pobre, al desempleado, a otro de nuestra misma comunidad, a cadacual, a cadacuala? ¿Resolveremos nuestro Dasein, nuestro “estar ahí”, como lo hizo el tigre, como lo hacen los fanatismos religiosos o los que convierten su prejuicio en meada marca territorial? ¿Acaso no somos una minoría entre minorías que se encuentran en la misma posición social, política, e histórica? ¿Queremos realmente ser como esa gente voraz que quiere invadirlo todo, parasitarlo todo? ¿Seremos felices imitando a los que nos prohíben ser y estar? ¿A quién más débil que nosotros le vamos a arrebatar su finquita?

Una de las decenas de vigilias celebradas en duelo y recordación por las víctimas de la homofobia en Orlando.

Una de las decenas de vigilias celebradas en duelo y recordación por las víctimas de la homofobia en Orlando.

Yo diría que ser el Otro nos hace libres en un sentido muy importante: una comunidad tachada puede aprovechar su condición de destierro social para crear nuevas formas de comunidad, nuevos conceptos de ser y estar, nuevas técnicas de sociedad, nuevas leyes, nuevos modos de ver el mundo, nuevos modos de alcanzar una plena humanidad, nuevos modos de usar las palabras… “mear”, por ejemplo. Sé que esto suena a utopía, pues no me animo a ser, como dijo una vez Julia de Burgos, “como los otros quisieron que yo fuera”. Somos valientes cada vez que vamos a una discoteca, a Plaza Las Américas, al cine o a un baño público. Un abrazo, una sonrisa compartida, una caricia nos pueden costar la vida. Y por eso nos abrazamos, sonreímos y nos acariciamos en público: para retar la norma a pleno sol.

Por eso somos valientes: hemos decidido estar a la intemperie, y cada día somos más bajo a luz del día. Cuidémonos unos a los otros, afinquemos nuestras fortalezas, seamos generosos entre nosotros mismos. A fin de cuentas, tenemos el mejor fertilizante para alimentar nuestra fuerza: el orín. En vez de mear como el tigre para marcar territorio, meemos juntos para fertilizar esta finquita abierta a todos y diversa en todo, para que siga creciendo constante y decididamente con nuestro trabajo hasta abrazar otras minorías cruelmente atropelladas. Nuestra cosecha será espléndida, tan espléndida que más de un vecino perderá su odio, querrá compartir su orín con nosotros y disfrutar el festín. Ya me lo estoy imaginando. Ya me lo estoy viviendo con franca, emocionada anticipación. No quiero que todos los nuestros que han sido blanco de la violencia hayan perdido su vida en vano

En fin, soy una optimista militante. El sol nos llama. Trabajemos duro. Seamos los agricultores de un mundo mejor pues —entendámoslo bien— ya no hay marcha atrás.