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Una tiene que debatirse entre apreciar la maravilla retórica de esta poesía o caer en la total desesperación una vez se comprende lo que ‘dice’. Quedarse en la superficie de este trabajo poético y contentarse con desglosar los componentes del talento de Ardín implica embarcarse en un proyecto anestesiante. Estos poemas parecen decirse solos, ser producto improvisado en el momento. 

Aixa Ardín, «Troposturas» (autorretrato)

Lilliana Ramos Collado

“… mi discurso es más fiel a la idea de mí que a la realidad de mí. Más importante aún es que trato de lograr que mi discurso no niegue esa realidad de mí y al contrario la exponga y me humanice, me vulnere y le devuelva la fragilidad a la complacencia del yo.» —Aixa Ardín, mi status de facebook

Fue emocionante hace unas semanas escuchar a Aixa Ardín  leer de improviso una cantidad substancial de sus poemas. Me he quedado cavilosa y decidí escribir sobre ello, quizás para ordenar mis propios pensamientos sobre la Poesía con mayúscula —es decir, como género literario—, para poder entonces abordarla con minúscula —es decir, caso por caso, pero me ocurrió lo contrario. Parto de que la poesía contemporánea tiene peculiaridades francamente reñidas con su estánding en el mundo de las letras, y estamos en tiempos en que anything goes. Y por eso me interesa la poesía de Ardín: porque ella, de muchas maneras, parece decirnos que nothing goes, una idea que me parece a la vez justa y espeluznante.

Palabras palabras palabras

“Tengo claro, que no es lo mismo palabrificar o apalabrar que dirimir palabrerías que abaniquen mis certezas o agazapen mis faltas.” —Aixa Ardín, mi status en facebook

Para Ardín, el ejercicio de escritura es primordialmente un ethos: busca insertarse en pleno mundo humano al versear lo social. Su reto como poeta es enfrentar el lenguaje en busca de una precisión “fallida”: su poética dramatiza la brecha entre las palabras y las cosas, y el despliegue léxico —siempre sustentado en una especie de duda metódica— no hace más que hundir al lector más y más en la incertidumbre. Entre el poema “Los poetas necesitamos más palabras” (Batiborrillo, 1988) y el más reciente “Día del poeta” (Esto y Aquello, http://estoyaquello.wordpress.com/tag/poemas/) donde advierte que “buscó poeta en el diccionario /
“género común” /
y encontró otra razón para
/ desconfiar del lenguaje”, Ardín ha acendrado esa duda que pone en jaque un lenguaje agotado, institución que ya no puede albergar ni vehicular la experiencia, el pensamiento o el sentido. En la cotidianidad abusiva que nos abruma, la falla del lenguaje —su traición— sólo apunta al hecho de que, en el creciente abismo entre las palabras y las cosas, se agazapa impune la injusticia.

Si Ardín sospecha del lenguaje, el mismo recelo se asoma ante la idea de los rumbos. El mapa, la cartografía, son trazado institucional que abole la libre ambulación fuera de ruta: Sin perder el temple poético, Ardín con frecuencia da la impresión de que su hablante poético anda destemplado en el matorral del mundo, intentando encontrar el camino y sus palabras. Por eso me ha interesado también cierta insistencia en los caminos, en los mapas y en los procesos: “las veredas que se miran en el mapa /
para saber donde no caminar
/ ha transitado la poeta caminos impostergables /
en total negación”… De  nuevo, la búsqueda de la palabra justa va de la mano con la búsqueda de un orden en el proceso de comprender un mundo en caos. ¿Existirá la palabra “justa” en medio de la injusticia? Si el disloque de la utopía es tan brutal, toda pesquisa léxica, toda búsqueda de ruta, toda búsqueda de orden y toda búsqueda de un sujeto integral están abocadas, si no al fracaso, sí a una constante lucha —imposible de ganar— por crear sentido, siendo “el sentido” un “orden”, siendo el “orden” el que le asigna su justo lugar a las cosas, a las personas y a las palabras.

En el vaciamiento entre las palabras y las cosas, nociones como la “verdad” quedan aniquiladas por el zarandeo mismo del lenguaje. La erosión metódica de “la verdad” como concepto central al discurso político de la poesía comprometida es, a fin de cuentas, una admisión de que la complejidad disolvente, destructiva: aleja al lector. ¿Cómo, pues, encontrar terreno firme para la protesta? ¿Qué consignas pueden sonar íntegras? ¿Cuáles son los proyectos que debemos asumir individual o colectivamente? La poesía de Ardín rezuma contradicciones, desconfianza, suspicacia ante sus propios actos de habla y ante el valor de su discurso poético, sobre todo manifiesta una conciencia casi pura de que el sujeto está escindido entre saberse a la vez discurso, y performatividad parlante y corpórea. La pregunta la hace ella misma: ¿Quién habla cuando “yo” habla? ¿Dónde posarse para expresar un juramento? ¿De qué materias estaría construido ese juramento? ¿Cómo prometer? ¿Cómo afirmar? Ante un desvalimiento así, ¿cómo actuar? Ardín decide colocarse como objeto ante el lector para que éste asuma su acto real sobre ella, y la “prenda”:

Claudia I. Cornejo-Amaya, “Doy la batalla” (2010)

Préndeme,
hazme llama agigantada, vorágine que consume.
Hazme mecha acelerada que detona bien los cuerpos,
que lubrica orificios y hace trueno,
que invade el aire y se apodera del oxígeno.

[…]

Soy andrógino y sexuado, inquieta identidad que no se registra.
Volátil ave de fácil vuelo no permanezco chamuscado.
Soy, fénix y abraxas, me regenero, doy la batalla.
Lucho que lucha la mano izquierda,
el corazón derecho, el escrúpulo ubicado arriba de la costilla,
la próstata que se cierne sobre la conciencia.
Caigo y venzo.
Venzo y caigo.
Escapo ágil de la encerrona y brillo que prendo.

[…]

Reniego indignada el control que accede el mons pubis,
el valle falo, la cueva lava contralba.
Incinero la ignorancia y el discrimen en fogatas infernales.
Acoso la libertad como si fuera cosa mía,
chispa mía, fuego mío.
Me rebelo contra el control que me agrede y me censura,
contra esa ley que me culpa y me condena en ausencia.
la ataco con el magma del compromiso hecho vientre y verga.
Creo mi propio dios sincrético que lleva mi nombre.
Mi propia diosa a mi imagen y semejanza,
mi ángel post-moderno, útil e imperfecto.

Prendo en mil llamas por cada vida escamoteada en closets […]
Soy, fuego hembra y llama macho, visible e ineluctable,
muñeco de papel y palabras multiacepcionadas,
un frágil entre-líneas que sólo percibe el astuto.
Soy, un tórrido archipiélago de estampas autóctonas,
un jíbaro jaiba, un juan bobo y su puerca,
un oso, una bucha, un mamito, una vedette.
Me prendo metrosexualmente, me epidemio.
Me alteran genéticamente lo que como y cultivo.
Me prohíben ser y adoptar.
Me criminalizan junto a mi familia
que se prende poco a poco conmigo
porque nunca he dejado de prenderme con ellos […]

Mecha lista me hago brasa cuando la norma me silencia,
cuando los cuerpos me erotizan.
Prendo de gusto y también de coraje,
de placer extremo y de genuina amargura.
Prendo que soy carne.
Prendo que soy hueso. Prendo que soy conciencia sola y colectiva
Prendo que  soy grito que al mezquino se le enfrenta.
El tú y el yo que se repite en la contienda. Soy somos los cuerpos que aman.
Soy somos los cuerpos que deliran,
los que se vuelven pasión y calma,
esos que se hacen sexo sin sucumbir a la reyerta
y hacen de la patria una cotidiana misión de vida.

— del poema “Prende”

Lo que vale para el lenguaje y para la cartografía, vale para la definición de género. En la obra de Ardín se plantea un problema de “orientación” —de lo queer— que implica el titubeo ante la corrección lingüística —el lenguaje no es propio, sino que debe ser apropiado, robado— como ya vimos, y un andar al sesgo, esa ambulación fuera de ruta. Ante una sexualidad “desorientada”, se produce un excedente en la errancia del sujeto que no sabe —ni quiere saber—su lugar, cuyo cuerpo-lugar sostiene signos incompatibles consigo mismos. De ahí surge en Ardín una libérrima política de los cuerpos, que deliberadamente ofusca el género de los pronombres, verbos y adjetivos. En sus poemas, la poeta emigra, ella misma como subjetividad preformativa, de un género a otro. Es el síntoma principal mediante el cual, como poetisa, deviene poeta, y como colectivo separado en masculino/femenino, deviene una masa de permutaciones encendidas por la chispa del roce con el cambio, cambio que desemboca en un replanteamiento del locus colectivo, en un nuevo ethos de la patria sin closets: la patria abierta.

Los pequeños actos del corpus

“No es fortuito que trate de entender al otro, de ser el otro, de sufrir el otro.” —Aixa Ardín, mi status en facebook

Para Ardín, el asedio del cuerpo —su erótica lésbica— cuestiona profundamente el tradicional corpus literario del amor. Una aguda conciencia de desconexión lo anima, y el amor se vuelve contundente cuando acaba, cuando puede enunciarse su “epifonema”, es decir, su exclamación final, su resumen. Quizás el imaginario de los afectos fallidos o truncos ha permeado todo el discurso de Ardín. Como si la larva destructora de su discurso y de su acto de habla viniera de íntimas promesas incumplidas, como si, en aspectos básicos, ese sentido primario de pertenencia nunca hubiera llegado a validarse con actos puntuales en la subjetividad cotidiana. Lo que me parece un reto extraordinario es tratar de sobrenadar ese abismo entre el sujeto “palabrificante” y aquel —mundano, material— que no se sabe o no se quiere hablante, sino que opera desde una corporeidad básica cuyo deseo, siempre imaginario, se verá defraudado por una interlocutora “palabrificada”: la amada. Por ejemplo:

Una de las páginas de «Epifonema de un amor», de Aixa Ardín

¿Habré de apartarme de lo simple,
de lo humilde de un beso?

¿Habré de olvidarme de la sencillez de una caricia,
del incalculable contenido de un suspiro?

¿Qué tal si mido el universo
y lo cuantifico en un logaritmo algebraico
y señalo su extensión y su volumen?
¿Qué tal si cuento las estrellas?
¿No sería eso tan exacto
como decir que hay muchas,
que hay millones?

¿No sería eso tan válido como el sordo concierto
de mis dedos cavilando tus promesas,
resguardando tus mitos, tus tesoros todos,
penetrando las profundidades del mar oscuro
y desconocido de tus deseos?

¿No sería eso tan puntual y cumplidor
como mis espasmos
y las gradientes de mis gemidos?

Tendré, tal vez,
que recurrir a lo infinito,
lo más allá de las fronteras de la existencia,
lo omnipresente,
lo todo,
lo pagano quizá, lo divino acaso.

Beatificarte

[…]

¿Será necesario que alguien,
un solo ser,
no haya sentido ya lo mismo,
no haya tenido mi suerte,
y no haya prendido a su piel
el recuerdo intacto de su amada?

—del libro Epifonema de un amor

El acto de escribir se percibe como la imposibilidad de concretar el acto en la materialidad del mundo y de los cuerpos, o, como reza la dedicatoria de Epifonema de un amor (2006), “[…] la palabra [está] incompleta sin la acción”. Es una variante poderosa del dictum lacaniano: “Todo acto fallido es un discurso logrado.” Y es la ética erótica a la que se refiere Jacques Lacán cuando nos habla de la amada en la poesía del amor cortés medieval, vigente aún en nuestro presente: “El objeto femenino se introduce por la muy singular puerta de la privación, de la inaccesibilidad. […] En este campo poético, el objeto femenino está vaciado de toda sustancia real. […] La creación de la poesía consiste en plantear, según el modo de sublimación propio del arte, un objeto al cual designaría como enloquecedor, un partenaire inhumano.” La amada, pues, se vuelve abstracta —sublime— al palabrificarse, se deshace en el umbral de lo sagrado, se vuelve más remota al ganar el contorno impreciso de lo divino. Así, la poética amorosa de Ardín —al igual que su poética de lo social— se funda en esa desconfianza esencial que proviene de actos de habla falaces, de la vaguedad anti-expresiva de un anonadamiento que no se atreve a decir su nombre, y de la consecuente falla de la comunicación. La falla de la palabra deviene, en el poema, la falla en la conexión de los cuerpos.

El asunto se complica al tratarse de un amor lesbiano en el cual la amante también busca ser la amada idolatrada, de bordes borrosos, también proyectada mediante el acto fallido por el discurso logrado de la amada en respuesta del suyo, a su poema. Así, este “epifonema” (más adelante me concentro en esta figura retórica…) se vuelve requiebro, petición de igualdad, de que se disuelvan finalmente el tú y el yo en amada y amada. Fallidamente porque ninguna existiría fuera de ese discurso que no habrá de lograrse por la falta de mutualidad preformativa, porque ni los cuerpos físicos ni el corpus literario lo habrán permitido.

El libro, manual para las manos

“Más de una vez no he encontrado qué acción pro-activa llevar a cabo para hacerle frente a casos cercanos de violencia contra la mujer, esa misma que conceptualmente tanto trato de señalar como escritora.”  —Aixa Ardín, mi status en facebook

Los tres poemarios de Aixa Ardín

Hay en Ardín una poderosa conciencia matérica, que se evidencia contundentemente en su Epifonema de un amor, libro hecho a mano como proyecto de los talleres de libro objeto Septiembre Algo, y diseñado por la autora con la colaboración de Nicole Cecilia Delgado. El formato apaisajado y estrecho nos obliga a leer en la horizontalidad implacable de la línea (pregunta la voz poética, “¿Cuántas líneas son necesarias para amarte?”), la parsimonia con la cual se van presentando los versos en una tipografía enorme y escasa, la variedad de tamaños y tipos ponen a las palabras impresas a gritar a todo pulmón, y las páginas cortadas o cosidas a mano en su centro nos hablan de la objetualidad del libro, que ciertamente desdice de la intangibilidad de las persona a quien es dedicado este discurso. Como libro, Epifonema es un acto logrado, lo cual parece implicar que pueda ser un discurso fallido: el lenguaje, en sentido conceptual, parece necesitar dirigirse a nuestros dedos, a nuestros ojos como imágenes y no como palabras, a nuestros oídos como ruido y no como escritura. De hecho, la visualidad abona al imaginario de la destrucción. El juego formal sobre la página mediante elementos de la poesía concreta, en los cuales las palabras y las frases pierden su especificidad para convertirse en jeroglíficos, abona a expresar esa desconfianza en la abstracción del lenguaje y le asigna una pertinencia mayor a las imágenes. Y el hecho de que podamos entender lo que leemos no quiere decir que podamos abrazarlo: a Epifonema no le basta ser buena literatura: hay que manosearlo.

Irónicamente, la cesura entre lo matérico y lo conceptual hace del libro un dispositivo preformativo que repite la brecha entre las palabras y las cosas, ahora entre cuerpo y corpus, entre grito y escritura; entre el cuerpo y el corpus, entre la escritura y el grito. Sin embargo, firmado cada ejemplar y numerado (mi ejemplar es una P/A, es decir, una prueba de artista) se convierte en  arte —pura sublimación, según Lacan, abstracción impenitente. Del objeto al arte hay un largo trecho donde lo matérico se disuelve para concentrar su presencia en algo simbólico. Delante nuestro, el poemario titulado Epifonema de un amor se va del lado de la amada —de lo sublime— que sólo nos trae el consuelo de haber sublimado, de haber proyectado en lo simbólico, un cuerpo en su concreción agitada y deseante. Que no nos extrañe esta metamorfosis: está dedicado a la amada, y a ella debe parecerse, a fin de cuentas. El libro es inhumano, como la amada.

En su último libro, La mano izquierda (2010), también hecho a mano por la autora, se repite la costura roja en el canto, y el corte incierto y desigual de las páginas de Epifonema, la rusticidad de la fotocopia, y el deseo de recapturar, ya no el cuerpo, sino un corpus poético anterior, pues se trata de una antología que suma ciertos poemas de Batiborrillo con poemas leídos en ocasiones públicas —entre los que se destaca “Prende”, uno de sus mejores poemas de política lesbo-erótica. Antologarse resulta ser un respiro, una recapitulación que la devuelve al seno de lo social, a tratar el lenguaje colectivo antes que el personal, solitario, del Epifonema. Regresa Ardín, con mano izquierda —torpe, aguerrida, como toda cosa ab-zurda— a anatomizar su discurso. La poesía política de Ardín nos obliga a ver la desconexión fundamental entre palabra y sujeto de modo que esa brecha pueda salvarse para lograr el acto. La poeta invita al lector a confesar la confusión y el desvalimiento propio ante la poquedad del lenguaje como acto en lo real, pero también busca contagiar al lector la arriesgada voluntad de actuar en el mundo.

Una tiene que debatirse entre apreciar la maravilla retórica de esta poesía o caer en la total desesperación una vez se comprende lo que «dice». Quedarse en la superficie de este trabajo poético y contentarse con desglosar los componentes del talento de Ardín implica embarcarse en un proyecto anestesiante. Estos poemas parecen decirse solos, ser producto improvisado en el momento. El vocativo que Ardín le lanza al lector puede ser el barranco por donde se vayan la “calidad” o la “pertinencia formal” de su trabajo. Y eso hace que su poesía me guste aún más. Es como si la extraordinaria pericia formal de Ardín cediera la palestra a la pertinencia política coyuntural para no enfrascarse en una pelea sin ganador. Creo que así debe ser la “verdadera“ poesía política. Con dos lenguajes que le son propios y vernáculos —lo físico y lo poético— que se funden impropiamente, Ardín construye una máquina, siempre prendida, de incertidumbres aviesas, proactivas, indispensables.

[Una versión corta de este ensayo se publicó en la revista electrónica Cruce:  http://www.revistacruce.com/letras/vernaculos-de-lo-fisico-y-lo-poetico.html ]