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por Lilliana Ramos Collado
“… nudabant corpora venti, / obviaque adversas vibrabant flamina vestes, / et levis / impulsos retro dabat aura capillos, / auctaque forma fuga est.”
—Ovidio, Metamorphoseon I, 527-530.
Así también comprendió Bernini el mito de Daphne. En su espléndida escultura —a cuyo pie labró como epígrafe los versos citados de Ovidio— decidió recoger el momento preciso en que Apolo, a punto casi de a atrapar a la hermosa hija de Peneo, presenció su pavorosa transformación en un árbol de laurel. Así los dioses complacían el grito de auxilio de la bella fugitiva, transformándola para salvarla de la lujuria divina. Segundos antes, corriendo tras ella, desesperado y deseoso, el dios enamorado observaba cómo el viento la desnudaba, cómo las brisas contrarias agitaban sus ropas, cómo la joven perseguida “aumenta la belleza en la huída” (“auctaque forma fuga est”). Aún después de transformada, insiste Ovidio, Apolo la amó y, como no pudo desposarla, tomó el laurel como su árbol emblemático. De él colgó su lira, símbolo y don de la poesía. La corona de laurel, señal de triunfo de ahora en adelante, sería el adorno perenne del Dios de la Lira.
Deseo que el mito de la metamorfosis de Daphne sea mi escena de lectura de La simetría del tiempo, el más reciente poemario de Javier Ávila.
I. El fin de la creación
Que la escena primitiva de la poesía sea la carrera desbocada tras lo deseado, que huye transformado en otro; y que de ese otro transformado colguemos después la lira —que no es otra que la poesía misma—, hace de la poesía un arte de la persecución colmada por la frustración ante lo irrecuperable. La poesía, ya no arte de la sublimación, ni de la recuperación, ni de la remembranza, se postula como la escritura del mártir, del testigo que colecciona las evidencias del otro inexistente, irrecuperable. Al decir de Barthes, “… saber que la escritura no compensa nada, que es precisamente ahí donde no estás: tal es el comienzo de la escritura.”[1] Avila se apresura a indicarlo en su “Testimonio”:
La busqué […]
en la caligrafía de su ausencia,
bajo la arena que acunó sus pasos […]
en la ficción de mi recuerdo de su rostro,
en mi escasez. […]
La busqué
lo suficiente como para convencerme
de que nunca existió.
Las cosas, los seres, la memoria, vestigios de lo que fue, son testimonios. Así, el espacio vacío, la pobreza, la escasez, son testimonios. También la ficción: otra ausencia construida por el recuerdo.La escritura, como “caligrafía de la ausencia”, no es otra que la huella, en la arena o en la memoria, de lo inexistente. El poema se erige como acto de discernimiento: el papel, negro en su vacuidad, apenas se disfraza de blanco para esperar un trazo que no es más que un encuentro. El poeta se acerca al papel para encontrar su cimera negritud de ausencia: la tinta, la huella. Así, en “Espejismo”:
La página real es un abismo,
un mar de oscuridad
enmascarado
por una rala capa de blancura.
La diestra mano sabe disgregar
con suma exactitud
lo negro de lo blanco…
¿Qué cosas surgen de la oscuridad, del abismo, gracias al poder de disgregación, de separación, de la “diestra mano”? ¿De qué escribir, si no de lo ausente, de lo sido, de lo irrecuperable? ¿Cómo nombrarlo sino “carencia”, “falta”, “incertidumbre”, “huella deliciosa”, “ignorancia licenciosa”, “flaqueza”? Hay que decir que esa es la trama de La simetría del tiempo: la carencia, la falta, la pérdida. Sin que deje de reclamarse ésta como “fin de la creación”, según se nos advierte en el poema “Réquiem”. Anfibológica trampa es esta frase en la cual “fin” dice a la vez “propósito” y “final”, de modo que esta pérdida se relaciona con la creación ambiguamente. Es a la vez su razón y su final, su método y su teleología. Por todo esto es tan importante este poema en el desarrollo de la poética de Ávila.
[…]
¿A quién le pertenece la palabra
final sobre la trágica cruzada
de letras fallecidas? Nadie labra
leyendas en sus lápidas. No hay nada
exento de olvido y de extinción.
La pérdida es el fin de la creación.
Vaciado en la forma del soneto, “Réquiem” es una elegía por la muerte de los “idiomas impotentes”; advierte, precisamente, el futuro del poema como posible idioma impotente, pletórico de “fósiles recientes de aquellas elegías”. La elegía, como arte funerario, hace el elogio del muerto, y su fósil sería, presumiblemente, el conjunto de palabras que la componen, habiendo huido de ellas la vida (es decir, el muerto). El idioma impotente de este fósil de elegía sería algo así como el idioma, hoy ininteligible, de la famosa Isla de Pascua, el que ya nadie habla y que ya no puede convocar ni acto, ni omisión, ni muerte ni memoria. Interesantemente, el poema de Ávila alude a la elegía ininteligible y le sirve a su vez de elegía a ella y al lenguaje en que fue escrita. En esta secuencia de ataúdes que se encuentran uno dentro de otro, el gran ataúd, el que todo lo contiene, es el “Réquiem”, que termina notando la muerte de todos los idiomas porque no están escritos en piedra. Huérfanos de toda materialidad (lapis, piedra), no están “exentos del olvido y la extinción”. Nótese, además, que la palabra “creación” sigue a la palabra “fin”, dramatizando, incluso en la materialidad del papel, esa rotundamente afirmada poética de la muerte creadora.
Para Ávila, la creación parece asociarse, pues, con el duelo de lo que es partido y de lo que ha sido la razón de ser. Y así, se intuye que la creación se asocia, como quería Freud, con el duelo por la pérdida de lo que posiblemente nunca ha sido cabalmente suyo propio.[2] La creación entronca, no obstante, con un arte funerario que carece de monumento memorioso, puesto que, en contrario de la estuaria fúnebre, de la elegía y del treno, la “búsqueda asesina”[3] que realiza el poeta no da con otra cosa que la que “aumenta en la huida”: la belleza, es decir, la forma. El “rostro ficticio” que el poeta inventa, esa antología de testimonios que va coleccionando el poeta en “Sepelios”, no son más que la trama de una desaparición, la desaparición de un objeto imaginario desde su origen: el objeto del deseo. El poeta prestidigita, en esta poética de Ávila, la muerte del objeto a manos del poema, su forma. Y el poema no está para dar otra cosa que el testimonio de lo que ya no es, de lo que además no ha sido más que imaginario: creación.
En suma, la poética de Ávila dista mucho de la de Keats en su “Ode to a Grecian Urn”. Allí, la hermosa ninfa que huye queda congelada en su huida. La hermosa ninfa de Ávila simplemente desaparece, y en su lugar queda el poema que no puede recobrarla o restituirla o describirla.
Si tiemblas ante el tétrico pronóstico
del agrio perecer de la belleza,
procura que la vida no sea así.
Persíguela insaciablemente, sufre
su ausencia y la memoria de su espalda […]
La “verdad” no está en la belleza (“Truth is beauty; beauty, truth”), sino en la huida, que la hace bella al abolirla. La belleza de la belleza ocurre cuando ésta da la espalda.
II. Despojos y abandonos
En “El pacto”, poema inaugural del libro, Ávila describe, apretadamente, su ars poetica como un ars moriendi:
Abreviada quedó la despedida
en el vertiginoso tráfico del tiempo.
Renunciamos al aroma de la noche, […]
También quedaron abreviados
tus magníficos tacones en la calle adoquinada […]
desapareció Madrid.
Arrastro el peso
del compacto tiempo fiel que abandonamos,
para nunca degradar su perfección.
El poema, acto de suma abreviación, de minuciosa selección y renuncia de lo irrisorio, es un arte del emblema. Su reduccionismo parece emular ese reduccionismo que ya opera la memoria al inventar, como emblema, todo evento. Reordenadora, amante del drama y de lo simbólico, la memoria, al reducir, imagina, crea. El poema, sujeto a la pesada tradición y semántica de las palabras, hace lo propio. Dos traiciones al menos hacen que aquí Madrid desaparezca: la memoria y la literatura. Al abandonar el “compacto tiempo fiel”, el peso de cuya ausencia arrastramos, nunca degradamos su perfección, que sigue siendo “bella en su huída”.
Vale decir que, contrario a una larguísima y benemérita tradición literaria, aquí, el abandono se refiere a un “él”. Existe una semántica y un repertorio de tramas de la “mujer abandonada”: suicida o promiscua, la mujer abandonada está fuera de la ley. La asedia el peligro de la intemperie; o asedia, cual ave de rapiña, a los que se encuentran a la intemperie. No obstante, en La simetría del tiempo, la voz poética masculina asume la voz del abandonado, el que lamenta el abandono de seres amados, de tiempos fugitivos, de ocasiones capaces de generar sentido, de obras que no logran alcanzar el papel. La despedida, punto umbral, figura como escenario privilegiado en muchos de estos poemas, fraguados con frecuencia en forma narrativa como apólogos.
El gesto característico de este “abandonado” es el gesto recolector. Fotografías hechas o photo-ops que nuca se concretaron, olores, texturas, imágenes, sonidos, palabras, lecturas: todos como vestigios de un cuerpo, de una ocasión. Así, en “La miel en los labios”, la pareja recién formada se detiene“a vivir”. Las caricias dispendian el tiempo y no prestan atención a todo discurso que la interpretaría, que la fijaría en la memoria. Así, ella escribe su nombre con miel sobre el pan. No existe entre ellos “literatura”. Nunca llegan a colmar “albumes de fotos / con luminosidades de nuestra juventud”. Si acaso, estos amantes imaginan cómo serán los objetos que les sirvan para recordar el que es su presente de enamorados. Sueñan el futuro en que recordarán ese principio a-literario. El final de este apólogo poético me parece revelador:
Pero el sagaz cleptómano de justos calendarios
en un instante raro de piedad
pronostico el horror de marchitarla
y decidió raptarla con violencia.
No queda su belleza en el
futuro
y tramo mi venganza con la inercia
que me legó su fuga.
La miel de esta luna de miel, tinta para escribir el nombre en los panes rotos de las nupcias, es la tinta del deseo que desafió la rígida perfección, la forma inteligible que otorga la literatura. La piedad del tiempo la raptó antes de escribir sobre su piel su futuro marchito. Es su fuga la que hoy fragua la venganza: el poema. El tiempo, esa bestia, seducida a veces por “el festín de carnes tiernas”, merece el odio del fugitivo que, al final, sólo sabrá que habrá “dejado todo en el papel”.
El poema es vestigio, lo que se salva al ver la espalda de la bella que huye, de la transformada en su huida en plena belleza. La belleza que abole los instantes cotidianos al proponer la faz rígida del poema como féretro, asume a la vez la intransmisibilidad de lo que nos es individualmente familiar, pero la transmisibilidad de la experiencia común de la perdida de la ocasión de fundar sentido. Ávila puede apelar a un sentido de perdida que intuye universal, pero que se ceba en los ritos memorísticos de cada cual: aludir al vacío que nos dejan las “dulces prendas” de las que tiernamente non habla Garcilaso de la Vega. Si algo opera la poesía, como ladrona de nuestras más intimas nostalgias, es el colapso de “lo familiar”. La pérdida, tan común a la experiencia humana, concluye por ser universalmente irrepresentable. Los testigos y testimonios que sirven para abocetar su contorno la revelan abismal, oscura, innombrable.
III. “El verso que hoy escribes te desgasta”
Borges, en un poema que juzgo sobrecogedor, atestigua todo lo que, en el detritus de la vida cotidiana, podría establecer sus “Límites”. Hay una esquina que ha doblado por vez postrera, hay un espejo que le ha visto por última vez, hay un libro de Verlaine que nunca abrirá… “la muerte me desgasta, incesante”, dice. Javier Ávila reescribe este poema como la antología de sus “Certezas”:
[…]
La inercia te persigue, sigilosa. […]
El verso que hoy escribes te desgasta. […]
Irreparablemente perderás
paisajes, esperanzas, perros leales.
No volverás a ti.
Inútilmente acecharás
aquello que pensaste irrelevante.
Y no serás el protagonista
de tu propio funeral.
La labor del verso, diligente, obsesiva, aquella que debía otorgar futuro, sentido de completud, arraigo, valor, vida, memoria, nada comporta, sino inutilidad, inercia. Poesía de la ruina, otorga profundo agotamiento en este espacio funeral que no acaba de fraguar sus monumentos. Tal como la poesía abole a la ninfa al perfeccionarla en su huida, el verso desgasta al enunciante del poema, hecho ya materia de palabras. Apalabrado, el poeta se desgasta. Que no nos sorprenda su desesperación cuando demanda: “Yo quiero que me quieran por mi cuerpo.” Su lugar vivo lo han tomado sus estrofas, sus “sonetos compulsivos”. Los críticos le adivinan una interioridad arcana que la más cotidiana “Radiografía” no puede atestiguar: nada preserva dentro de sí de los eventos pasados. La “materia del ayer”, despojada de las palabras que la nombran, sacude su ceniza. La poesía, vestigial, es polvo. Su acción, como la de las termitas del tiempo, es acción depredadora, desgastante.
A ese desgaste, a esa eliminación implacable de las imperfecciones, los salientes, las fallas y las invididualidades de los objetos y los eventos, a ese desgaste le llama Javier Ávila “simetría”. Del tiempo o del poema, del tiempo como poema —como hacedor de emblemas, de dramas y de apólogos— trata La simetría del tiempo. Los “estragos”, sus excesos, sólo demuestran, con mayor fervor, los peligros de la letra. Que ya bastante daño hace cuando el calendario o la letra son “justos”. Su exceso, su “derrame”, es lo fatal.
De ahí, la belleza de esa bella en cuya huía podemos cifrar la inteligibilidad de nuestra (vana, ausente) esperanza.
[1] Roland Barthes. Fragmentos de un discurso amoroso. Traducción de Eduardo Molina. México: Siglo XXI (1982), p. 122.
[2]Sigmund Freud. “Duelo y melancolía”. Obras completas (Vol. 14, 1914-1916). Ordenamiento, comentarios y notas de James Strachey con la colaboración de Anna Freud, asistidos por Alix Strachey y Alan Tyson. Traducción del alemán de José L. Etcheverry. Buenos Aires: Amorrortu editores (1995), pp. 242-247, passim.
[3] Es el título de uno de los últimos poemas de Luis Palés Matos, que comienza con el verso “Yo te maté, Filí Melé…”
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