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Porque en la porno, el monstruo es el cuerpo que hace cosas que el alma no puede prever, que se comporta así o asao a nuestras espaldas, y que desafía nuestra parpadeante capacidad para mantener vigilia y vigilancia sociales.

marquis de sade book cover

por Lilliana Ramos Collado

La novela pornográfica pertenece a nuestros tiempos modernos. Al principio, mera bitácora dieciochesca de jóvenes libertinas que nos contaban su historia: Teresa la filósofa y Fanny Hill nos atosigan con sus aventuras sexuales como parte de una biografía de la bienséance social, de su aprendizaje de moral. Que ese aprendizaje se lograra solamente desde el cuerpo, y que fuese el aprendizaje de una mujer, nos lo dice todo. Se trata de confesiones, y lo que se confiesa es el cuerpo, si bien esas confesiones de mujeres fueron escritas por hombres. Ellos eran los confesores de estos cuerpos confesantes.

Sí. Los primeros autores de pornografía fueron hombres, en general geniales y reconocidos letrados como Denis Diderot, con La religiosa, incluso revolucionarios como el Marqués de Sade. Y prefirieron contar historias de mujeres: de una monja en el caso de Diderot, y de chicas desplazadas, desclasadas o desheredadas, como la Justine y la Juliette de Sade. Como si el cuerpo de la mujer fuera un arcano cuyo desciframiento devinera una urgencia social e intelectual, como si el cuerpo de la mujer fuera lo más importante en el horizonte del nuevo conocimiento donde destacaban estudios sobre el sensorio humano, el papel de los nervios en la fisonomía, la diferencia entre el cuerpo masculino y el femenino, las diferencias mentales entre hombres y mujeres. Pero cargando siempre la mano hacia el cuerpo de la mujer, que se presuponía más extraño, menos “civilizado”. Alargando esta perplejidad ante el cuerpo de la mujer, baste en el siglo XIX la visceralidad de un Zola destripando el cuerpo inerme de Therese Raquin. Por doquier vemos la desesperación por comprender, mediante el análisis de las vísceras femeninas, el corpus social completo, sobre todo las clases no privilegiadas consideradas “femeninas”.

Pornografía y revolución van bien juntas. Lo digo no por cuestiones de contenido, sino por cuestión de sus hitos y de sus autores. La preocupación por entender la máquina humana es apetencia científica reciente, pues es la modernidad la que finalmente se ocupa de esta máquina y de sus desavenencias con el alma humana. Como si cuerpo y alma siempre estuvieran a la greña en todo, y como si la sexualidad —atendida siempre como el más acuciante síntoma del cuerpo— fuera nódulo delator de todos nuestros males. Lo vemos claramente en Freud y en Lacan, y lo proclaman las feministas que entraron a la palestra pública proclamando “my body, myself”, que luego Barbara Johnson tradujo a una frase más interesante, “my monster, myself”.

Porque en la porno, el monstruo es el cuerpo que hace cosas que el alma no puede prever, que se comporta así o asao a nuestra espaldas, y que desafía nuestra parpadeante capacidad para mantener vigilia y vigilancia sociales.DesadeJustine1 Pregunto de nuevo, ¿por qué la porno? Estas novelas son repetitivas, con frecuencia aburridas a partir de la mitad, ya no escandalizan, ya no nos dicen nada nuevo (quizás nunca nos dijeron nada nuevo, aparte de los prejuicios de cada época y, en especial, los prejuicios de sus autores), pero seguimos atascados en estas escenas demasiado conocidas. ¿Se trata de una cuestión no resuelta, y por eso la repetición? ¿Será que todavía no entendemos nada? En sus Confesiones, Rousseau aludía a estos libros como aquellos que él leía con una sola mano, pues, presumo yo, con la otra se masturbaba. La masturbación, también perseguida en la modernidad, es otro objeto de gran perplejidad. ¿Para qué eso que Thomas Lacqueur llama “sexo solitario”? ¿Acaso de ahí venga la compulsión por la censura, esa hipócrita parienta de la curiosidad? diderot ¿O será que hay un pensamiento sobre el cuerpo qué sólo podemos llevar a cabo en el límite donde se tocan cuerpo y alma, como la muerte chiquita y la muerte grande? Por lo menos podemos hablar desde la muerte chiquita, porque ésa, en general, no nos cuesta la vida.