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Carla Acevedo-Yates, Casa Cortés, dibujo, Eduardo Lalo, escritura, marca. Crónica(o)
Si el habla y la escritura han llegado a ser desafíos de la ley, y si la ley misma se ha convertido en un desafío de la polis que la convierte en una ciudad de muertos, es hora de, literalmente, derribar los muros y reinventar la comunicación.
Lilliana Ramos Collado
“Escribir es un contrato con la muerte”.
—John Torres, Undead
“¿Cuál letra te rige? ¿Cuál de ellas
hace brillar tu abecedario?… ¿Con qué
capital disipas el abecé de tus (t)errores?”
—Ángel Lozada, El libro de la letra A
“Dibujar es el proceso del pensamiento”.
—Julia Kristeva, La cabeza decapitada
Escritor distinguido, ganador de premios literarios internacionales, ensayista incisivo, fotógrafo de gran consideración, Eduardo Lalo abraza las “bellas letras” y las “bellas artes” con angustia y resistencia. Como si le costara escribir, fotografiar, dibujar, marcar. Como si le costara la expresión tersa y educada que implica una comunicación sin tropiezos con su interlocutor. Cuando descubrimos sus poco conocidas fotografías, sus instalaciones, sus construcciones de pared, su pintura y su dibujo, vamos entendiendo: Lalo no está conforme con las formas de expresión que nos son dadas.
La inconformidad vale, como lo sugieren sus obras que se muestran en Casa Cortés en el Viejo San Juan, en la exhibición titulada Crónica(o). Lalo surge como la astilla en el corazón, como la mordaza que corta las comisuras de los labios, como la venda que, al desgarrarla, nos lacera los ojos.
Son varias las obras de Lalo en esta propuesta bimembre meticulosamente curada por Carla Acevedo-Yates. He aprovechado la ocasión que me brinda Crónica(o) para ampliar el contexto y así abrazar otros de sus trabajos, quizás menos presentables en pared: los libros en los cuales este escritor ha ido pormenorizando su cuestionamiento de la escritura/dibujo y la fotografía. Destaco tres libros que conversan con la tersa e inquietante muestra que nos propone Acevedo-Yates: donde (2005), El deseo del lápiz (2011) y Necrópolis (2014). En los tres, la escritura, insuficiente, la fotografía, insuficiente, y el dibujo, insuficiente, pugnan por completar el proceso de significación provocando, en la suma de sus insuficiencias, la crítica feroz contra el estado de cosas en la Ciudad como emblema del mundo.
Desde comienzo de su obra literaria y plástica, Lalo se ha dedicado a la Ciudad como el gran hoyo negro donde se cuecen las tribulaciones de la humanidad, Ciudad que rememora el oscuro Madrid dieciochesco de un Diego de Torres Villarroel, en el siglo XIX un Charles Baudelaire y en el siglo XX un Rainer Maria Rilke. La Ciudad constituye un antro de desasosiego, un espacio antihumano, la distopía que se rebela contra las más entusiastas utopías, desde la República platónica hasta el abrazo al universo curvo einsteniano del filme Interstellar. Fotografiada, dibujada o (d)escrita, la Ciudad —con mayúscula— surge oscura, enajenante, cerrada a toda vida: trampa, laberinto que sólo cobija un monstruo que es ella misma. La Ciudad de Eduardo Lalo es el Laberinto absoluto, hermético, incognoscible y sin salida.
De ahí que nos parezca importante su preferencia en llamarle “marcas” a los dibujos que hicieron a lápiz los prisioneros del Oso Blanco en las paredes de sus celdas, y que Lalo pormenoriza en El deseo del lápiz (2011) Para Lalo, estas marcas son un desafío abierto al encierro obligatorio de la prisión, un gesto de resistencia contra el silencio forzado, y una vuelta a la comunicación anterior a la palabra y a la letra: el regreso a un estado “primitivo” y re-humanizante. Los grafitos en los muros de la prisión devienen el arte rupestre en la caverna primitiva, del mismo modo que, en donde (2005) las fotos renegridas de la ciudad ruinosa la devuelven su origen material de ciudadela asfixiante. La Ciudad, vista por Lalo, si bien en ocasiones puede ser luminosa, es siempre ominosa.
Lalo escribe siempre a mano sus textos y, como lo muestra uno de los libros de apuntes y bocetos exhibidos en Casa Cortés, el dibujo y el boceto son omnipresentes en su proceso de pensamiento. Contiguos y continuos, texto y marca nos proponen, quizás, una sincronía política entre dos momentos de la humanidad: la “marca” y el apunte mimético, es decir, el grafo primitivo y la alfabeticidad mucho más tardía, pero igual de ineficaz en el ejercicio de la comunicación. Sea línea, garabato, caricatura, mancha aguada, punto o “letra”, el grafo propone el flujo de un pensamiento encerrado que va desatando el gesto de “marcar” el papel. Es “político” precisamente porque Lalo declara el fracaso que, en su Cratilo, Platón le otorga al lenguaje como vehículo de comunidad, una vez la comunidad llega a acuerdos sobre el significado de los sonidos y de las marcas que conforman letras. En el poemario Necrópolis (2014) o “Ciudad de los muertos”, Lalo recoge dibujos que conversan de cerca con lo que él ha llamado “marcas” en el Oso Blanco. Machacar que la comunicación es incapaz de hacer valer un lenguaje —hablado o escrito— en común, es como decir que la “polis”, es decir, la “ciudad”, no existe sino en sus formas externas, en la materialidad de sus muros, por ejemplo. Si el habla y la escritura han llegado a ser desafíos de la ley, y si la ley misma se ha convertido en un desafío de la polis que la convierte en una ciudad de muertos, es hora de, literalmente, derribar los muros y reinventar la comunicación.
Por eso resulta oportuna la selección que Acevedo-Yates ha hecho de los dibujos, en general “letristas”, de Lalo para Crónica(o): en casi todos ellos, da la impresión de que el artista intenta —como quien delira, pues quien delira, según Jacques Lacan, busca recuperar el lenguaje para poder comunicarse— devolverle el sentido a las letras que, a su vez, formarán (de nuevo) palabras. Primero las disloca, las devela, las revuelca, hasta que ya no dicen más que su forma. Y entonces las volvemos a ver “por primera vez”. Vale notar su interés en la letra “A”, inauguración del aliento, según nos recuerda Ben Shahn en su hermoso libro que explica el origen del mundo a base del alfabeto judío. “Aleph”, la primera letra del alfabeto, es la “letra madre” que, si bien está sometida a “Beth”, no deja de ser origen anterior al origen: ese instante en el cual, al inhalar y exhalar, decimos “Ahhhhh”. La A, como “letra madre”, funda el mundo al fundar el lenguaje que habrá de expresarlo desde el “Hágase”. No es de sorprender que, en uno de sus dibujos que parecen formar una H, de la letra se ha desprendido una línea, la horizontal, como si la H regresara a la A, en un proceso que, según expresa el propio artista, se mueve de la escritura hacia la reescritura.
Cinco dibujos de Lalo me interesan aquí, de entre la selección de dibujos realizada por Acevedo-Yates, y a los que, en su ficha interpretativa, se refiere ella como “tipogramas, imágenes hechas de tipografía… o partes de un alfabeto o un texto, esbozando una escritura que parte del placer de la línea”. En uno de ellos, renglones construidos con letras A forman una especie de tabernáculo cuadrado con tres patas. En otro, en el remolino de pinceladas de tinta china aparecen las vocales girando ya cerca del centro, a punto de desaparecer. En otro, varias letras A están a punto de borrarse en una aguada que va invadiendo el papel desde el centro, formando una mancha traslúcida, amorfa. En otro, renglones de caligrafía en un lenguaje incomprensible forman un bloque en el cual algunos de los renglones se han comenzado a emborronar por lo que parece ser la acción de gotas de agua. Y en otro el artista ha marcado en renglones horizontales el papel con lo que parece ser el canto de un trozo de madera contrachapada y, sobre estos renglones, una letra H se derrumba y va formando una A. Detectamos así la relación entre esas dos letras aspirantes, la H y la A.
Este rejuego de las marcas como una suerte de escritura se manifiesta también en la propia ciudad. Las fotografías de Lalo emulan los “objets trouvés” —objetos encontrados— surrealistas y proponen que el curso cotidiano de la ciudad se traiciona a sí mismo para provocar imágenes que reconfiguran nuestra manera de ver el mundo. Son, en sí mismas, huecos por donde se nos invita al extravío. Así, la foto titulada El ojo en la ciudad [en portada] escenifica la mirada de la ciudad hacia sí misma y no, como en el famoso emblema masón del ojo asentado en la pirámide, que nos mira a nosotros. Quizás también aluda a la famosa foto surrealista de Man Ray, Lágrimas de cristal (1930), de cuyo ojo Lalo ha eliminado las lágrimas implicando así la progresiva deshumanización de la ciudad y la frialdad de su mirada. La ciudad de Lalo es solipsista, envuelta en sí misma, sobre todo, en su propia oscuridad. El Dibujo de árboles se produce gracias a la sombra casual sobre el pavimento que, en una especie de “calembour” visual, sugiere que los árboles dejan marca. En Property Line, la hendidura entre dos enormes baldosas de hormigón queda declarada como frontera gracias a una chapa de bronce que, colocada en cruz con la hendidura, enuncia el “terminus” de una y otra propiedad urbana: advertencia de que todo el espacio que nos rodea está ya dividido y su titularidad adjudicada. De modo un tanto alegórico, la materialidad de la ciudad se esfuma cuando, en Nube en el asfalto, un hueco lleno de agua en la carretera nos muestra el cielo debajo de nosotros y no encima. Como en Ojo en la ciudad, Nube en el asfalto provoca el desconcierto al revelar una especie de Aleph por donde el universo se revela como “el mismo”, pero dislocado.
En las marcas que realiza Lalo sobre el papel, o que descubre y fotografía ya “hechas” en la ciudad, late la constante amenaza de la disolución, pero también la constante e insidiosa acción del azar en proponer nuevos significados. Lalo nos muestra signos precarios que nos incitan constantemente a reescribir —sea en el papel o en la ciudad— de modo que sigamos nuestra lucha implacable por lograr el sentido. Si ya el papel “no aguanta lo que le pongan”, la ciudad, en su incoherencia, revela, por accidente, sus mantras.
Las obras de Eduardo Lalo son, esencialmente, filosóficas. No van al objeto, a lo mundano, sino a su condición de posibilidad, a su capacidad para expresar, a su proyecto de trascender hacia el sentido y, quizás, hacia la memoria. Estas obras hurgan en los desechos de la ciudad para aprender del fracaso, observan las ruinas de la ciudad y de su lenguaje para comprender hacia dónde no se debe regresar, ensayan nuevas formas de acercarse a la materialidad de la escritura en busca de nuevas maneras de dejar huella, y palpan muros, sombras y baldosas para provocar la materialidad que vendrá. Por eso Lalo nunca se detiene, por eso escribe sin freno, garabatea sin freno, piensa sin freno: anda y desanda, escribe y reescribe, borra y recomienza. Como si la forma del mundo necesitara tanto ensayo y tanteo, tanta vuelta y revuelta. Apuesto a que tiene razón. Su machacona actividad nos revela que seguimos necesitando símbolos pues los que tenemos se quedan cortos o ya no nos dicen nada. Cronista crónico de una realidad inaprensible, Lalo tiene su ruta trazada en la maraña que la vida nos ha dado por tarea para regresar a cero y volver a empezar.
[Una versión distinta de este ensayo se publicó originalmente el la revista digital Visión Doble. Puedes acceder a ella en este enlace:
http://www.visiondoble.net/2015/11/15/escribir-marcar-fotografiar-eduardo-lalo-en-casa-cortes/ ]