Lilliana Ramos Collado
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Luego de divagar varios días por ahus costeros destruidos subimos por carreteras de tierra al Ahu Akivi, hermosamente restaurado en lo alto de una colina rodeada de eucaliptos. Allí nos pasamos un día reluciente, con brisa marina y merendando mientras explorábamos los alrededores. En la austeridad de la naturaleza, Ester y yo nos asomamos a cuevas cubiertas de maleza. Por doquier, Rapa Nui afirmaba un enorme abandono de elementos y nutrientes. Todo se veía ralo, degradado, seco, muerto. Se dice que los pobladores, dedicados a la construcción de ahus y moáis, destruyeron sus bosques de eucalipto, eventualmente se alteró por competo el ciclo hidrológico y casi dejó de llover. Sin vegetación que lo anclara, al mar se fue todo el humus y murió la agricultura. Observábamos los restos monumentales de una cultura que construyó objetos ceremoniales gigantescos para la protección de la comunidad y terminó destruyendo su propio sustento. Cuando los franceses llegaron a Isla de Pascua a finales del siglo XIX, apenas encontraron un puñado de habitantes que desconocían estos moáis pues muchos años antes habían colapsado y estaban cubiertos de tierra y arena. Sólo unos cuantos quedaban en pie, retirados de la costa bravía en una isla prácticamente vacía.

Llegando al Ahu Akivi, en una colina, casi en el centro de la isla. Ahí solté mi bastón para que diera testimonio…
Dos o tres días después de regresar de Akivi, Ester y yo emprendimos camino hacia el Ahu Tongariki, el más famoso y ambicioso de todos. Yo había visto fotos en la red, pero nunca imaginé cómo se vería en plena presencia. Ester me sugirió que fuéramos primero al volcán Rano Raraku, donde estuvo la “fábrica” de moáis. Cuando llegamos me pareció que entrábamos a nuestro Parque Ceremonial Indígena de Caguana: la misma cursilería simpática de los letreros rústicos, pero en Rapa Nui no había vigilantes ni había que comprar taquillas. Desde afuera de la verja de ramas secas se veían los famosos moáis “hundidos”, tontamente descritos como “cortados”. A pesar de que en la red se dicen idioteces sobre el cuerpo de los moáis, lo cierto es que siempre se ha sabido que son gigantes y que tienen el cuerpo completo. Los cientos que se encuentran en las laderas del volcán son monumentos abandonados en pleno proceso de talla, los defectuosos, o aquellos que se rompieron al ser empujados ladera abajo. Eso explica por qué casi todos los moáis esparcidos al pie del volcán están hundidos y en posición vertical.
Dicen los arqueólogos que los moáis se tallaban bocarriba acostados en normes terrazas excavadas en la pendiente misma del volcán. Luego se cavaba una especie de bolsillo un poco más abajo y se les empujaba para que cayeran allí de pie, y así tallarles la espalda. La preferencia era tallar “bien” la cabeza, que tiende a mantener una expresión de rigor mortis, y en el cuerpo tallar los brazos trincos en los costados y apenas algunos los rasgos de la cintura, las tetillas, las manos y los pies. Algunos moáis llevan tallados en la espalda sus vestidos ceremoniales. Lo último que se añadía eran los ojos, hechos de coral machacado y untado de resina, formando un enorme bol que luego se encajaba en las órbitas de los ojos. Sólo queda un moái con ojos, y se encuentra solitario y siempre desvelado en Hanga Roa.
De ahí fuimos al Ahu Tongariki, de una belleza espectacular: 15 moais de diferentes épocas forman la historia de los líderes de su comunidad a través de siglos. Sí, los japoneses hicieron un buen trabajo a un alto costo. Entré por la verja de piedra y caminé hacia el ahu. Ester se quedó atrás, siempre temerosa de estas enormes esculturas escalofriantes. Estuve allí un par de horas, con la pesantez de saber que estos monumentos hablaban más de la muerte que de la vida. Me detuve de espaldas a los enormes rostros ciegos y miré hacia el volcán en donde habían sido cosechados. Allá estaba el origen, hoy pespunteado de moáis muertos hundidos cada cual en su estrecha tumba. Quise regresar al volcán, subir y ver algunos moáis enormes que aún estaban acostados, a medio esculpir en lo alto del volcán. Y allá fuimos de nuevo.
Pues, sí. Pasamos nuevamente el umbral del parque de Rano Raraku y caminamos directamente a uno de los caminos ascendentes. Recordaba, mientras subía, esa estremecedora película de Peter Weir, Picnic at Hanging Rock, en la cual, en la Australia de principios del siglo XX, unas hermosas jovencitas escolares suben, un día de San Valentín, a un parque rocoso de picos altísimos, y desaparecen. Las que son halladas con vida nada pueden contar de su aventura. Y yo recordaba el bello rostro de la chica líder de ese paseo mortal. Sí, el ambiente de Rano Raraku se parecía al de Hanging Rock: allá, en una Australia imaginaria, estaba la muerte esperando a cuatro chicas bellas, sin duda, como allí, en aquel volcán de Rapa Nui los propios moáis atestiguaban la muerte. Ester se fue rezagando y me dijo, “Sube tú. Mira, allá está el más grande, de unos 22 metros, allí, pegado a la piedra del volcán. Se llama Te Tokanga. Te espero acá. Ya hemos caminado mucho hoy. Estoy cansada.” Y yo seguí subiendo. Al llegar al gigante acostado, me detuve. Siempre he tenido miedo a las alturas pero aquel día miré hacia abajo fascinada. Elevé la mano para saludar a Ester, quien me contestó agitando su mano alzada desde el pie del volcán. Fotografié todo lo que vi allá arriba. Y me dio con seguir subiendo dando la vuelta a lo largo de un camino apenas sugerido en el terreno. ¡Qué vista espectacular! ¡Qué aire delicioso! Sentí perfectamente el aroma salobre del mar rompiendo allá abajo, detrás del Ahu Tongariki. Me sentí feliz. Me di vuelta para avistar una especie de valle donde se encontraba la caldera del volcán llena de agua. Vi caballos allá abajo. Era una vista plácida y remota. Casi irreal.
Y llegué al borde del desfiladero. Un mareo me tumbó hacia delante, y caí. Pensé, mareada, “Caída libre…” y unos segundos después, “Si no me mato, este será el mejor cuento de mi vida…” Y ahí toque tierra en una especie de lodazal de hojas medio podridas pegado a la ladera interna del volcán, y una horrible y momentánea punzada en las piernas me sembró en el lugar. Me aturdí. No sé cuánto tiempo pasó antes de que volteara la cabeza para ver dónde estaba. Me di cuenta de que estaba a mitad del abrupto declive. No me atreví a bajar. Hubiera tenido que rodar. Decidí subir agarrándome de las raíces que sobresalían de la ladera. Sentí que la pierna derecha estaba rota, pero no había sangre en el pantalón. Pasé un rato arrastrándome pendiente arriba, con una pierna dormida y la otra protestando del esfuerzo, hasta que me arrastré hacia el borde y me asomé. Agotada y con las medio manos medio peladas salí, rodé hacia abajo todo lo que pude, hasta que Ester me vio y vino a ayudarme. Estaba aterrorizada. No hubiera podido regresar a Hanga Roa sin mí. Pensó que me había matado.
Pues sí, había un aire de muerte en esta isla moribunda dedicada al lucro desatado por un turismo pirata. Cuando Ester me ayudó a subir al automóvil todavía mi cuerpo estaba en total negación. Me sentí orgullosa de la caída y del esfuerzo de salvar la vida. Esa noche me harté cervezas y fritangas que me parecieron deliciosas. Dos días después, luego de despedirme de los moáis de Hanga Roa, y con un dolor endemoniado en la pierna derecha, tomé el avión: ocho largas horas de dolor y bolsas de hielo hacia Santiago de Chile.
En el vuelo de regreso, al lado mío venía una española maestra de español en Conques, donde se ocupaba de poner comida a los peregrinos que venían de la iglesia de Santa Magdalena de Vezelay, al sur de París, para emprender el Camino de Santiago. Le conté mi aventura en el volcán y le enseñé la rodilla muy hinchada. Y me dijo. “Ven a Conques”, y me dio su teléfono. “Cuando te cures tienes que venir al Camino de Santiago. También hay desfiladeros y riesgos mortales en los Pirineos”, me dijo guiñando un ojo. Nos reímos como dos locas y pedimos cervezas a la azafata. Esa noche regresé a mi linda habitación del hostel en el Barrio Bellavista, al pie del Monte San Cristobal, de nuevo al frío inclemente.
Dos semanas después, luego de entregar y defender en Santiago de Chile mi ensayo postdoctoral sobre Chile y su Patrimonio de la Humanidad UNESCO, y cojeando hasta la desesperación, tomé el vuelo de regreso a San Juan de Puerto Rico. Llevaba mi herida de guerra, marca de haber estado fuera del tiempo y del espacio en aquella caída irreal. Una vez regresé a Puerto Rico me operaron la rodilla. Me consoló tener ya mi propia colección de bastones.
De ahí en adelante he sido más feliz. Nada me aterra. Todavía sueño con esa caída. Siempre es un sueño lleno de dicha y de promesa. Y tengo en planes peregrinar desde Conques hasta Santiago de Compostela. Un día, pronto. Ya. Definitivamente deseo asomarme a los desfiladeros del Pirineo.

En mi oficina en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, apagando la luz para acudir a mi defensa postdoctoral. Hacía un frío amable y todo salió muy bien.