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Mi primer moai

Ahu Ko Te Riku en Hanga Roa: mi primer moái al atardecer…

Lilliana Ramos Collado

[Si quieres leer la primera parte de esta reflexión, pulsa aquí:
https://bodegonconteclado.wordpress.com/2016/05/07/asomarse-al-fin-…do-una-reflexion/ ]

Al descender del avión en el pequeño aeropuerto de Hanga Roa me sorprendió un pesado aire de muerte, pero me repuse casi inmediatamente. Durante el vuelo, no se me había ocurrido que viajaba hacia un lugar turístico potenciado por el prestigio de la Lista del Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, a pesar de que yo misma había venido por esa razón. Recoger las maletas fue un caos con el coro vociferante, multilingüe, casi feroz, de turistas tratando de salir de allí hacia la “realidad”. ¡Ocho horas! Todos estábamos hartos y desesperados por llegar, soltar maletas y estirar las piernas encogidas y encalambradas. Por razones inexplicables, yo fui la única que, entre toda esa humanidad azotada por el tedio de un largo viaje,  tenía un taxista esperando. Me reconoció por la foto que tuve que enviar para reservar el hotel.

Pero la muerte volvió a pesar demasiado. De camino al hotel, la carretera de tierra nos zarandeó y mi único consuelo fue escuchar, en el cd player del taxi, a Marc Anthony cantando con la India “en un mar espeso y ancho, más ancho que el universo…”. No me sentí en casa, pero me sentí más “aterrizada”, menos… muerta. ¡Ocho horas de “mar espeso y ancho”! Y ese viaje en taxi se hizo interminable por lo escollos, las piedras y los baches áridos. Allí, me dijo el taxista, casi no llueve: “Las nubes pasan rápido. La lluvia cae en el mar. No tome agua del grifo. En el hotel hay botellas. Todo sabe a sal.” El taxista lo sabía todo. Era el dueño del hotelito. Se llamaba José.

Ni me acuerdo bien el hotel, medio charro y simpático: parecía casi Puerto Rico. Había heliconias y cruz de malta. Dejé las maletas y salí al pueblo a ver mi primer moái. Eran la 5 de la tarde, dos horas antes, pues volamos hacia “más temprano” sobre la curvatura del globo terráqueo. José parecía polinesio, según los recordaba de mi tiempo trabajando en la ONU en Nueva York. Y vino a mi mente la larga travesía por el Océano Pacífico que alguna tribu polinesia aventurera habría emprendido, qué sé yo, quinientos o cuatrocientos años antes, como los navegantes del Pacífico Sur quienes, según Malinowsky, habían viajado dejándose llevar por ciertas fosforescencias en las profundidades del mar. Hablando con este tataratataranieto de aquellos intrépidos navegantes me di cuenta de que él no sabía mucho acerca de los “tesoros de piedra de Rapa Nui”. Le había pedido por correo electrónico que me buscara a alguien que me llevara a ver todos los ahus (templetes rituales) y los moáis (enormes esculturas de piedra con forma humana) y salí corriendo a comprar algunas fritangas que me recomendó.

Ahu Tahai: un moai con ojazos de coral

Ahu Ko Te Riku: un moái con ojazos de coral y su pukao rojo

Hanga Roa, cuando estuve allí, tenía calles empedradas con arena en las ranuras entre los adoquines mal cortados y desnivelados. Pocos automóviles, poca luz pública… Me sentí en una tierra tropical, a pesar de que venía del invierno chileno bastante crudo y tenaz, y a pesar de que Isla de Pascua y Santiago de Chile están casi en el mismo paralelo: 30° Sur. A la vista del primer moái —que vigilaba atento unas ruinas antiguas marcadas en el suelo que más parecían delgados esqueletos de enormes canoas—, apuré una cerveza chilena y una especie de empanadilla de pescado. No me quejé del extraño sabor a grasa rancia. Corpulento, de grandes ojos de coral, vestía mi moái un enorme sombrero de piedra roja: el pukao. «Galante mi primer moái», pensé. Y miré hacia el horizonte. Me dejé llevar por el atardecer anclado en la silueta de mi primer encuentro con los «tesoros de Isla de Pascua».

Una herencia problemática: entre fritangas, los moai

Una herencia problemática: entre fritangueras, los moái

Pobreza por doquier, casitas con techos frágiles, casi ninguna vegetación, barro duro de sequía perenne… y agua embotellada… bastante salada. ¡Cerveza será!, pensé. El atardecer, rojizo por el polvo de barro me hizo sentir en casa. Cuando regresé al hotel, ya tenía José para mí una taxista que me llevaría por toda la isla durante tres semanas. Ester se llamaba. Jovencita, inquieta y feliz de estar echándose al bolsillo una pequeña fortuna en unos pocos días. “Te cobro mucho porque no nos gusta ir lejos de Hanga Roa. Dan miedo esos moáis. No nos gustan”, me dijo. Yo me alcé de hombros y me fui a dormir.

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El ahu de Akahanga, completamente destruido por el oleaje, y los moáis tumbados bocabajo ya casi irreconocibles por la erosión.

 

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Un enorme pukao, de al menos 5 pies de alto, abandonado en el ahu destruido de Akahanga. Al fondo, el promontorio de Rano Kau.

Como Rapa Nui es una isla diminuta, en tres semanas de meticuloso paseo pude visitar casi todos los ahu y contemplar la mayoría de los moáis, muchos de ellos tumbados de cara frente al filo de la costa, erosionadas por el mar sus fornidas espaldas, como en el ahu Akahanga, todos abandonados a su suerte. Me dijo Ester, “Están tirados porque es muy costoso pararlos. Todos los que están de pie fueron parados por japoneses que han dado mucho dinero para esto. Pero ya verás. Vamos a Tongariki mañana.” Mientras, yo caminaba alrededor de los caídos y borrados gracias a la guerra del tiempo, algunos ya tan deformes que habían abandonado el «estado de escultura» y habían regresado a ser mera piedra. Ester dice que los moáis son espíritus, y los arqueólogos dicen que son las efigies de reyes colocadas frente al mar mirando hacia tierra para proteger los poblados costeros contra la furia oceánica. Esa noche soñé con piedras gastadas y sombreros gigantes.

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El vecindario de Orongo, casitas de piedra amontonada y techos de piedra y tepes de césped.

Pero al otro día no fuimos a Tongariki, sino a Orongo, un asentamiento «primitivo» al lado del volcán Rano Kau, una joya de la arquitectura en bóveda de ménsula. Restaurado con dineros de fundaciones internacionales, el poblado de Orongo se asoma a la caldera de su volcán, que a su vez se asoma al mar. Desde el aire se ve impresionante, con su enorme caldera llena de aguas limosas, nauseabundas, y orlada de trinitarias. Las casitas forman un complejo continuo, llevan techos de tierra sobre bóvedas de ménsula, cuya estructura está hecha con piedras chatas y alargadas extraídas justo de la boca de la caldera del volcán. Cuidadosamente reconstruidas semejan por mucho las casitas del Neolítico en Skara Brae, Escocia. El orden impecable de este vecindario primitivo me invitó a pasarme el día allí. Es el único parque en Rapa Nui que tiene centro de visitantes, guías e información. Quise dejar volar la imaginación. El mar azul, contrastado con la piedra blanca de Orongo, quemaba los ojos. No tenía ganas de leer fichas explicativas, sino de observar aquella maravilla frente al mar.

Bóvedas de ménsula: arquitectura inteligente

Bóvedas de ménsula: arquitectura inteligente

 

Justo al lado de la caldera de Rano Kau está la cantera donde se cosechan las lajas para las bóvedas de ménsula

Justo al lado de la caldera de Rano Kau está la cantera donde se cosechan las lajas para las bóvedas de ménsula

Ester me sugirió que cruzáramos la isla, y allá nos fuimos el domingo. “Siempre hay verbenas”, me dijo Ester mientras el automóvil luchaba contra enormes terrones y peñones. “¿Tienes un neumático de repuesto, Ester? Por si uno se rompe…” pregunté. Ella me miró y rompió en carcajadas. Luego de un largo rato de observar los mismos paisajes y enormes volcanes a cada lado de la carretera, llegamos a la Caleta de Anakena, un hermoso parque playero con una brisa espléndida donde cientos de familias pascuenses escuchaban música, jugaban y corrían desde y hacia el mar. “Allá hay otros de esos. Tienen  sombreros”, me dijo Ester, “por si te interesa retratarlos…» Andamos hacia una colina raspada por el viento, y al pie estaba el ahu que le daba nombre a la playa. Nada que ver con la monumentalidad que esperaba yo. Eran moáis angulosos y pequeños, fruto casi de la inexperiencia o de la prisa, hasta parecían falsos, una especie de versión cubista fruto de una Europa desconocedora de “la cosa en sí”. Hasta los pukaos me parecieron fatulos, digo, comparados con mi primer moái crepuscular, con ojos de coral y pukao rojo. Nos pasamos el día mirando a la gente divertirse, comiendo frituras de contenido desconocido, pasándola bien. A mí me aburría un poco la playa y me di cuenta de que a Ester le encantaba. Es decir, ¡le pagué una fortuna por llevarla de gira a la playa! Igual, nadie miraba estos monumentos. No pertenecían a su cotidianidad. Buenos para atraer turismo, inútiles para los pascuences, quienes no guardaban una memoria ancestral de estos vigilantes de piedra.

En la Caleta de Anakena, el puerto original de Rapa Nui, se encuentra el único ahu donde casi todos los moai llevan su "sombrero" ceremonial hecho de piedra roja

En la Caleta de Anakena, el puerto original de Rapa Nui, se encuentra el único ahu donde casi todos los moai llevan su «sombrero» o pukao ceremonial hecho de piedra roja

Continuará…