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por Lilliana Ramos Collado

A Rosario Romero Escribano, quien me recordó El origen del mundo.

“La visión de la cabeza de Medusa petrifica de horror, transforma en piedra al que la mira…. El petrificarse significa erección, y es por lo tanto un consuelo al que la mira. Es que él posee un pene, y se lo asegura su petrificación.”

—Sigmund Freud, La cabeza de Medusa

David LaChapelle, «Gaia profanada» (2011).

Freud lo intuyó: mirar la vulva femenina produce en el niño el miedo a la castración. La íntima cabellera femenina se le convierte en un nudo de serpientes que rivalizan con su único y mínimo miembro infantil: el miedo a la castración va entonces de la mano con la excitación que le provoca el avistamiento de esa caverna originaria. En Bayamón diríamos: se sufre pero se goza. Freud mismo padeció ese sufrigozo y cortó en seco este ensayito, posiblemente el más breve que escribió: seis breves párrafos. Quién sabe qué le ocurrió a su pluma erguida mientras escribía sobre la cabeza de Medusa. Sin duda, Medusa se tragó su pluma. ¡No en balde nos habla de la sexualidad y la pulsión de muerte!

Pero aparte de estos chistes mongos, hay un profundo sentido de secreto cuando del secreto femenino se trata: la exhibición frontal de ese lugar crítico de la anatomía femenina sigue tabuada, a pesar de que ya han pasado más de 150 años desde que Courbet pintó su Origen del mundo, obra que desapareció de la mirada pública casi al momento de completarse para aparecer ante el ojo del público en el Museo de Orsay casi el otro día, luego de pasar por una veintena de celosos propietarios. Considerando que Jacques Lacan fue uno de ellos a un costo de 1.5 millones de francos y que la tuvo desde la década de 1950 hasta que murió su viuda y fue ejecutada por el gobierno de Francia para cobrar impuestos atrasados, habría que decir que la obra fue guardada con celo maníaco para evitar la mirada pública de una vulva ejecutada al óleo con tanto realismo, por lo que estas piernas abiertas sirven de motivo problemático para hablar de la brecha entre lo púbico y lo público. Sin duda, esta censura y esta caesura de facto nos ponen a pensar en esa vulva amputada del cuerpo como una cabeza decapitada de Medusa,  cuyo fin primordial es petrificar, en secreto y total intimidad, el tumefacto miembro de su dueño.

Yo quiero hoy hablar un poco sobre dos maneras de leer Gaia profanada, de David LaChapelle, como recaptura de las ambigüedades de esta escurridiza obra de Courbet, El origen del mundo, de 1866, y quiero hacerlo en el contexto de la libertad de ver y de mostrar imágenes que han sido consideradas “intolerables”. La palabra es de Jacques Rancière, e implica que para negociar estas imágenes ante las que cerramos los ojos, debemos forjar mediante el arte nuevos paisajes de sensibilidad que, por ejemplo, nos hagan escuchar otras cosas y por lo tanto, nos inciten a decir otras cosas, y que nos muestren otras imágenes que nos inciten a ver otras cosas. Mi lectura será, pues, esencialmente política, en tanto lo estético se vuelve político cuando posibilita o encauza nuevas maneras de construir nuestro entorno mediante nuevas maneras de usar nuestro sensorio.

Hablar de El origen del mundo suena kinky, y todavía lo es. Y podemos trazar una primera vía de interpretación siguiendo una ruta particular en la historia del arte: la que va desde la Venus de Urbino, de Tiziano, hasta Gaia profanada, pasando por el Roncesvalles simbólico de la vulva que pintó Courbet en 1866.

I. De Tiziano a David LaChapelle

Tiziano, «Venus de Urbino» (1538).

Si atendemos a Daniel Arasse en su ensayo sobre la Venus de Urbino de Tiziano, hay que pensar en lo importante que resultaba, para los mecenas de la pintura renacentista, el educar el cuerpo de la esposa para provocar el mismo efecto. Nos propone Arasse que el propósito de comisionar esta pintura a Tiziano fue el deseo de Guidobaldo de colocarla en la habitación de su nueva esposa para que ésta aprendiera a estimularse en anticipación del coito con su nuevo esposo. La mano sobre el pubis no responde a un deseo de pudibundez, como se ha pensado, sino a la soltura con la cual la mujer, con mirada seductora y frontal, encara al observador mientras se acaricia.

La paradoja de las piernas cruzadas no es tal, pues enmarca y destaca el triángulo púbico y las sombras que parecen desembocar en él. Un detalle que Asasse no menciona:  en 1527 se publicó en Venecia el primer libro pornográfico de Occidente, los Sonetos lujuriosos de Pietro Aretino, en una edición que pareaba cada soneto con los grabados obscenos de Giulio Romano. En la imagen que presento vemos la mano de Apolo colgando sobre el pubis de su amante, exactamente en la misma posición en que se encuentra, laxa y cómoda, la mano de la recién casada de Tiziano. Intuyo, como Arasse, que Venus ya formaba parte del nuevo imaginario de la obscenidad, y que estaba destinada, como lo fue luego la obra de Courbet, a ser contemplada en privado como estimulante sexual para damiselas inexpertas.

Guido Romano, «Apolo y su amante» (1527), una de las ilustraciones para los «Sonetos lujuriosos» de Pietro Aretino.

El caso de la Gran Odalisca, de Ingres, es un poco más fuerte. Deliberadamente puesta de espaldas, el abanico de plumas de pavo real nos indica que aquello que cubre es, literalmente, el lugar de atracción de la mujer, y siendo la cola del pavo real un dispositivo del macho, una alusión quizás inadvertida al hecho de que se trata de una mujer fálica.

Jean-Baptiste Dominique Ingres, «La Gran Odalisca» (1814).

Tanto la planta del pie, como el avistamiento de la parte de atrás del turbante indican una sexualidad anal que ya iba cobrando espacio visual en la pintura del siglo XIX. Presente en los grabados pornográficos que llevaron a la Reina María Antonieta a la guillotina, según nos apunta prolijamente Lynn Hunt, se han ido colando entre las imágenes estéticas, aunque kinky, del temprano siglo XIX como síntoma de una sexualidad revolucionaria. Nótese que Ingres coloca esta sexualidad en el exotismo de oriente. Colocarle, no obstante, el turbante que pone Raphaello Sanzio a su amante, indica que esa sexualidad exótica ya ha llegado a la Francia nueva bajo una nueva democracia.

Courbet varios años después recoge ese interés en el ano en sus desnudos de bañistas. En este, Las medias blancas (1861), que captura nuestra atención por el fetichismo del pie, lo más importante parecen ser las nalgas que, si bien están culminadas por una vulva casi disimulada, llevan nuestra mirada hacia ellas mismas y hacia la sombra en el suelo donde queda oculto el ano de la muchacha. La pose del cuerpo, que usa las nalgas de pivote, refuerza esa impresión de que es  esa parte de la anatomía de la muchacha lo que resulta interesante como para colocarlo en la punta de este cuerpo doblado como el filo de una flecha.

Gustave Courbet, «Las medias Blancas» (1861).

Vale notar que para las fechas en que Courbet trabaja sus piezas (la década de 1860)  ya proliferaba la literatura pornográfica tanto en Inglaterra como en Francia. Los años inmediatamente anteriores a sus obras son escenario de la publicación de Madmoiselle de Maupin, de Teophile Gautier, una novela porno sobre la vida y aventuras de una famosa actriz lesbiana que tuvo mucho éxito en el mundo editorial underground, y cuyo éxito resonó en las posteriores acusaciones de pornografía y casos en corte contra Gustave Flaubert y Charles Baudelaire. El propio Baudelaire incluye en Las flores del mal el lesbianismo que deviene visible de forma cada vez más agresiva, si bien en la literatura y en la ilustración pornográfica se trata de una vena dirigida a los ojos masculinos, como ocurre con Sueño, realizada el mismo año que El origen del mundo.

Gustave Courbet, «Sueño» (1866).

Nótese cómo  la chica más cercana a nosotros, literalmente, nos da el trasero. El observador masculino disfruta de esta parte de su anatomía mientras ya las mujeres aparecen dormidas, cansadas de su encuentro sexual.

Gustave Courbet, «El origen del mundo» (1866).

En El origen del mundo,  Courbet se concentra, como luego lo hará Zola, en los placeres escópicos de un siglo dedicado a la mirada de lo prohibido. Interesantemente, en este siglo —como lo atestiguan la obra de Balzac y de Zola— la vulva era lugar más de muerte que de placer, pues se asociaba el cuerpo de la mujer con la naturaleza infecta y corrupta del cuerpo de las ciudades cada vez más populosas y hacinadas. Para leer este cuadro en su momento, más de que un eros desatado, debemos hablar de un tanatos problemático: el cuerpo femenino como enfermedad, la mujer como lo corruptible y enajenante. Nótese que se trata de un cuerpo decapitado, reducido a su área genital y zonas aledañas. Se alude a la mujer como género, desindividualizada, una boca dispuesta a abrirse y a engullir el cuerpo social entero.

Egon Schiele, «Desnudo con medias verdes» (1918).

El dibujo de Egon Schiele, Desnudo con medias verdes, recaptura la pose de la bañista de Courbet, para mostrarnos cuán longeva es la imagen de esas nalgas invitantes que dirigen la mirada hacia ellas como pivote del cuerpo entero. Mientras que una obra más reciente de Marlene Dumas nos aleja hacia el rostro de la mujer y oculta su vulva, para así marcar la identidad o la rostridad de su modelo en un guache de 1993 titulado La rubia.

La Gaia profanada de LaChapelle recoge esta tradición casi pornográfica en el detalle pudibundo con el cual la muerta o moribunda Gaia oculta su vulva y dirige nuestra mirada hacia su boca, tensa y dura como la suelen tener los soldados muertos en la Guerra Civil fotografiados por Mathew Brady. El cuerpo, que yace en el paisaje y no en el interior, como las mujeres yacientes de Tiziano, de Ingres y de Courbet, recoje esas formas y esos motivos, pero esta mujer muerta tumbada a la intemperie nos hace reconsiderar la tradición que mantenía a la mujer viva en el interior, y la coloca en el exterior para su vejamen y su peligro.

II. De John Everett Millais a David LaChapelle

John Everett Millais, «Ofelia» (1852).

Pero hay otra ruta para entrarle a Gaia profanada, la ruta de la bella ahogada, que nos habla más de la muerte que del amor, menos del amor y más de la destrucción. Soy un poco arbitraria cuando coloco la Ofelia (1852), del pintor pre-rafaelista John Everett Millais, como punto de partida de ruta alterna, pero confieso que me gusta mucho este cuadro, que cuelga en el Tate Britain en Londres y que ví recientemente con gran emoción. La exhuberancia de la naturaleza, el elemento acuoso donde yace el cuerpo, el carácter amorfo que da el agua a los vestidos de Ofelia, invocan imágenes de descomposición y de muerte. Hundido en el riachuelo, este cadáver está ya disolviéndose como humus nuevo que pasará a abonar las flores que adornan la ribera del río.  La generosidad del pintor en mantener la cara de Ofelia intacta mientras su cuerpo se descompone y se disuelve nos habla de una muerte hermosa y nos recuerda el rostro femenino en descanso después del coito, como la famosa Venus de Cera de Clemente Susini en el Museo della Specola en Florencia.

Clemente Susini, «Venus de cera» (ca. 1790).

Este elemento de la descomposición es esencial. Si nos remitimos al excelente libro de William Ian Miller, Anatomía del asco, vemos con cuánta rigurosidad la colocación de este cuerpo —del cual sólo vemos el rostro—, responde a la indistinción erótica de boca y vulva, y a la certidumbre de la esencial corruptibilidad del cuerpo femenino de Ofelia, a quien Hamlet llama prostituta y prácticamente acusa de ninfomanía, uno de los trastornos mentales más estudiados por Charcot en la casa de locos de la Salpetrière en París, pocos años más tarde. Ofelia, la histérica, tenía toda su energía en su vagina —su hyster— y así muere flotando bocarriba en plena pudrición erótica. En esa tradición naciente puedo colocar El origen del mundo de Courbet, como remake perverso de la Ofelia de Millais.

Egon Schiele, «Visto en un sueño» (1911).

El siglo XX agarrará esa vulva y no la soltará, si bien sobrevive por muchos años en dibujos y bocetos de artistas que los guardarán en su estudio como parte de su proceso de trabajo, y no como “arte”, como ocurre con el dibujo Visto en un sueño,  (1911) de Egon Schiele, que tuve la dicha de ver en una minuciosa retrospectiva suya de en la Neue Gallerie en Nueva York hace unos años. En esta ocasión, la mujer agresivamente abre los labios de la vulva para señalarnos hacia el interior, más allá de la puerta del clítoris, con un rostro alegre y satisfecho, los pezones puntiagudos y erectos, y las piernas casi forzadas de tan abiertas. Provocarse dolor para alcanzar el placer es síntoma de este tipo de dibujo realizado por hombres que manifiesta un imaginario femenino relacionado con el dolor sacrificial que regala la mujer para dar placer al hombre. Pero, no olvidemos, se trata de un sueño, de una fantasía masculina.

Frida Kahlo, «Mi nacimiento» (1932).

El sentido de este dolor se invierte en este cuadro de Frida Kahlo, de 1932, que ella titula Mi nacimiento. Separar las piernas a la fuerza mientras, como la mujer de Courbet, cubre su rostro y pierde su identidad, equivale a adquirir identidad mediante una especie de coito que es a la vez un parto propio. La identidad se propone aquí como el parto doloroso del yo, un dudoso placer ensangrentado que mancha las blancas sábanas. Asco, dolor y sexualidad van aquí de la mano, gracias a la exhibición de fluidos corporales que nos hablan de la corruptibilidad del cuerpo.

Hans Bellmer, «La señorita Águila» (1946).

El surrealista austriaco Hans Bellmer produce, en su Señorita Águila, una imagen parecida a la de Kahlo. Fascinado por escenas de pedofilia, produce una imagen en la cual, de la vulva de una niña sale, como en un parto, un pene. La niña lo observa asombrada y a la vez entusiasmada al percibir que su cuerpo es doble. ¿Se refiere a los actos de una sexualidad solitaria que imagina Bellmer en cada niña? Las piernas de la niña son las alas del águila, y nos da la impresión de que su mayor placer vendrá de masturbar a ese miembro alienígena abriendo y cerrando sus piernas en pleno vuelo erótico.

Marcel Duchamp, «Étant Données» (1946-66).

La famosa pieza de Marcel Duchamp, Étant données tiene un parecido obvio a la Gaia profanada de LaChapelle. La mujer, decapitada y abandonada en el pasto con sus piernas abiertas hacia nosotros —como la mujer decapitada de Courbet—, sostiene una bujía, y a lo lejos está el paisaje. Nos da la impresión de que el área oscura que la rodea es en realidad la apretura de la vulva, por la cual estamos mirando hacia fuera. ¿Remake de la Venus de Urbino inside out? ¿O de la mujer de Courbet? ¿O de ambas? ¿Lleva hacia sí misma la llama fálica para que alumbre su interior y así ella pueda proceder a un alumbramiento? ¿Habrá ella parido este paisaje ajado y descolorido? ¿Serán estas yerbas amarillentas los stand-ins de su propio vello público? Duchamp aquí abole la frontera entre el adentro y el afuera. Lo púbico y lo público se combinan en una sola imagen de la naturaleza desolada: la que veremos precisamente sobre el cuerpo de la Gaia profanada.

Cindy Sherman, «Untitled #153».

Un repaso de la obra de la fotógrafa norteamericana Cindy Sherman de finales de los años 1980s hasta finales de la década de 1990, nos presenta esa crisis doble del cuerpo femenino como paisaje desolado. Comenzando por la ahogada representada en Untitled #153, evidente remake de la Ofelia de Millais, Sherman se atreve a anunciar la descomposición de forma más directa. Al igual que la Gaia profanada de LaChapelle, los ojos de la muerta están abiertos, y aunque su boca no se explaya como la de Gaia, ciertamente parece que está diciendo su última palabra. Al igual que LaChapelle, Sherman da evidencia del trabajo en estudio, típico de esa década: se nota en los pedazos de grama colocados deliberadamente a los lados de su cabeza en este extraño autorretrato. Sigue desarrolándose esa imagen que homologa cuerpo femenino/corrupción en Untitled #156, y se vuelve casi insoportable en sus retratos de vómitos, como el Untitled #167 y Untitled 182. Pedazos de alimentos, de excrementos, de miembros del cuerpo humano a medio digerir, aparecen regados por el suelo. La naturaleza está literalmente digiriendo, es decir, apropiándose de estos cuerpos mutilados.

Cindy Sherman, «Untitled #167».

En sus Sex Pictures, Sherman va a llevar al colmo su comentario visceral de la relación cuerpo, sexualidad y muerte . En estas fotos de estudio, trabaja con maniquíes manipulados para recrear, como antes lo hizo Hans Bellmer, una serie nauseabunda de anatomías fantásticas, para usar la sugerente frase de Freud. El Untitled # 250 y el Untitled #263 son precisamente reordenamientos de la relación cuerpo/genitales que, adivinamos, repite la promesa que ya latía en la pintura de Courbet. El cuerpo amputado de sí mismo deviene pesadilla que rompe todo paradigma de género, de edad y de apetencia… y que propone nuevas anatomías del placer y de la muerte.

Cindy Sherman, «Untitled #250».

Antes de dar el salto a Gaia profanada, y para terminar regresando provechosamente a Courbet, comentaré brevemente la pintura Inmaculada de Marlene Dumas. Famosa por sus desnudos agresivos, Dumas, en esta obra que fue parte de su extraordinaria exhibición en el MoMA hace dos años, no sólo Dumas decapita la ya decapitada mujer de Courbet, sino que abre las piernas de su modelo para que veamos lo que ya intuíamos en Etant donées: una oscuridad total que anticipa la castración, el fin del mundo, para el que ahí entre. Pintada sobre papel texturado, Inmaculada raspa y hiere los ojos del que la mira, mientras ostenta la mancha negra —la boca— que desdice del título “la sin mancha”. No hay piernas ni rostro, ni cama. El escorzo de la perspectiva nos presenta el torso amorfo, casi monstruoso, en el estrecho y claustrofóbico espacio del papel. Dumas, con su imagen, va directamente al grano: la decapitada decapita.

Marlene Dumas, «Inmaculada» (2003).

Gaia, su cuerpo embadurnado del musgo excedente y del lodo excrementicio que parece brotarle de su propio cuerpo, yace en una naturaleza de plástico, algodón sintético y alfombras de rayón que ella contamina y no al revés. Profanado, el cuerpo de Gaia es lo único en la foto que se puede corromper y desaparecer. Es como si ya no hubiera paisaje debido al carácter tóxico del propio cuerpo humano, que todo lo contamina. Esta “Gaia al revés” es emblema de la violencia humana contra el ambiente, y emblema de cómo el ambiente ha cobrado finalmente su venganza. Eros y Tánatos conforman este cuadro de ambiguas deudas a una ambigua tradición que junta en la misma olla podrida, en el mismo sancocho, figuras tan variadas como las que he reseñado con tanta prisa.

¿Cuál es el saldo de estas dos rutas interpretativas que nos llevan a Gaia profanada? Por un lado el lento outing de las sexualidades alternas en la Europa moderna, ese Eros aventurado que nos viene desde Aretino y Tiziano hasta la propia Dumas, pasando por Courbet y llegando a Gaia. Del otro lado, el cuerpo/paisaje corruptible, asqueroso, lleno de fluidos corporales, de excesos, de muerte: la vulva abierta como boca masticante: la promesa del final de los tiempos. Sherman es excelente ejemplo, me parece a mí, de este asco constitutivo de nuestro momento histórico. Pero además, en esta segunda ruta hemos visto como las nuevas sexualidades responden a nuevos cuerpos: aquello imaginados por el propio Courbet (una mujer que es sólo vagina), por surrealistas como Dalí y el propio Magritte, pero sobre todo por Hans Bellmer, por Marlene Dumas, por Duchamp y por Cindy Sherman: el cuerpo de la nueva biología, de las prótesis, de las cirugías radicales y metamorfoseantes. Y del mismo modo en que sucesivamente hemos ocultado, acallado y reprimido las sexualidades alternas, hemos combatido los cuerpos o las corporeidades alternas que vehicularían estas nuevas sexualidades por ese terror freudiano a la cabeza decapitada de Medusa.

Ahí es que da de sí el arte su mejor talento: proponiendo desobediencia. Registra esos cambios, esos truncamientos, esas nuevas maneras de ser, incluso las anticipa en su ficción violenta, en su iconoclasia. Por eso, privar al arte de su libertad de expresión es, a fin de cuentas, detener el crecimiento y el cambio, la creación de nuevos paisajes de sensibilidad, de nuevas palabras, de nuevas imágenes y de nuevos cuerpos. Pero sobre todo, la creación de nuevos riesgos que provocarán lo que Jacques Rancière llama nuevos paisajes de sensibilidad.

[Ponencia en el foro «La sexualidad en David LaChapelle», Museo de Arte Contemporáneo, diciembre de 2011]