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Lo cierto es que la cultura de la mesa no sólo ejerce control de los modales, usos y costumbres, capacitaciones y gestos que signan quiénes somos, sino que alude a toda una cultura de la materialidad en la factura y en las formas de sus artefactos.

La vajilla del Titanic cae lentamente al suelo…

por Lilliana Ramos Collado

En la oscuridad ruidosa de una sala de cine en Levittown hace unos años, presencié una de las escenas más estremecedoras de mi vida. Un aparador se iba inclinando a cámara lenta mientras una enorme cantidad de piezas de vajilla blanca se precipitaba pausadamente hacia los espectadores. Era el gran Titanic, que se alzaba por un momento para desaparecer irremisiblemente bajo las frías aguas del Atlántico Norte. Su vajilla, volcada hacia nosotros, flotó por un momento en el aire y fue cayendo al suelo como cascada de porcelana. Me pareció curioso que la escena seleccionada para representar ese oscuro momento en la historia de la tecnología moderna fuera la escena de la destrucción de una vajilla. Escapada de su aparador, volcada en el suelo, insinuaba la destrucción de una domesticidad lujosa, de la falsa domesticidad de ese gigantesco hotel flotante que fue el Titanic, de la domesticidad costosa que separaba los ricos de los pobres. Irónicamente, el blanco y delicado material sonó como miles de campanas de cristal, quebradas, que tocaban a muerto: era el fin de una esperanza que unía los portentos de la tecnología marítima con la fina artesanía exotista de la porcelana inglesa. Era un golpe mortal a la soberbia del lujo aristocrático de los nuevos y viejos ricos de Europa y de América. Era, en fin, el hundimiento de un titán que abría el mundo a la verdadera revolución industrial del fordismo que inauguró el siglo XX.

Francisco Oller, «Higüeras» (1912- 1914).

No es de sorprender que, entre las imágenes más famosas del descubrimiento del Titanic hundido, estuvieran las fotos de piezas de vajilla regadas en el fondo del mar. De alguna forma, esa vajilla, tan prominente en la historia visual de esta catástrofe, nos habla de la humanidad que perdió la vida allí, de sus costumbres, de sus ambiciones, de sus esperanzas. Al igual que ocurre en la pintura de bodegón desde la modernidad temprana,  la vajilla y la cacharrería son elocuentes testigos de la inmediatez de una cultura de los artefactos, y de su pequeña historia propia, independiente quizás de la gran historia formada por catástrofes como la del Titanic. Los cuencos, las jarras, los platos, los vasos y las tazas son tan familiares que con frecuencia somos ciegos a la cultura arqueológica de la mesa, como si ésta se limitara al uso correcto de los cubiertos  y de las copas, es decir, a una antropología de las maneras  y los modales de mesa. Lo cierto es que la cultura de la mesa no sólo ejerce control de los modales, usos y costumbres, capacitaciones y gestos que signan quiénes somos, sino que alude a toda una cultura de la materialidad en la factura y en las formas de sus artefactos. La antropología tiene su arqueología, y ambas se dan la mano para dirigir nuestros pasos hacia esa cultura más amplia de la economía y el comercio según su época.

Precisamente, la cultura de la mesa, considerada como la cultura del espacio íntimo más público, siempre se muestra responsiva a la cultura circundante. Y no obstante, se mantiene fiel a lo que George Kubler llama  “objetos primates”: como de la cueva surge la casa, y de la roca chata surge la mesa, los platos y los vasos tienen su origen en el hueco de la mano. Los cambios en diseño, en material y en proceso de producción, más que hablarnos de la función del plato, nos dan cuenta de las costumbres y los modos de producción de la época que lo creó, distinto tal vez en su forma, pero idéntico siempre en su función. En fin, cada época tiene su mesa, pero cada mesa nos retrotrae a esos primeros objetos que sustituyeron la mano humana como artefacto para servir y comer. Y ahí están platos y vasos, siempre listos para hablarnos del origen, y a la vez listos para hablarnos de cuánto cambio de forma, ya que no de función, han sostenido estos objetos domésticos demasiado familiares.

Mugs con el sello de Caribe China, Puerto Rico

Hoy, casi un siglo después de la catastrófica destrucción del Titanic, y milenios después de inventado el primer cuenco de barro o corteza en imitación de hueco de la mano, José Luis Colón nos da la oportunidad de asomarnos a un momento crucial en la modernización de Puerto Rico, el momento cuando los objetos de nuestra amorfa mesa doméstica, con frecuencia importados, estilísticamente dispersos, saltan, en menos de cincuenta años, desde los cuencos y las cucharas de higüera que representó Francisco Oller en uno de sus más hermosos bodegones, hasta la loza vistosa, aunque sencilla, de la fábrica llamada Caribe China. Al primitivismo de la cuchara de higüera de nuestro gran pintor Francisco Oller le corresponde la elegancia del chinero caribeño que guarda la moderna vajilla de loza borincana. Caribe China: Ventana a la modernidad, de José Luis Colón—con prólogo de Ani Santiago  de Curet y epílogo de Adrián Santos Tirado, y editado por EMS Editores con la ayuda de varias instituciones, en especial de la Oficina Estatal de Preservación Histórica y la Fundación Luis Muñoz Marín—es un detallado texto de historia económica que enfoca los albores de la industrialización de Puerto Rico a mediados del siglo XX usando como motivo el desarrollo de la fabricación de loza de mesa.  Su recorrido histórico, sustentado por espléndidas ilustraciones de especímenes provenientes de la colección del propio autor, comienza en el momento en que se establecen las primeras fábricas gubernamentales en Puerto Rico, una de las cuales se dedicó a la alfarería, todas instauradas a finales de la década de 1940. El recorrido termina con el cierre de operaciones de la fábrica, localizada en Vega Baja, a finales de los setentas.

Una cremera de Caribe China…

Varios elementos de este libro enriquecedor reclaman nuestro interés: primero, cómo el fabricante original, llamado Crane China, establece aquí una fábrica de loza, subsidiaria de otra en los Estados Unidos, llamada Iroquois China Company, y se dedica a transformar a agricultores y amas de casa en alfareros diestros que se emplearán en la producción semiartesanal de una loza de tal calidad y valor estético que llegará a adornar las mesas oficiales de las Naciones Unidas, pasando por los comedores de grandes cadenas hoteleras, líneas aéreas y agencias públicas, hasta alcanzar nuestra modesta mesa doméstica.  Las manos diestras de la fábrica Crane China, que pronto se convirtió en Caribe China, trabajaban con materia importada  y del país, y con diseños importados de las fábricas matrices en los Estados Unidos,  así como con diseños autóctonos. Pero lo que más impacta la imaginación del lector es el diseño sencillo y grácil, la gama de color y los elementos gráficos mínimos que adornan estos objetos que, de muchas formas, nos devuelven a la mesa de las décadas formativas de los cincuenta y sesenta en Puerto Rico. Cercanas a su objeto primate—la mano humana—, las piezas de Caribe China delatan su modernidad en su falta de lujo y de aspaviento formal.

Extrema sencillez de los diseños de Caribe China.

Es inescapable recordar al Luis Palés Matos del Tuntún, despotricando contra lo que él llamó “la imitación macaca”, al ver cómo las hermosas piezas de Caribe China formaron un ideario visual propio que, precisamente, rehuía las estridencias y exageraciones cursis de las imitaciones baratas de porcelana inglesa que traían tiendas y mueblerías para un público que salía de la pobreza y que no sabía cómo adornar su casa con un estilo propio y sobrio. No hay más que recordar, por ejemplo, los múltiples artículos periodísticos de Inés María Mendoza, publicados durante la década de 1950, dedicados al adorno y al buen gusto del hogar, que invitaban a las amas de casa a evitar “el mal gusto en muebles” y a buscar “objetos bellos” que se apartaran de la exageración barata. Ciertamente, el estilo sobrio y sencillo, hijo mayor de su padre, don Buen Diseño, y de su madre, doña Funcionalidad, presenta estos objetos como el escaparate donde se muestra la naciente personalidad del pueblo puertorriqueño. La dignidad de una vida austera orlada por el lujo de una estética moderna era cuidadosa en no distinguir entre ricos y pobres. De muchas maneras, las piezas de Caribe China nos asoman a la ventana de nuestra reciente modernidad como una época esencialmente democrática. Gracias al éxito multitudinario de estos diseños, tanto los turistas hospedados en el Caribe Hilton, como doña Pepa y doña Pancha en Bayamón o en Manatí comieron, literalmente, del mismo plato.

La febrilmente minuciosa investigación de José Luis Colón, que se nutre de fondos documentales, y de entrevistas y testimonios de usuarios y obreros, y que se apuntala en las piezas mismas y en sus sellos de producción, da cuenta de un desarrollo deliberado en términos de forma y diseño. La austeridad vital a la que nos invitaba el gobierno de Puerto Rico en los años de la Operación Manos a la Obra venía a demostrarse en estos objetos que, siendo familiares y funcionales, daban testimonio elocuente de esa frugalidad material que podía bastarse con los placeres de una estética de lo mínimo.  En este contexto, el nombre “Caribe China” resuena intrigante. Aparte del hecho de que remite al nombre del barrio donde se enclavaba la fábrica, lo cierto es que el cruce entre inglés y español tiene su propio mensaje: la aspiración a la calidad aristocrática de la porcelana china, unida al orgullo del primitivo lar caribeño, signan el compromiso con nuestras circunstancias vitales y económicas durante esos años formativos del Puerto Rico contemporáneo.

Uno de los exhibidores de la exposición diseñada por Arthur Asseo, Rubberband.

La exposición que acompañaba la publicación de este libro reprodujo, en estilo, montaje y presentación, las formas y diseños prevalecientes durante los años de esplendor de la Caribe China. Los exhibidores, organizados como elegantes bodegones, mostraban los conjuntos más llamativos de la colección, según su clasificación como piezas de encargo para agencias gubernamentales o cadenas hoteleras ‚—como el Caribe Hilton—, así como las líneas destinadas al mercado doméstico. La pared de entrada revelaba, por su reverso, los materiales de confección y producción de los elementos gráficos: brochas, pinceles, pigmentos en polvo, balanzas. En medio de éstos, un vídeo nos transmitía algunas entrevistas a obreros y a usuarios de las piezas. Las paredes de la sala, adornadas con tablones en forma de platones, nos comunicaban los detalles sobre el proceso de diseño, y una mesa central nos revelaba el proceso de transformación de las piezas, desde la arena silícea, hasta el plato pintado.

La mesa central de la exhibición, donde podían apreciarse los materiales de factura y las etapas del proceso de fabricación de las piezas de Caribe China.

Me parece que esta mesa, tan central y tan llamativa, constituyó la ruptura más interesante de la exposición. La industria pujante de las décadas de 1950 y 1960 era especialmente celosa de presentarnos los objetos terminados, lisos, pulcras fachadas detrás de las cuales se ocultaba la mano humana y la acción de la máquina. La estética del objeto cerrado en sí mismo celebraba así el redundante valor del objeto como objeto. Con esta mesa de “producción”, el diseñador del montaje, Arthur Asseo, trae a la vista la mano del obrero, el orden de la producción y la metamorfosis de la arena en loza integral. Esta mesa me parece elemento importante en la exposición. Del mismo modo en que el libro de José Luis Colón nos trajo el objeto apuntalado en su historia económica para que pudiéramos entablar el diálogo indispensable entre economía y estética, la mesa de producción que ocupó el centro de la exposición nos entregó el diálogo igualmente indispensable entre la mano del obrero, las materias, el diseño y el objeto terminado.

El hecho adicional de equipar la exhibición con elementos que permitían su disfrute por visitantes con impedimentos visuales y auditivos dio todavía más valor a este trabajo que, con su montaje inteligente y generoso, evitó el fácil tripeo de la nostalgia y nos entregó la continuada pertinencia de un gran momento en la industria puertorriqueña. José Luis Colón y a Arthur Asseo hicieron un trabajo extraordinario al historiar y representar una de las aventuras de diseño más reveladoras en la historia del Puerto Rico moderno. Si bien la Caribe China no tuvo el eco histórico del hundimiento del aristocrático Titanic, nuestra fábrica de loza gozó y aún goza de la infinita bondad de su enorme pertinencia para nuestra vida y nuestra historia presentes, marcadas por la idea, absolutamente más democrática, de un diseño que fue y es, literalmente, para todos. 21 de mayo de 2008