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El jardín no son las plantas ni las veredas, ni el agua ni el abono. Es el “dónde” evocador. El ángulo de la sombra es vereda para la mirada. El patrón azaroso de las ramas es su figura.
por Lilliana Ramos Collado
Lo he buscado y, como no lo encuentro, lo he ido construyendo. Modelos hay en la imaginación. Modelos trae el deseo. Porque el jardín no es otra cosa que la encarnación de un deseo de paisaje, pero de un paisaje íntimo, como la imagen del corazón.
El jardín no son las plantas ni las veredas, ni el agua ni el abono. Es el “dónde” evocador. El ángulo de la sombra es vereda para la mirada. El patrón azaroso de las ramas es su figura. La convocatoria sensorial —los olores, los matices, el susurro del viento— propone un acorde de voces que sólo nos habla desde la familiaridad de un lugar conocido antes de ser conocido. Y, luego de conocido, perpetuamente enigmático. Debe serlo: la familiaridad absoluta mataría el jardín. Sin misterio, sin aquello que queda inexpresado y expuesto a la errancia de la intuición, no hay jardín.
Por eso, el jardín es siempre “mi jardín”, el que he alimentado con el propósito de ver mi propio pálpito meciendo el follaje. Mi propio corazón insondable, lleno de lo insólito y lo amado.
Así como el espíritu es flor de la materia, la figura del jardín es flor de lo real. Tres orquídeas de Home Depot, cuatro uvas playeras compradas en Carolina, seis pequeñas y escuálidas albahacas del supermercado Amigo, no suman un jardín. Como la flor que es su emblema, el jardín el flor de azar. La lluvia, la luz, el aire, lo van modelando mientras lo soñamos. Erráticamente, hijo de su propia voluntad caprichosa. Nuestra mirada lo transforma, y le dotamos del lenguaje que nuestra intuición va enunciando poco a poco. Pero, al mirarlo nos transforma la mirada. El jardín nos enseña a mirar.

Bajo la sombra de un dosel de trepadoras, un carillón da voz al viento. Me acompaña mientras estudio, mientras voy leyendo.
Sea el jardín enorme —millas y millas de educadamente túrgida floresta—, sea tan diminuto que habite apenas una jardinera, comparten los jardines ser producto de nuestro afán atemperado por el riesgo, la suerte y la sorpresa. Es producto de un amor directo e implacable, de un mimo atento, de un tiempo que sólo se mide en retoños, en capullos y en hojas secas. El tiempo del jardín se ve en la lenta transformación de lo desconocido y ajeno, en lo íntimo y familiar. Y de nuevo, un regreso al misterio de las caprichosas formas remisas a todo proyecto. Estar sentada en el jardín es estar sentada en el alma propia: extraña, azarosa y entrañablemente nuestra.
Ahora que poco a poco voy imaginando mi jardín me doy cuenta de mi necesidad de espacio. Mi jardín lo imagino mirado de un poco lejos. Quiero que sea un jardín para adivinar capullos y retoños, para estar sentada acá y verlo allá. Soleado y a la vez creador de pequeñas sombras; sombreado y creador de cientos de ojos de luz en el césped al pie de los árboles que irán viniendo. El mío es un jardín lento, moroso, que voy construyendo con la lentitud que caracteriza mi deseo: firme, fiel, feraz.
Mi jardín empezó de cero, sin veredas, que iré construyendo de gravilla según las sombras y las luces me las vayan dictando: por aquí, por allá. En las tiendas de jardín espero y esperaré a que las plantas me pidan que las lleve a mi casa. Esto lo he aprendido con tristeza: muchas de las plantas que he invitado a mi casa se han muerto. Ahora sólo traigo aquellas que me insisten en venir, las que se invitan solas. Esas, aunque no me gusten a primera vista, crecerán y florecerán agradecidas. Por eso las dejo hacer lo que les da la gana.
Mientras medito en mi deseo de jardín, recuerdo los jardines de mi vida: cuando niña sembraba gandules y calabazas, pimientitos y cundeamores. Y se me daban. Pensé ser agricultora, comer del fruto de mi jardín, y muchos gandules comí, y muchos cundeamores. Luego, en el Viejo San Juan, una bella jardinera, repleta de heliconias, me saludaba en la mañana al abrir de par en par la doble puerta de mi cuarto que daba al jardín interior. Qué linda imagen: «jardín interior». Un jardín para mí sola, con pared de piedra, con muros altísimos, un jardín como un pozo de luz. Húmedo e íntimo, uterino y repleto de aromas a tierra y a edificio viejo.
En Valparaíso, Bayamón, los bloques de hormigón dieron forma a mi jardín. Traje tantas plantas que no soportaron la tierra flaca y egoísta. Las que sobrevivieron, poblaron el jardín de sombra y fronda, y es mi mejor memoria haber disfrutado de las enormes heliconias, haber celebrado tanto amor entre esa maleza tupida de guyanas bajo un limonero y un palo de mangó.
Hoy, estoy soñando el jardín que seguirá viniendo. Sentada de noche ante esa tabula rasa que es mi “patio”, me enfrento a la Posibilidad con mayúscula. Me enfrento al azar que da paso al jardín.

Platón, Aristóteles y Epicuro lo sabían: en el jardín se aprende y se sueñan los sueños que nos forman.
Espero tener siempre visitantes deseosos de sentarse acá y verlo allá. Quiero que vean por dónde irán esas veredas que dicte el capricho. Quiero que, de la mano con ellos, veamos esos ojos de luz parpadeando sobre la hierba al ritmo de la brisa. Quiero que mis amigos estén sugeridos en mi jardín porque será mío, pero será para ellos, para que me conozcan mejor de lo que me conocen, yo conocerlos mejor, para que palpen mi alma y yo la de ellos, para que recorran la memoria y aquello que somos. Quiero que esos atardeceres que pasemos en mi jardín sean eternos, y aunque no lo sean, así se sientan, como cuando el tiempo se detiene ante lo bello.
Aunque, quizás nunca sea bello mi jardín. Sé que el alma no es estética. El alma simplemente “es”, y no se resigna a ser de una sola forma: lo feo es el transfondo necesario del jardín. El alma no se detiene. Cambia, se agranda, se quiebra, hasta se muere. Pero haré un jardín que convoque a muchos a amarlo para que de alguna forma me amen a mí y yo a ellos, y me amen y yo ame mucho, como quien ama los bellos jardines, tengan o no el alma muerta, porque los desiertos, el cielo limpio y vacío, y el mar en calma también son bellos, como lo es siempre la promesa de un jardín que vendrá.
Me gusta también la jardinería y la entrada me parece que dice bien lo que es la construcción de un jardín: no crece mejor las plantas que más nos gustan y agradecemos que los demás miren y aprecien nuestro espacio verde.
Pero escribo este comentario para preguntarte esto que no comprendo: «lo feo es el transfondo necesario del jardín».
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Yaki, gracias por leer y comentar! Me haces una excelente pregunta. Lo feo: las plantas peladas cuando cambia la temporada, la descomposición de las hojas, las plantas agredidas y casi asesinadas por la sequía, como nos pasó a nosotros en Puerto Rico entre abril y octubre (casi todo se murió: mis helechos de alce prácticamente necesitaron resuscitación cardiopulmonar), pues estaba prohibido por ley regar los jardines, y, en general, la horrible arquitectura que nos rodea. Lo feo comienza a notarse si está cerca de un jardín verde y florecido, aunque esté salvaje.
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