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Giotto,

Giotto, «Anunciación» (dos paneles, 1306).

por Lilliana Ramos Collado

25 de marzo de 2004, Día de la Anunciación

‘“Suele decirse”, describe San Bernardo [de Claraval], “que la palabra de Dios llegó hasta la boca de unos, hasta el oído de otros, e incluso a influir en las obras de algunos; pero en el caso de María llegó esa palabra divina a sus oídos a través de la salutación angélica; a su boca por la confesión; a sus manos por el contacto; a su vientre por la Encarnación; a su seno por la sustentación, y a sus brazos por la oblación.”’ — Santiago de Vorágine, “La Anunciación del Señor”, La leyenda dorada

I. Embocadura

El comienzo de uno de los relatos de Gabriel García Márquez nunca deja de conmoverme. Dice así:

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que la causa era la pestilencia. El cielo estaba triste desde el martes. […] La luz era tan mansa al medio día, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas. […] Ambos [Pelayo y su mujer] observaron el cuerpo caído con un callado estupor. estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. […] Pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error. —Es un ángel— les dijo —. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.

El relato se titula “Un señor muy viejo con unas alas enormes”. Ya el título lo indica: casi nadie parece recordar lo que es un ángel, y mucho menos reconocerlo bajo la guisa de un señor muy viejo con unas alas enormes. La vieja sabia, que aún conoce los símbolos, propone una relación entre el ángel, la lluvia y el niño. Esta relación es lo que solemos llamar “trama”. El parsimonioso descubrimiento del ángel desarraigado de la memoria colectiva revela la intuición fundamental y formativa del universo narrativo de García Márquez: el mundo, desacralizado, carente de la memoria clara de lo trascendente, se vuelve denodadamente extraño, enajenante. Perdido el repertorio simbólico y alegórico que nos permite hablar de una memoria cultural colectiva, carecemos del instrumentario hermenéutico y retórico para comprender y expresar la cotidianidad y, con ella, crear las tramas significantes que nos permitan procesar el  sentido de la experiencia. Esa desacralización tiene su fecha: nuestra expulsión del “bosque de símbolos” coincide con el momento de la Ilustración. De aquella familiaridad con el mundo, hemos “caído”.

¿Cuál fue la pérdida concreta cuya fecha se me antoja hacer coincidir con la publicación de los primeros tomos de L’Encyclopédie? La pérdida de aquello que George Lakoff llamó aptamente “the metaphors we live by”. Casi podría decirse que el último período feliz, en términos de la integridad del imaginario colectivo, fue el llamado “Barroco”, cuyo imaginario se desarrolló, consolidó y estabilizó en la Baja Edad Media, y que fue codificado y sometido a escrutinio durante el llamado Renacimiento. Puede afirmarse, casi sin pestañear, que la pérdida del arraigo colectivo del símbolo tuvo que ver con un cambio radical en la lectura de la simbología que rigió la hermenéutica medieval, renacentista y barroca. Casi toda esta simbología se basa en el conocimiento y la exégesis constante de las Sagradas Escrituras, más el sedimento cultural de la antigüedad grecolatina, mantenida como vehículo de aprendizaje por la jerarquía escolar, según lo expresa San Basilio de Cesárea en su célebre opúsculo titulado “Por qué leer los clásicos”.

Simone Martini, «Anunciación y dos santos» (1333).

Esa peregrina mezcla, que hoy llamamos sincretismo medieval, formó el sustrato de las tradiciones simbólicas, con su repertorio iconográfico, alegórico y, eventualmente, emblemático. Al desaparecer este repertorio común fundamentado en la literatura religiosa apuntalada por vestigios clásicos, podría decirse que la cultura europea se quedó, como afirma Eugenio Battisti, “sin antepasados”, sin herencia, sin memoria. Y es este repertorio el que permite configurar los más variados artefactos culturales: la literatura, las artes de la representación, las artes plásticas, la filosofía y las artes praedicandi. Debo confesar que la nostalgia por ese mundo figurante y figurado que culminó con el Barroco, es lo que me atrae de la serie cultural que podríamos titular la “Serie de las Anunciaciones”, serie compleja que presenta retos singulares tanto al aficionado del arte como al estudioso de la cultura.

La tradición erudita del estudio de la Edad Media se ha dedicado, salvo contadas y honrosas excepciones, a historiar el repertorio iconográfico inferible sobre todo del arte sacro de la época. Clasificados por región, por reinado, por materiales, los objetos culturales se ordenan según los rasgos comunes que signan la continuidad de tramas bíblicas o de puntos doctrinales, incluyendo cuestiones elaboradas por la religiosidad popular. Reconocer la continuidad iconográfica ha tendido a soslayar las cuestiones de estilo, a pesar de que es el estilo el que demuestra la flexibilidad que garantiza la pervivencia de la iconografía misma, en términos temporales y geográficos. Sin embargo, un elemento filosófico y estético que opera como sustrato común tanto a la iconografía como a los estilos que la configuran es la idea de que todo arte, sagrado o profano, debía permitir al espectador ir de la emoción a la intelección, de lo visible a lo invisible. El símbolo, como organizador del sentido, resaltaba, precisamente, la rentabilidad conceptual de la imagen artística o la figura, especialmente en las artes praedicandi. Elemento esencial de estas imágenes era su forma “bella”.

Taddeo Gaddi, «Anunciación» (1340).

Tanto Escoto Eurígena, como Hugo de San Víctor y como Suger de Saint Denis proponían que el lujo y la belleza tenían un carácter teofánico que posibilitaba atisbar una imagen de la divinidad, así como instilaban la nostalgia y el deseo de alcanzarla. Para estos tres teóricos de la estética medieval, las formas bellas resultaban ricas en significados y sugerencias, a la vez sencillas y confusas, deseables en sí mismas, y, sin embargo, incompletas en tanto percibibles por nuestras almas limitadamente humanas. El Pseudo-Dionisio Areopagita, con su De la jerarquía celeste, fue el origen de esta confianza en que las cosas materiales podían ser el camino para asomarnos a la divinidad: materiali manuductione. La materia nos conduce a Dios. Tomás de Aquino, en su Summa Theologica, recogería y ampliaría esta estética: los sentidos, único portal humano hacia la comprensión de la verdadera naturaleza del mundo, nos permiten, por analogía, llegar a conocer a Dios.

II. La Virgen María como personaje y como imagen privilegiada

Posiblemente la aportación medieval más importante al elenco cristiano occidental es el personaje de María. Virgen, reina, novia, madre, mediadora, María ocupa un lugar protagónico en la cultura religiosa y en el imaginario cultural completo. Su vida, acopio de acontecimientos narrados en los evangelios bíblicos y en los apócrifos, está amojonada por una inmaculada concepción y un nacimiento virginal, por ser la sierva del señor y la madre de Cristo, por ser la reina de los cielos que a ellos subió milagrosamente en cuerpo y en alma. El imaginario medieval se dedica con ahínco a un culto llamado “mariano” que no sólo elaboró una densa matriz iconográfica de todas las personas y los atributos de la Virgen María para signar las realidades de la caritas o amor divino, sino que reconfiguró la expresión de la cupiditas o amor humano en los mismos términos. Por ejemplo, las minuciosas exégesis del Cantar de los cantares que realiza Bernardo de Claraval alegorizan la extrema humanidad erótica del texto bíblico para convertirla, junto con la tradición trovadoresca completa, en pasto de célibes “novios de la Virgen”.

Es, sin embargo, el momento de la Anunciación el que parece haber capturado con especial fuerza la imaginación iconográfica medieval en torno al personaje de la Virgen María. Este momento, que se construye como simétricamente inverso al momento en que Eva desobedece a Dios y come la fruta del árbol prohibido, representa la segunda oportunidad de la humanidad de volver a acceder al paraíso. El consentimiento de María a la Encarnación, expresado en la frase “Ecce ancilla Dei”, representa, y cito a Marina Warner, “su Fiat, ejemplifica la más sublime fusión del albedrío del hombre con el plan divino”[1]. Cuando María accede a esta suerte de petición de mano de Dios, nos ofrece el “buen fruto” y una nueva vida. Desde hace años me he dedicado a coleccionar imágenes de este momento singular en el cual el Viejo Testamento deviene el Nuevo, y en el cual lo divino irrumpe en la historia humana.

III. Intuiciones

Las intuiciones que les presento aquí tienen orígenes coyunturales, aunque distantes entre sí. Por un lado, mi lectura reciente de un ensayo de Omar Calabrese sobre el motivo de la Anunciación:

… el pintar la casa de la Virgen al lado del cielo era un precepto antiguo. Encontramos sus huellas en un texto griego […] redactado en su mayor parte en época tardobizantina, el Tratado de Pintura de Dionisio de Frusa, que escribe: “junto a la casa hay un cielo del que desciende el Espíritu Santo en un rayo sobre la cabeza de la Santísima”.[2]

Ambrogio Lorenzetti, «Anunciación» (1343).

Por otro lado, mi lectura remota, casi adolescente, del clásico de Erwin Panofsky, La perspectiva como forma simbólica, donde se afirma, y traduzco libremente de la edición norteamericana:

Lo que resalta la importancia de una pintura como la Anunciación (1344), de Ambrogio Lorenzetti, es, […] el sentido completamente nuevo que le confiere al plano del suelo. Ya no se trata meramente de la superficie inferior de un “cajón espacial” cerrado a derecha e izquierda y rematado por el borde de la pintura, sino de la superficie inferior de una sección de espacio que, si bien todavía está rematada en la parte de atrás por el tradicional fondo dorado y al frente por el plano de la pintura, podría considerarse que se extiende arbitrariamente más allá del término de cada lado. Y lo que es quizás más dramático es que el plano del suelo ahora nos permite claramente leer no sólo los tamaños, sino también las distancias entre los cuerpos que sobre él se despliegan. El patrón ajedrezado de las losas […] ahora pasa por debajo de las figuras y se convierte en un índice de valores espaciales […] Podemos expresar numéricamente tanto los cuerpos como los intérvalos —así como el alcance de cada movimiento— mediante el número de losas. […] No es mucho afirmar que el patrón de la losa así utilizado representa el primer ejemplo de un sistema coordinado: ilustra el “espacio sistemático” moderno en una esfera artística concreta, mucho antes de que fuera postulado por el pensamiento matemático abstracto.[3]

Si bien, según Panofsky, el pavimento ajedrezado en la pintura de Lorenzetti constituye elemento formante de un “espacio sistemático” típico de la modernidad, la imagen global que aquí se representa oscila vagamente entre declararse “naturalista” en tanto que anticipa la organización pictórica renacentista, o mantener el iconismo que produce el aire de limbo sin profundidad que distingue las imágenes sagradas medievales que flotan sobre trasfondos dorados. Nótese que la columna central, que hace las veces de separador entre la Virgen y el ángel, es tanto parte de la imagen representada como parte de la orla que le sirve de marco, con lo cual la función de la columna en la imagen acusa una gran ambigüedad. Aunque las losas “miden” y “sistematizan” el espacio representado, no todos los elementos de la imagen siguen esta disposición. ¿Qué ha impedido la total transformación de este espacio en un lugar sistemático regido cabalmente por la perspectiva lineal?

Fra Angelico. «Anunciación» (1434).

La conjunción entre la idea de la casa de la Virgen como contigua al cielo, y la de la  casa de la Virgen como espacio fundacional de la perspectiva lineal sugiere varias preguntas. ¿Es la contigüidad entre casa y cielo índice de similitud o de diferencia entre estos dos lugares en tanto espacios discretos que conviven en una sola imagen pictórica?  ¿Qué elementos de la escena de la Anunciación la proponen como escena fundacional de la perspectiva lineal? Panofsky afirma que el arte de la antigüedad clásica y el arte medieval rechazaron la perspectiva quizás porque introduce un factor individual (el punto de vista del observador) en un mundo suprasubjetivo, y que, al transformar la realidad en fenómeno o apariencia, la perspectiva parece reducir lo divino a un mero asunto de la conciencia humana[4]. Me pregunto yo, ¿acaso los espacios específicos, en tanto atributos respectivos de Dios y de María, al gozar de naturalezas quizás mutuamente exclusivas —cielo vs. casa; espacio absoluto y divino vs. espacio humano y contingente— necesitan plantearse y organizarse mediante métodos pictóricos diferentes?

Francesco del Cossa, «Anunciación» (1470).

La insistente representación de barreras y umbrales entre el Arcángel Gabriel y la Virgen María en la abrumadora mayoría de las obras que presentan la escena de la Anunciación entre la Edad Media y el Barroco nos lleva a preguntarnos, además, cuánta conciencia tuvieron los artistas que acometieron esta escena—privilegiada en la historia de la pintura occidental—en cuanto a la necesidad de separar los espacios respectivos de lo humano y lo divino mediante métodos de representación, como diría Descartes, “claros y  distintos”. Si cedemos a la tentación de proponer esta escena como producto de una doble metodología de la representación pictórica, ¿podemos servirnos de esta suerte de dualidad representacional para confirmar la transformación paralela de la representación de espacios que podríamos caracterizar respectivamente como “sagrados” o “profanos”? ¿Cuánta conciencia tuvieron estos artistas como para intimar que la combinación misma de métodos de representación para dar cuenta simultánea de lo humano y lo divino podía convertir esta compleja escena de la Anunciación en alegoría de la representación pictórica misma como encarnación? ¿Acaso esta particular propuesta pictórica que nos presenta el motivo de la Anunciación hace más elocuentes las diferencias entre estilos epocales en momentos en que los estilemas demuestran un insistente trasvasamiento y una pertinaz indecibilidad? En fin, ¿cómo nos sirve la serie cultural que hemos titulado “La Anunciación” para hilar fino en las distinciones y las convergencias entre lo que atañe a la continuidad iconográfica y lo que atañe a la transformación de los estilos pictóricos a través de las épocas? Estamos ante un verdadero reto investigativo. Veamos.

Leonardo da Vinci, «Anunciación» (1472-75).

II. Elementos iconográficos de la Anunciación

La escena que lleva por título “La Anunciación” se refiere, como ya hemos visto, a uno de los momentos más significativos en la historia sagrada cristiana: la aparición del ángel Gabriel ante María. La escena, narrada en San Lucas, reza así:

Sandro Botticelli, «Anunciación» (1489-90).

Y entrando el ángel en donde ella estaba, dijo: ¡Salve, muy favorecida! El señor es contigo; bendita tú entre las mujeres. Mas ella, cuando le vio, se turbó por sus palabras, y pensaba qué salutación sería ésta. Entonces el ángel le dijo: María, no temas, porque has hallado la gracia delante de Dios. Y ahora concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús. […] Entonces María dijo al ángel: ¿Cómo será esto? pues no conozco varón. Respondiendo el ángel, le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios. Y he aquí que tu parienta Elisabet, ella también ha concebido hijo en su vejez; y este es el sexto mes para ella, la que llamaban estéril; porque nada hay imposible para Dios. Entonces María dijo: He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra. Y el ángel se fue de su presencia.[5]

Carlo Crivelli, «Anunciación» (1486).

La exégesis medieval y la acreción popular de este pasaje adjudican una serie de objetos, personajes y poses a los distintos elementos que configuran esta anécdota, usualmente reconocible mediante lo que Panofsky clasifica como un “análisis iconográfico de los motivos artísticos” que la tradición le ha asignado al tema que conocemos como “La Anunciación”. Por ejemplo, de la actitud de sorpresa que demuestra María ante la irrupción del ángel se infiere el carácter sobrenatural del acontecimiento, que presumiblemente funda la radical diferenciación representacional entre el ángel y su entorno, y María y su entorno. La venida (entrada) del ángel constituye el gesto que Dios repetirá al entrar (como sombra) en María para que él “encarne” y ella “conciba”.

La importancia del gesto de la anunciación —que desemboca en la casi simultánea encarnación— se transmitirá al espectador mediante la insistente reduplicación del mensaje de Dios: a la presencia del ángel pueden sumarse una paloma que desciende, la figura de un niño diminuto que vuela hacia María, un rayo de luz que emana de Dios en dirección de la Virgen. Además, el mensaje de Dios llega a María también como la confirmación de la profecía expresada en Isaías 7:14, en cuyo pasaje suele estar abierto el libro que María está leyendo en el momento de la entrada del ángel Gabriel, según lo atestiguan casi todas las escenas de Anunciación representadas a partir de mediados del siglo XII. El pasaje de Isaías reza así:

He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel.

Veronés, «Anunciación» (1555).

Además, la naturaleza milagrosa de la concepción de un hijo en un vientre virgen aparece hipercaracterizada por el milagro reduplicado en el milagro de Isabel. Con toda su complejidad, se trata de una escena de petición de mano —género verbal primario, al decir de Mijail Bajtín[6]— que se vuelve milagrosa porque María parece inseminada por las palabras mismas que el ángel transmite, que a su vez repiten y actualizan una antigua profecía que obra en la escritura sagrada que ella está leyendo en ese preciso momento.

Jaroslav Pelikan, en su popular y erudito texto Mary Through the Centuries[7], recoge un variado inventario de imágenes de la Anunciación que incluye las primeras imágenes rescatadas de catacumbas del siglo IV d.C. Estas ya presentan a María recibiendo la noticia de un mensajero, con o sin alas. Ella se encuentra sentada en una elaborada silla, mientras el mensajero se mantiene de pie, pose que eventualmente cambiará y se nos presentará el ángel postrado frente a María. En imágenes posteriores, los espacios que ocupan María y el ángel Gabriel, respectivamente, se van singularizando, a la vez que la iconografía de la escena se va volviendo más densa y compleja al proliferar elementos simbólicos que dan cuenta de la creciente densidad y complejidad que va desarrollando el personaje de María durante la Edad Media, y de la creciente elaboración exegética relacionada tanto con los evangelios bíblicos como con los apócrifos.

Elementos notables son, por ejemplo, el dosel que adquiere la silla de María, con lo cual eventualmente se sugerirá el techo de una casa, hasta que eventualmente aparezca la casa como tal. El espacio que ocupa Gabriel, al principio un mero limbo informe, se irá perfilando como un espacio celeste hasta llegar a ser, en ocasiones, un paisaje agreste, indiferenciado. Eventualmente, el ángel irrumpirá en el espacio de María, aunque, en términos anecdóticos, su aparición desafiará las leyes naturales del espacio humano.

Tiziano, «Anunciación» (1535).

En la escena, el ángel interrumpirá súbitamente a María mientras ésta lleva a cabo sus oraciones o, a partir de mediados del siglo XII, mientras lee un libro devocional, o quizás el Viejo Testamento, según lo atestiguan varias piezas que presentan el texto plenamente legible de Isaías, ya citado. María se encoje con modestia ante el ángel, quien lleva en su mano, ya sea un ramo de lirios —símbolo de la pureza de María— o una vara para señalar su autoridad divina. En varias de las obras medievales, las palabras del ángel —recogidas en San Lucas— flotan desde su boca hacia María. La contestación de María — momento en el cual ella “ejerce su libertad de obedecer”[8] y así, afirmando su libre albedrío, permite la Encarnación— también flota desde su boca, aunque en algunas ocasiones va hacia el ángel y en otras se eleva, presumiblemente, hacia Dios, en cuyo caso las palabras aparecen al revés para facilitarle a Dios la lectura.

Otros elementos frecuentes en la composición son la imagen misma de Dios, catando la escena desde lo alto y desde afuera de la estructura que suele ocupar María, colocado en el mismo eje que ocupa el ángel Gabriel o centralizado entre los dos personajes. De la figura de Dios puede salir, como ya advertí, una paloma —símbolo del Espíritu Santo— o un rayo de luz —símbolo espiritual del conocimiento— o ambos, en dirección de María. Incluso puede registrarse la figura, con frecuencia diminuta, de un niño que sale de Dios hacia María para dramatizar el hecho milagroso de la Encarnación.

Doctrinalmente, se trata de un momento difícil. Por un lado, asistimos al instante en el cual el “verbo se hace carne”, pero sólo luego de que María da su permiso para ser inseminada al recibir la palabra o la luz o la paloma de Dios. La disponibilidad de María marca la importancia del libre albedrío, que aquí necesita la creación de un fino equilibrio entre haber sido seleccionada como bendita entre todas las mujeres para llevar en su vientre la semilla divina, y saberse dueña de su cuerpo virgen. La lectura de la profecía de Isaías, insistentemente representada en la tradición de la escena al menos desde el siglo XII, hipercaracteriza la destinación de María a tan excelso lugar en la historia sagrada. No obstante, el acto mismo de la anunciación opera como petición de mano, a la cual accede María con plena contrición y humildad.

La escena de la Anunciación deviene entonces una confrontación entre una serie de oposiciones que quedarán suspendidas sin solución: el destino y el libre albedrío; lo humano y lo divino; el adentro y el afuera; lo celeste y lo terrenal; el pasado y el presente; lo carnal y lo espiritual; lo naturalista y lo icónico. La naturaleza oposicional en la estructuración de la anécdota, del tema icónico y de la composición representacional nos da el plus de desglosar la serie en al menos dos líneas, que bien podemos denominar la línea sagrada y la línea profana. Cada línea organiza la presencia de los motivos y las técnicas de representación, de modo que la imagen global nos dice más y más acerca de la composición pictórica. Unos pocos elementos presentes en la escena nos permitirán profundizar en esta propuesta.

III. La imagen dual

Hasta ahora he insistido en el carácter dual de la representación en la escena de la Anunciación. Vale señalar, de entrada, que, en las representaciones pictóricas de la Anunciación anteriores al siglo XII, primaba una organización plana y esquemática saturada de objetos claramente simbólicos. La dualidad humano/divino se presentaba como el producto de la afirmación en una retórica visual sencilla apuntalada en símbolos inequívocos. La presencia del ángel sobre un fondo azul que representa el cielo y de María dentro de la casa echaba mano de los mismos recursos pictóricos: la figura plana, apenas organizada mediante escorzo, ornada con sus atributos desproporcionados, colocados en al superficie de la representación como los elementos de una trama o de un argumento.

Anónimo, «Tapiz de la Anunciación» (siglo XIII).

Es a partir de mediados del siglo XII que comienza a percibirse una voluntad, cada vez más marcada, de separar los espacios respectivos del ángel y de la Virgen mediante recursos pictóricos y representacionales claros y distintos, y no meramente mediante motivos simbólicos e iconográficos colocados sobre espacios pictóricos configurados con idénticos recursos. Por un lado, la representación de la casa de María va adquiriendo un trabajoso naturalismo que recurre a los rudimentos de la perspectiva. En cambio, el entorno del ángel, si bien asume los desarrollos paulatinos del paisajismo azuloso y aéreo, sigue dando la impresión de lo etéreo, de lo inconmensurable. El espacio del ángel carece de medida clara.

La diferenciación se va acusando con el paso del tiempo, a medida en que se va perfeccionando el método organizativo de la perspectiva. A mayor profundidad en el espacio de la Virgen, más irreal se percibe el ámbito del ángel y aquel que, en ocasiones, ocupa Dios en el eje superior de Gabriel. El lado del ángel Gabriel tiende a una presentación sobre fondos que carecen de parámetros claros de medida, en la cual sus atributos (vestimenta, pose, objetos) siguen destacándose sobre un trasfondo en general plano, típico de la pintura medieval. El espacio del ángel, carente de unidad, sirve apenas como soporte de los objetos que en él se colocan. No hay profundidad. El cielo o el paisaje coartan la diferenciación entre lo cercano y lo lejano. Es como si, en el entorno del ángel, el concepto mismo de espacio careciera de vigencia o de arraigo.

Vale señalar que, para Panofsky, el recurso de la perspectiva opera como organizador de un espacio sistemático para la totalidad de la imagen. Curiosamente, al proponer la Anunciación de Lorenzetti como momento fundacional de la perspectiva, Panofsky no se da cuenta de que la imagen tiene suficiente ambigüedad en su composición como para cuestionar las razones que tuvo el pintor para construir un pavimento ajedrezado debajo de las figuras. Obviamente, la imagen de Lorenzetti no está totalmente regida por la perspectiva, a pesar de que, luego de haber pasado el trabajo de componer el pavimento, el detalle de la columna tenía que haberse destacado como algo completamente contrario, en tanto que engañoso, ambiguo.

El Greco, «Anunciación» (1600-1610).

Habría que plantearse si, específicamente en las representaciones de la Anunciación, el carácter dual del evento en sí hace indeseable la organización, sistematización y unificación de la imagen en su totalidad, razón por la cual la mayoría de los artistas que representan este motivo de la historia sagrada insisten en separar, mediante diferentes técnicas y trucos, los espacios respectivos del ángel y de la virgen. Esto nos lleva a otra intuición: acaso el recurso de la perspectiva, en el caso concreto de la escena de la Anunciación, no sea parte del gesto naturalista que parece haber primado durante el Renacimiento y el Barroco. Quizás exista como elemento de oposición que caracteriza el espacio humano, con su mensurabilidad, su organización, su restricción en términos aspectuales.

Frente al espacio absoluto y divino del ángel Gabriel, el espacio humano de la Virgen apenas puede ser espacio cotidiano, conocido, mensurable, donde se encuentran los objetos del diario vivir del modo en que los percibimos normalmente. Esto significaría que la minuciosidad en la construcción perspectivista en el espacio de la Virgen tiene un  significado predominantemente simbólico. Aquí el esfuerzo perspectivista no señala más que a lo “natural y humano”, convirtiéndose, como quería Panofsky, en una forma plenamente “simbólica”, que representa otra cosa. En este caso, la perspectiva parece simbolizar, específicamente, lo real, lo mundano. En última instancia, no hay métodos representacionales más o menos simbólicos que otros. El arte, en tanto matriz de selecciones usualmente deliberadas o basadas en el accionamiento de géneros y otros almacenes similares de la memoria cultural, no es exhaustivo nunca, siendo el tropo —el “como si”— su mejor acicate. La perspectiva, aptamente llamada “artificial” por Leon Battista Alberti, el ideador de la “construcción legítima”, no es un recurso llano y transparente que necesariamente desemboca en lo real. Al contrario, implica un pesado tinglado técnico que apenas desemboca en la verisimilitud. El tinglado, con la prestigiación de la técnica, a fin de cuentas apenas sirve de comodín de lo real.

Nicolas Poussin, «Anunciación» (1655).

Interesantemente, la asignación respectiva de sagrado / profano a los espacios del ángel y de la Virgen María nos provoca dudas de atribución. Si, al decir de Mircea Eliade, para el hombre religioso el espacio no es homogéneo, sino que presenta roturas, escisiones, y diferencias cualitativas, puede hablarse de espacio sagrado y de espacio profano. El espacio sagrado es “fuerte”, significativo. El espacio profano carece de estructura o consistencia: es amorfo. La ausencia misma de homogeneidad espacial deviene una oposición entre el espacio sagrado —real y verdadero— y la masa amorfa que lo rodea. Añade Eliade que cuando el espacio pierde su homogeneidad y se experimenta la ruptura entre sagrado y profano, ocurre una “fundación de mundo” que se ubica, precisamente, en la escisión misma. Dice Eliade: “desde el momento en que lo sagrado se manifiesta en una hierofanía cualquiera no sólo se da una ruptura en la homogeneidad del espacio, sino también la revelación de una realidad absoluta, que se opone a la no realidad de la inmensa extensión circundante. […] En la extensión homogénea e infinita, donde no hay posibilidad de hallar demarcación alguna, en la que no se puede efectuar ninguna orientación, la hierofanía revela un “punto fijo” absoluto: un centro.”[9]

Por su parte, en su célebre texto de antropología La selva de los símbolos, título claramente inspirado en el poema “Correspondences” de Charles Baudelaire, Victor Turner explora los rituales iniciáticos o rites of pasaje, y aquellos espacios que operan como escenario de los mismos, a los que reconoce como espacios sagrados que permiten una transición temporal y de desarrollo y jerarquía para los individuos que acometen el rito. Los espacios sagrados se constituyen como umbrales de materialidad indecidible que funcionan como barrera simbólica que invita a la trasgresión como parte integral de los ritos. Para Eliade, como para Turner, el umbral de las habitaciones humanas tiene la función de este espacio de transición que invita al accionamiento de ritos que acompañan su franqueamiento. Sea el umbral doméstico, sea el de una iglesia (esa “casa mayor”), hay que hacer reverencias, prosternaciones. Este umbral, esta puerta, muestra de modo inmediato y concreto la solución de continuidad del espacio, y de ahí su importancia religiosa pues, según Eliade, son a la vez símbolos y vehículos de tránsito.

Es fácil detectar la hipercaracterización de esa barrera-umbral-puerta que permite la segregación de los espacios en las escenas de la Anunciación. Lo curioso es la inversión que parece acompañar las definiciones respectivas de estos espacios. Cuando los antropólogos se enfrentan al espacio sagrado y lo describen, suelen destacar la pesantez estructural del mismo, la densidad de su simbología, su sensación de un adentro infinito. Por el contrario, el espacio profano se constituye como una intemperie procelosa de contornos borrosos apenas discernibles. En las escenas de la Anunciación, el espacio del ángel, que reconocemos como el espacio absoluto de Dios, se configura con las características de informalidad del espacio profano. Por el contrario, el espacio humano de la Virgen se proyecta con todas las características de roturación, ordenación y medida del espacio sagrado. Para insistir en esto, no hay más que recordar la descripción prolija, con medidas detalladísimas, que acompaña la construcción del tabernáculo y del Templo de Salomón, y la extensa y detallada descripción de la casa de Dios que se nos informa en las visiones de Ezequiel, todos episodios del Viejo Testamento. Es decir, en las escenas de la Anunciación, las caracterizaciones respectivas de los espacios sagrado y profano parecen invertidas. ¿A qué se deberá esa insistente inversión? La clave está, posiblemente, en la forma en que se nos invita a leer la iconografía relacionada con el cuerpo y con el corpus de María. Veamos.

IV. Mise en abîme

El momento de la Anunciación no sólo marca una irrupción del espíritu de Dios en el espacio humano con el propósito de encarnar, sino, como ya dije, la recapturación y puesta al día del Viejo Testamento mediante el nacimiento de una figura que funda un nuevo pacto, que no es otro que el acuerdo de fundar o encarnar un nuevo mundo. En el nanosegundo que transcurre entre la lectura que hace María de la profecía de Isaías y la decisión libre de María de someterse a la voluntad divina y ser la “sierva del Señor”, ocurre la cesura que separa el Viejo del Nuevo Testamento. Esta cesura es el cuerpo mismo de María, como lugar de encuentro de pasado y presente, de promesa y cumplimiento, de lo absoluto y lo histórico, de lo sagrado y lo profano. Podría decirse que la Anunciación tiene lugar en un tiempo y en un espacio vacíos donde se trasvasan la profecía y su cumplimiento. En esta tierra y en este tiempo de nadie se eleva el personaje de María como figura vinculante, como bisagra que acciona los ritos de umbral. Si recordamos el texto de la profecía recogida en Isaías 7:14, la “virgen”, inominada, incógnita, cobra identidad en el momento mismo en que el ángel irrumpe en la casa de María. La profecía del viejo testamento, que pertenece a la historia sagrada que sirve de pauta para el Nuevo Testamento en tanto su figura, se cumple al concretarse en la “historia humana”. Al irrumpir el ángel en la casa de María y al entrar “la sombra de Dios” en el cuerpo de la Virgen, encarnan en la historia humana tanto el Espíritu Santo como la historia sagrada.

Dante Gabriel Rossetti, «Anunciación» (1850).

Interesantemente, la presencia redundante de la profecía de Isaías en el libro que María está leyendo cuando recibe la salutación angélica nos obliga a considerar la naturaleza simbólica del evento, su desasosegante redundancia. Podría pensarse que la presencia del ángel es una alegoría que reduplica, con su presencia pictórica, la importancia de la profecía expresada en la escritura sagrada. ¿Por qué es esta redundancia necesaria? Santiago de Vorágine nos da la clave en su glosa del episodio bíblico, que he citado en mi epígrafe, y que ahora vuelvo a citar:

“Suele decirse”, describe San Bernardo [de Claraval], “que la palabra de Dios llegó hasta la boca de unos, hasta el oído de otros, e incluso a influir en las obras de algunos; pero en el caso de María llegó esa palabra divina a sus oídos a través de la salutación angélica; a su boca por la confesión; a sus manos por el contacto; a su vientre por la Encarnación; a su seno por la sustentación, y a sus brazos por la oblación.”

Gerhard Richter, «Anunciación (según Tiziano)» (1973).

María absorbe la palabra de Dios mediante una carnalidad que se ha vuelvo absolutamente simbólica: la palabra sagrada expresada en la profecía entró en María a través de sus ojos durante su lectura de Isaías; entró por sus oídos mediante la salutación angélica; entró a su boca al expresar su condición de ancilla Dei; a sus manos, entró al recibir del ángel sus atributos; entró la palabra de Dios a su vientre y su verbo encarnó; entró en su seno al circular su leche maternal y santa; y entró a sus brazos por la ofrenda sacrificial de dar a los brazos de la cruz el hijo de sus brazos.

Quizás haya que decir que la redundante presencia de la palabra de Dios y sus acciones sobre el cuerpo mariano instalan el cuerpo mismo de María como el verdadero espacio sagrado de la escena. Abundan las imágenes en que el ángel mismo, en posición genuflexiva, se acerca al vientre de María como su fuera a entrar en él, como, de hecho y espiritualmente, lo hace. No es María la que entra en el espacio de Dios, sino Dios el que busca acceso al espacio de María, el cual, si bien caracterizado como lo “real”, acaso sólo se ubica como ruptura y cesura decisivas en ese espacio de la realidad. Al igual que las catedrales que se ubican en medio del pueblo, rodeadas de mercados, de plazas bulliciosas, de edificios gubernamentales y de la cotidianidad más rastrera, el cuerpo de María se encuentra rodeado—asediado—por  lo real, por lo literal. Vale recordar que, para los estudiosos de la catedral como espacio sagrado dedicado expresamente a Nuestra Señora, la catedral es el palacio de la Virgen, que hace las veces de un cuerpo santo en cuyo interior se encuentra el paraíso en la tierra. Entrar en el espacio sagrado de la iglesia es, para Suger de Saint Denis, sentir la experiencia de lo sagrado:

Cada piedra preciosa fue tu envoltura, la sardónice, el topacio, el jaspe, la crisolita, y el ónix y el berilio, y el zafiro, y el carbunclo y la esmeralda. Para los que saben las propiedades de las piedras preciosas, es evidente —para su mayor asombro— que ninguna está ausente de entre ellas (con la única excepción del carbunclo), sino que hay de ellas gran abundancia. De modo que cuando —por mi deleite en la belleza de la casa de Dios— la belleza de las gemas multicolores me ha sacado de mis eternas tribulaciones, y la digna meditación me ha inducido a reflexionar, transfiriendo lo que es material a lo que es inmaterial, acerca de la diversidad de las sagradas virtudes: entonces me parece que me veo a mí mismo habitando, como quien dice, en una extraña región del universo que ni existe por completo en el limo de la tierra ni enteramente en la pureza del cielo; y que, por la Gracia de Dios y anagógicamente, puedo ser transportado desde este mundo inferior a un mundo más elevado.[10]

Como las estrellas, la iconografía de las piedras preciosas pertenece al cuerpo mariano. Para Suger, este edificio, que se propone como el cuerpo de la esposa, se constituye en sí mismo como el umbral donde se operan las transformaciones de lo material en inmaterial y viceversa. El milagroso vientre de la virgen es, en estas escenas, el verdadero espacio sagrado: el abismo que se abre entre la profecía y el cumplimiento. Recordemos, en lo alto de la puerta principal de la catedral, a Cristo en su majestad, el pantocrator cómodamente ubicado dentro de la almendra que lo signa, y que no puede más que remitirnos a María como puerta invaginante que contiene el nuevo mundo creado por el nuevo pacto. Se trata de imágenes tan poderosas que, de la catedral y de las hieráticas pinturas de la Baja Edad Media temprana, pasarán con su iconografía casi intacta a los lienzos renacentistas y barrocos.

 

V. Final

Soy plenamente consciente de que se me quedan muchos temas y cabos sueltos. A fin de cuentas, estos espacios anagógicos no tienen fin y abruman por el vértigo de su mera cantidad. Espero que estas intuiciones que he traído hoy ante ustedes estimule esa concordia para adentrarnos cada vez más en estos espacios que parecen no tener fin. Muchas gracias.


[1] Marina Warner. Tú sola entre las mujeres. El mito y el culto de la Virgen María. Madrid: Taurus (1991), p. 237.

[2] Omar Calabrese. ‘ “Aspectos” de la Anunciación’. Cómo se lee una obra de arte. Traducción de Pepa Linares. Madrid: Cátedra (1999), p. 96.

[3] Erwin Panofsky. Perspective as Symbolic Form. Traducción de Chistopher Wood. New York: Zone Books (1991), pp. 57-58.

[4] Ibid., p. 72.

[5] San Lucas 1, 28-30. Santa Biblia.

[6] Mijail Bajtín. “El problema de los géneros discursivos”. Estética de la creación verbal. México: Siglo XXI (1982), pp. 248-293.

[7]  Jaroslav Pelikan. Mary Through the Centuries. Her Place in the History of Culture. New Haven: Yale U Press (1996).

[8] La frase es de Paul Claudel citado por Pelikan, ibid., p. 86.

[9] Mircea Eliade. Lo sagrado y lo profano. Barcelona: Paidós (1999), pp. 21-22.

[10] Abate Suger. “De administratione”. La catedral: documentos de trasfondo. Lilliana Ramos Collado, ed. y trad. (2000), p. 24.

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