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Carlos Fonseca, Coronel Lágrimas, novela en ruinas, novela latinoamericana contemporánea, novela puertorriqueña, novelas del fin del mundo
Porque hubo un tiempo en que la novela confiaba en sí misma y sus autores simplemente producían historias que hacían referencia directa al mundo. Esas novelas de Balzac y de Dickens, de Zeno Gandía o de Gallegos, no tenían problemas de mala conciencia.
Por Lilliana Ramos Collado
Hace ya cien años que peleamos contra la novela. Desde esos primeros gestos de un James Joyce, tenemos problemas con imaginar un mundo que quepa en la palabra escrita, y en el vaivén de los intentos, la novela cada vez más se dedica a explicar sus imposibilidades formales. Proust tarda 3,500 páginas en explicarnos las enormes dificultades de encerrar su memoria en unas páginas, y Virginia Woolf, desde su The Voyage Out, se desvela por reducir la complejidad de su pensar a unas pocas palabras. Un hito en el diario personal de Woolf me parece memorable: alguien toca a su puerta y ella se pregunta, ¿quién abrirá, Virginia o la escritora? Es decir, ¿la mujer que vive o la mujer que escribe? Esa dicotomía que implica que una persona se sabe productora de mundos imaginarios mientras vive en un mundo supuestamente verdadero presenta un reto cuando, al acercarse al papel, plasma ideas e imágenes que pugnan con aquellas que perciben los ojos.
Porque hubo un tiempo en que la novela confiaba en sí misma y sus autores simplemente producían historias que hacían referencia directa al mundo. Esas novelas de Balzac y de Dickens, de Zeno Gandía o de Gallegos, no tenían problemas de mala conciencia. Eran escritas de carretilla, como quien escribe sabiendo que se sabe. Pero esa confianza en la relación firme entre las palabras y las cosas ha ido perdiendo su lustre, y de ahí que en el último siglo, el tema preferente de las novelas sea la pregunta por la capacidad de la novela misma para representar el mundo. El gran tema de esas novelas es la pregunta por el método: ¿cómo debo narrar para poder convocar el mundo? Sin olvidar que la propia idea de “mundo” ya no es lo que era.
El gesto primate de la novela que nos ha tocado escribir es el de comenzar desde la duda sobre el éxito eventual de la novela que vamos escribiendo, y valga la redundancia. Se trata de un gesto que se refiere a, simplemente, narrar una historia imposible precisamente porque tenemos dudas sobre su mera posibilidad. De ahí que la duda disperse el orden del relato, la persona narrativa, y aquello que trataremos de tratar. Siendo persona narrativa, tiempo-lugar y mundo novelado aquello de lo que se compone la novela, habría que decir que, desde hace 100 años, la novela está en ruinas: hace rato que estamos presenciando la debacle del acto de narrar y ello por pura desconfianza ante ese acto que, en vez de describir el mundo, lo encubre o lo cuestiona.
Pensemos en esas novelas del fin del mundo: el final del Ulysses de Joyce se desparrama en un vómito de palabras e ideas inconexas: el monólogo interior de Molly Bloom. Pensemos en las líneas finales de The Waves, de Virginia Woolf, con la caída del sol sobre una playa desierta. O en el interminable monólogo de As I lay Dying de Faulkner, como si apalabrar el mundo nos protegiera contra la muerte. O, igual, el Malone muere de Samuel Beckett. Pensemos también en esa primera oración de la Rayuela, de Cortázar, “¿Encontraría a la Maga?”, pregunta que nunca será contestada por esa novela rota y desarmada. O en el final apocalíptico de Cien años de soledad, donde el narrador simplemente somete su narración a un vandalismo de su propia mano y le quita a la novela misma su segunda oportunidad sobre la tierra. O más cerca de casa, La Novelabingo de Manuel Ramos Otero, cuyo último capítulo narra la disolución de la novelabingo cuya última página se encuentra todavía dentro de la maquinilla plagada de gusanos que se la están desayunando, almorzando y cenando… interminablemente.
Desconfiar de la novela es desconfiar en nuestra capacidad para ordenar el mundo en una narrativa. Cuando pienso en Coronel Lágrimas, de Carlos Fonseca, y en su fascinante y complejo intento de convocar suficientes certidumbres para enunciar alguna verdad acerca del mundo y de la historia, y cuando confirmo que apenas lo que puede lograr el narrador de Fonseca es intentar copiar el gesto narrativo de otros narradores que ya se habían cuestionado si la novela sería una buena herramienta para dar sentido a nuestra existencia, pues me doy cuenta de que seguimos tratando, y que a lo que podemos aspirar es a describir la novela en ruinas como la novela que nos ha tocado escribir, grandes, extraordinarias, perplejas novelas sobre el fracaso de la novela, laberínticas novelas sobre un mundo en ruinas. Sin olvidar que no hay nada más dulcemente melancólico que la ruina y que gracias a que la ruina es, precisamente, ruinosa, incompleta, perforada, erosionada por el tiempo, ella misma nos alerta de su propia incompletud y, entonces, intentamos escribir otra novela, y otra y otra y otra… dándonos cuenta cada vez de que ya el mundo no es lo que era.
¿Cuándo el mundo fue lo que era? El mundo siempre es distinto a sí mismo o radicalmente idéntico.
Leemos historias a nuestros hijos, reclaman más historias. Los cuentos y las narraciones acompañan cualquier vida humana.
No comprendo lo que significa el fin de la novela. Siempre me ha sorprendido la expresión «muerte de la novela»: seguimos leyendo y hay libros nuevos que tienen un éxito extraordinario porque somos muchos los que estamos ávidos de historias.
La entrada está muy bien escrita, como siempre. Quizás no he entendido el fondo del asunto.
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Yaki, recuerdo que Heráclito decía, en uno de sus «fragmentos», que nuestros sueños son de cada cual, pero que al abrir los ojos siempre vemos lo mismo. Algo similar dice Lucrecia en su «De rerum natura»: todos vemos «vanos simulacros» que crean nuestros deseos, pero esas falsas imágenes «muy pronto se desvanecen y regresamos al mundo. Tomás de Aquino dice que el mundo nuestro es una «figura» del mundo verdadero, que es el de Dios, pero que gracias a nuestros sentidos, Dios nos permite ver la maravilla de nuestro mundo y comenzar a adivinar el mundo divino a través del mundo humano. La gran lección del pobre y maltrecho don Quijote es que ve falsas imágenes del mundo, y al caer sobre la dura materialidad de su entorno, termina renunciando a sus sueños para abrazar esa materialidad que es igual para todos. El propio Descartes propone que el mundo es real, y que sólo un «genio maligno» puede distraernos de esa verdad y hacernos ver otra cosa. Los Enciclopedistas enciclopedia el conocimiento de la materialidad del mundo y su confianza en esa materialidad mediante sus definiciones y sus hermosas láminas, y muestran tal confianza en esa materialidad que ayudan a pensar en una revolución donde todos seamos iguales y con iguales derechos a esa materialidad. Todo el siglo 19 se caracteriza por esa confianza en lo que los ojos ven y los héroes de esas novelas se ven degradados por tener que abandonar sus sueños, etc. Creo que no, que la idea de «imaginario» y de que el mundo es una «manera de ver» es hija de los últimos dos siglos. Es cierto que a través del tiempo siempre ha habido pensadores que desconfían de sus sentidos, pero no van a ser mayoría contundente hasta tiempos muy recientes. Debo decir que estoy en total desacuerdo contigo. Estamos «in need of fictions», nos dice Frank Kermode en su bello libro «The Sense of an Ending», y luego nos dice que esa necesidad de cuentos «is a sad fate», y se refiere al dilema quijotesco entre realidad y ficción, entre el vuelo del pobre anciano Quesada o Quijana en Clavileño y su final derrota en la playa de Barcelona. El que necesitemos ficciones no quiere decir que la abrumadora mayoría de los relatos producto de la humanidad no están basadas en la necesidad de llevar al personaje a chocar con la «realidad», y en esa medida presuponen que hay que «abandonar los sueños». Artemidoro de Daldis (siglo II d.C.) y Sigmund Freud (s. XX d.C.) nos invitan a «descifrar» nuestros sueños para que recuperemos el sustrato material de los mismos y podamos llegar a la paz mental. Como ves, por todos lados nos enfrentamos a una enorme confianza en que el mundo es el mundo. Los ciegos somos nosotros. Esa «realidad» es la que la novela del siglo XX cuestiona, y es esa novelística la que que nos propone propone que el mundo no es lo que era… Sí se puede decir, como propone Erich Auerbach, en su «Mimesis: La realidad en la literatura», que cada época tiene su concepto particular de realidad, pero se presupone que ese concepto es uniforme e igual para todo el mundo en cada época dada, mientras nosotros proponemos hoy que nuestro concepto es eso: un concepto, y que es probablemente imposible tener acceso a «lo real». Perdona las erratas. Escribí esto a vuelapluma. Saludos y gracias por leer!!! 🙂
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Muchas gracias por tu respuesta.
Hay muy pocas erratas.
No estamos de acuerdo, en efecto; yo no creo en una realidad al margen de nuestras realidades. Creo que nuestras realidades, las únicas de las que podemos hablar ( lo demás es metafísica, mejor es callarse) no chocan por necesidad con las ficciones, a veces sí, a veces la ficción se diluye en nuestra realidad.
De todas maneras, no estoy nunca demasiado segura de estar convencida de lo que pienso.
Te sigo leyendo.
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Fíjate, Yaki, una cosa es lo que tú piensas, y otra muy distinta es lo que ha pensado la gente en otras épocas. Tú piensas hoy exactamente como yo, y asumes estas novelas como afines a tu pensamiento precisamente porque son afines, igual que son afines a mi pensamiento. Pero esta forma cada vez más común de pensar pertenece a nuestro tiempo, no puede generalizarse como algo que ha sido así siempre, que es mi punto. Piensa en Jorge Luis Borges: todos sus cuentos cuestionan lo real, piensa en el cuento sobre Tlön, por ejemplo. Creo, sin embargo, que no estamos preparados a renunciar a la idea de «lo real», de que tengamos acceso a «lo real». Quizás por eso es que casi todas las películas que cuestionan lo real nos dejan con una desolación que apenas podemos confesar. Nuestro mundo es inseguro, sentimos que nos engaña. No es fácil vivir hundidos en la duda. Una añora esos tiempos en que, cuando agarrábamos una piedra, estábamos seguros de que era una piedra… Este fanatismo religioso que nos rodea de muchas formas viene a remediar esa orfandad que sentimos ante lo real. Gracias, Yaki, por este diálogo!!!
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