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por Lilliana Ramos Collado

Para Cindy, tardíamente.

Créeme, lector, son los accidentes los que me llevan escribir. Como proponía Hegel, la idea cristaliza al azar en el flujo constante de los estímulos mentales. Algo debe chocar, algo percusivo debe producirse para engendrarla. Para mí fue un flipbook, de Jean-Vincent Sénac, cómodamente anidado en un pequeño exhibidor de libritos en la caja registradora de la librería del Centre Georges Pompidou en París. Estaba a punto de pagar y me golpeé la nariz con uno de los libritos, titulado “le couvreur de temps” o, en inglés, “cloud maker”.

Mientras flipeaba el flipbook, me vino la idea. Acababa de llegar de Londres a París, y de disfrutar de dos eventos visuales sobrecogedores: en el Tate Modern, una espléndida exhibición de Gerhard Richter titulada Panorama; en el Tate Britain, las bellas galerías dedicadas a la colección permanente de JMW Turner, y su sala acompañante dedicada a acuarelas y a bocetos de nubes ejecutados por Turner, John Constable y David Cox.  Recordé las bellas notas de John Ruskin sobre los cielos nubosos de Turner, el mejor “cloud maker” de Inglaterra, según el lírico autor de Modern Painters. Y Richter regresó a mi memoria con sus extraordinarios paisajes de nubes. De momento, quedé suspendida: las nubes me halaron hacia ellas.

Divagué mucho esa noche colgada de las nubes de estos dos artistas —Turner, Richter— y sobre aquello que los acercaba y que los distanciaba en lo que a las nubes atañe. Algo me dio un segundo click mental: no las nubes simples, celestes, emblemáticas, sino esas otras causadas por la mano humana y que inciden en la historia: los fuegos, las explosiones, y ese humo que proviene de la ferocidad del incendio y que causa la muerte. Un repaso de cuatro obras que me vienen a cuento me ayudará a relatar mi cuento sin demasiado enredo, pues enredados suelen ser los sueños neblinosos del capricho crítico y de la imaginación azuzada por el arte.

La pregunta es inescapable: ¿qué es la nube y qué representa en el arte? ¿Cómo esa nube meteorológica se traviste en emblema, en augurio, en signo, una vez trasladada al lienzo? La contestación se complica porque existe una fusión cultural que borra la frontera entre la mímesis pictórica de la nube y su realidad meteorológica, y aún más si nos planteamos que esa “realidad” meteorológica está condicionada a la funcionalidad de la nube como síntoma del clima y del estado del tiempo. Es como si la nube no pudiera escapar de siempre ser signo de otra cosa, ya sea de la tormenta o de la calma, y de sus consecuentes alegorías.

Vale comenzar diciendo que, desde los comentarios de Lucrecio acerca de la formación de las nubes (De rerum natura, Lib. VI, s. I a.C.) hasta el espléndido libro de Hubert Damisch (A Theory of /Cloud/, (2002)) acerca de las nubes en la pintura , pasando por el Tratado de Pintura (ca. 1550) de Leonardo,  por el ensayo científico clasificatorio de Luke Howard (1803), por los estudios de Goethe (1817-22), y por el comentario psicopoético de Gastón Bachelard (El aire y los sueños (1943)), las nubes han sido consideradas elementos amorfos, metamórficos cuya representación resiste la pulsión renacentista hacia la formalización de la perspectiva lineal.

De hecho, la representación de la nube alcanza su momento definitorio con el creciente aumento en el prestigio de lo pictórico a expensas del dibujo, precisamente porque el dibujo —Heinrich Wölfflin dirige aquí mis palabras— al constreñir la forma dentro de la línea del contorno, no daba libertad al movimiento de la figura que la mancha imprecisa sí da. Es el momento Barroco el momento de auge de la nube. Afirma Wölfflin en su libro Conceptos fundamentales de la historia del arte:

“El estilo lineal ha originado valores que el estilo pictórico ya no posee ni quiere poseer…. El estilo del dibujo ve en líneas, y el pictórico ve en masas… Tan pronto como se despoja la línea de su poder confinante, empiezan las posibilidades pictóricas… es algo propio de la esencia pictórica el dar carácter de vaguedad a la visión: luces y sombras comienzan a  constituir un elemento de por sí, buscándose y enlazándose de un nivel a otro y de un fondo a otro; el conjunto cobra el aspecto de un movimiento inagotable, sin fin. Es indiferente que el movimiento sea flameante y vivaz o sólo un temblor suave y titilante: será inagotable siempre as la contemplación.”

JMW Turner, «Sun Setting over a Lake» (1840).

Este pasaje es casi idéntico a la forma en que John Ruskin describe las nubes de Turner: la renuncia al contorno del dibujo, el movimiento irreprimible, el espacio pictórico en constante transformación, la vocación de infinito, como, por ejemplo, en el óleo titulado Sun Setting over a Lake (ca. 1840). Pero, ¿qué nos dice de la nube de humo, de la hoguera que destruye el parlamento inglés en su apresurada acuarela titulada The Burning of the Houses of Parliament ejecutada durante el fuego mismo en 1834 como apunte para una pintura posterior?

JMW Turner, «The Burning of the Houses of Parliament» (1834).

Es notable que, en la acuarela, Turner recurra a las mismas técnicas compositivas de la nube amorfa y metamórfica, y se aferre a la misma gama de color: los amarillos estridentes que le caracterizan, la transición al azul y al blanco, y los incandescentes anaranjados del atardecer que solemos ver en casi todas sus pinturas. Es decir, si el pictorialismo, al potenciar la mancha por sobre la línea del dibujo, resulta en la destrucción de la forma, y al representar el edificio gubernamental en llamas da la impresión de que representa la movilidad incesante del cielo al atardecer, podemos decir que la nube, en el caso del parlamento, se convierte en emblema de destrucción de lo mundano, en emblema de la caída de todo poder terrenal a manos de una naturaleza cuya acción es siempre la misma, independientemente de nuestra voluntad. En la acuarela de Turner, el evento histórico puntual del incendio en el parlamento deviene, literalmente, alegoría. Lo humano queda anonadado bajo la fuerza irreprimible de la naturaleza.

Gerhard Richter, el pintor alemán más destacado hoy día, también es afecto a la representación de paisajes de nubes, según lo atestigua su exhibición más reciente en el Tate Modern titulada Panorama. Sea alterando fotografías,  creando obras foto-realistas o trabajando enormes abstractos, su repertorio de nubes es notable. Me interesa en su caso explorar su representación de un evento histórico de impacto mundial —la destrucción de las Torres Gemelas en Nueva York en 2001— mediante una “pintura de nubes” titulada  September (2005).

Gerhard Richter, «September» (2005).

En la exhibición Panorama, la obra titulada September se encuentra desnuda de todo contexto, y estrechamente cercada por paisajes abstractos, siendo ella una obra figurativa. Esta colocación confusa la convierte en un trouvaille, literalmente un hallazgo para el conocedor o para el observador agudo que pudiera reconocer esta escena por la memoria de las imágenes televisivas del evento del 9/11. La incidencia del sol, la colocación de la nube, el encuadre de la imagen nos deberían ser familiares. Para mí lo fueron.

Por Robert Storr —gracias a su libro Septembre: Une peinture d’histoire de Gerhard Richter (2011)— sabemos que Richter trabajó arduamente en la preparación de esta imagen. De la cantidad de ilustraciones que nos presenta Storr me surge la idea de que Richter realizó incontables bocetos de los edificios, de la nube, de la posición de los aviones, de la gama de color, de la dirección, densidad y velocidad de la pincelada, del nivel de abstracción vs. figuración. El resultado final fue una imagen realizada a base de manchas, de pincelada seca que da la impresión de que se pinta sobre de tela cruda, y que mantiene su gama cromática dentro de los parámetros de la “perspectiva atmosférica” de Leonardo da Vinci (azules y grises), así como esa imprecisión sin la cual, según Leonardo, el trazo del objeto lejano no resultaría verosímil. Todas estas características son atribuibles a la representación de la nube como la hemos descrito —amorfa, metamórfica.

Pero Richter, además, remata su pintura con manchas que no atañen al elemento “nube”: son rudas pinceladas sobreimpuestas a la imagen del evento que nos recuerdan el carácter construido, irreal, artificioso, de la pintura como pintura. Estas manchas son, por decirlo así, la marca del pintor, que asume la imagen como objeto producido, y no como escena extirpada de lo real. Estas manchas, que parecen tajos en el lienzo, violencias de la mano del artista,  nos recuerdan, por lo tanto, su proceso decisional: el carácter deliberado del encuadre, de su recurrencia a las teorías de Leonardo y al uso de la nube en su carácter alegórico. Richter se carea así con una tradición emblemáticamente representada por Pieter Brueghel en sus diversas Torres de Babel (1563, 1565), sobre las cuales se ciernen las nubes como elemento destructor y como representación de la ira de Dios en castigo a la soberbia humana. Lo importante aquí es la semántica de la referencia visual. Hay que ver si para Richter la imagen de las Torres Gemelas coincide con la lección moral de la Babel de Brueghel.

Pieter Brueghel, «Torre de Babel» (ca. 1565).

El issue, al fin y al cabo, versa sobre la representabilidad de lo histórico mediante imágenes que consideramos arte y no documento. Aunque yo misma no estoy segura de que la historia pueda documentarse mediante imágenes, sí debo decir que, siendo flexibles, habría que preguntar cómo Richter resuelve el obstáculo de la tradición (Babel) y de la nube como alegoría que anula el evento histórico bajo el peso de la fuerza de la naturaleza (Turner). ¿Cómo es que una imagen puede tomar posición, para usar la frase crítica de Georges Didi-Huberman en su libro Quand les images prennent position: L’oeil de l’histoire I (2009)? Nos propone Didi-Huberman que necesitamos un ojo histórico que permita un doble posicionamiento del cuerpo: debemos estar implicados en el evento, entrar en él, afrontarlo, estar de corazón, no despegarnos. Y a la vez, debemos estar separados, como el pintor que se aleja de su lienzo para entender dónde se encuentra él mismo, como sujeto, en su trabajo. Nos dice: “hay que acercarse con reserva y alejarse con deseo. Se presupone un contacto, pero se le supone interrumpido, si no quebrado, perdido, totalmente imposible.” (p. 12). Esta mirada en dos tiempos es, nos dice Didi-Huberman, la mirada del niño.

El ojo capaz de capturar la historia en una imagen, es pues, ese ojo desconocedor de la tradición, huérfano ante un canon del arte, evadido de la responsabilidad de ser relevo, transmisor. Todo esto sin desconocer esa tradición y sabiéndose, a fin de cuentas, relevo histórico. El proceso mismo de abstracción, la furia de la pincelada cortante sobreimpuesta a la imagen de las Torres —este tachón radical— nos devuelven a ese estado de inocencia, al deseo de realizar la imagen por primera vez en el momento de incipiencia del evento. Y si bien Richter se tomó cuatro años para elaborar su pintura September, el tachón, que la devuelve al estado de boceto, de borrador, coloca la imagen de nuevo en el origen, en el momento en que las torres fueron tachadas por el humo y el polvo en el paisaje neoyorquino. Richter propuso tachar la tachadura para recuperar la historia.

Donde Turner se plegó a las fuerzas del ocaso y alegorizó el incendio en el parlamento inglés para signar la caducidad del poder mundano, Richter mantiene la historia al resistirse a la tentación de colocarse en la tradición de la Torre de Babel y de la iracunda nube de Dios.  De este modo, no sólo nos deja entrever los signos del evento, sino que nos deja saber cómo su pintura —como artificio — y cómo él —como artista— han tomado posición frente al acto de destrucción. La lección es importante: la historia y sus imágenes viven la paradoja de la representación, que no es otra que la del ojo que representa un punto de vista, un momento, una subjetividad, el murmullo de la tradición, el hecho de un presente inatrapable.

En suma, nuestras nubes son otras que las de Turner y las de Leonardo. En su literalidad matérica de cosa pintada, tienen cosas nuevas que decirnos acerca de la inmediatez desconcertante del presente. Seguimos creando nubes, pero ya no son lo que eran…

(Una primera versión de este artículo se publicó en la revista digital 80 grados en diciembre de 2011.)