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edificio, memoria colectiva, patrimonio, restauración, ruina
Un edificio que se conserva igual, por la razón que sea, ya ha dejado hace rato de sernos útil.
por Lilliana Ramos Collado
En cada edificio late la promesa de la ruina. El tiempo desgasta sus nítidos perfiles, pero no es el tiempo, sino actos humanos y actos naturales los que van inscribiendo en sus muros la sucesión de presentes a la cual toda cosa viva y muerta da la cara diariamente. La ruina es y no es deterioro, pues aquello que el tiempo quita o añade va formando una historia del edificio. Y así, el edificio, a lo largo de su vida quizás azarosa, se convierte en una antología de tiempos.
Desde tiempo inmemorial, no sólo esa escarificación superficial de la memoria en la materia del edificio fue importante para que el edificio atesorara la historia de sí y de su entorno: también su propia estructura, sus pasillos, sus recintos, sus ventanas y sus vistas, las sucesivas capas de pintura, las añadiduras y las demoliciones, los cambios en la circulación de la gente y los cambios en la función de sus partes van delatando también cómo la larva humana va alterando los usos de ese objeto enorme y, así, aunque se parezca al que fue, ese edificio va siendo otro del que era. Y entonces debo decir que ningún edificio está exento de esos cambios de uso y que, por lo tanto, un edificio que se conserva igual, por la razón que sea, ya ha dejado hace rato de sernos útil. La vida del edificio es, precisamente, la maleabilidad que nos permite y que nos permitimos en él. Para nada nos sirve la rigidez, y entonces hay que decir que el edificio que se resiste al cambio, y que sólo sirve como museo de una época, ha fallado en su propósito de servirnos.
Como la memoria es la inscripción de sucesos en un recuerdo personal e impreciso, y como el tiempo no se detiene, debo decir también que toda memoria es sucesiva, narrativa e historiada, un cuento en etapas, con vericuetos, detentes, revueltas, regresos, impasses y hoyos negros. El edificio da cuenta de ellos en su piel y en su estructura. Por eso, un edificio que no ha sido manoseado y alterado es un edificio intemporal, un edificio que no se ha acomodado a nuestras sucesivas necesidades, y que apenas tendría, entonces, un mínimo valor humano, comunitario, patrimonial. Es el desgaste lo que atestigua el paso de la historia, y es la historia lo que se lee en el edificio que debe atesorar nuestra memoria.
Por eso hay que cuidarse de las «restauraciones». No siempre regresar al edificio original nos devuelve la memoria. Un edificio que en su origen pudo ser banal, inconsecuente, puede haber ganado estima con el tiempo precisamente por cómo se ha incidido en él y cómo hemos negociado con él la historia de nuestras necesidades.
Y no hay que olvidar que la memoria es caprichosa, inconstante, traicionera. No hay que olvidar que, con demasiada frecuencia, nos deja mudos, buscando imágenes que nos alivien nuestra perplejidad ante la Imagen, así, con mayúscula. Pero tampoco olvidemos que el edificio es hechura nuestra, y que aquella semilla de cemento o madera o piedra que hemos sembrado evolucionará, ayudada por la erosión de los días, a irse separando de nosotros, a menos que lo sigamos usando, manoseando, desgastando, para que siga siendo nuestro. La memoria es nuestra, y es nuestro trabajo trabajarla en sus materias.