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Monedas

por Lilliana Ramos Collado

En un libro hermoso titulado Dar el tiempo, Jacques Derrida se preguntaba por la moneda falsa. Hablaba de Charles Baudelaire, y de uno de los pequeños poemas en prosa donde el poeta titubeaba sobre si dar a un mendigo una moneda falsa. Y yo me pregunto, ¿habrá alguna moneda que no sea falsa? ¿Acaso toda moneda no es, desde siempre, falsa: una mentira, un símbolo engañoso? Pues, ¿para qué nos sirve la moneda, sino para representar algo ausente, un valor negociado cuya determinación depende, no de una esencia ni de una verdad, sino de una circunstancia, con frecuencia impredecible, que nos convoca a pagar o a cobrar por un servicio o por un objeto? La moneda no es la cosa que se compra o que se vende, sino su espejismo en el registro incorpóreo de los valores de cambio. La moneda representa ese cambio —y es, por eso, siempre “cambio”, lo que se devuelve, lo que sobra por encima del precio de la cosa o del servicio. Es el cambio que excede al intercambio, es lo devuelto bajo la forma del sentido. La moneda, antaño hecha de algún material precioso —oro, plata, incluso cobre— travestía ese caro metal en algo subordinado al material de la cosa deseada, o del acto de la compra. El que desde hace tiempo usemos papel moneda revela cuánto ese oro y esa plata se encontraba depreciado en la transacción que vehicula la moneda. Si el oro vale lo que el papel, el oro ya no es oro porque es moneda. Anonadado, hecho nada, el oro deprecia al devenir moneda. Y lo sabemos aún más cuando pensamos que el papel moneda necesita el respaldo de un oro tan frágilmente real que necesita ser guardado en Fort Knox para seguir existiendo porque está disfrazado de tesoro bien guardado. Pero nada nos engaña. Ninguno de nosotros imagina el contenido de Fort Knox, y así la moneda sólo sirve como “token”, como símbolo de la tenencia de un valor del cual, a fin de cuentas, tenemos serias dudas. A la moneda falsa —y cada vez más falsa— le corresponde un consumo desenfrenado, una economía que está de despedida, una materialidad de sal, en tiempos en que todo valor se vuelve sal y agua… y despedida. Pero, ¡jelou!, que nadie se engañe: si antes los marchantes viajeros andaban con bolsas de monedas de oro para intercambiar por objetos y servicios, ya ellos sabían que el valor crecía con la escasez y depreciaba con la abundancia. La moneda, porque es falsa, nos alerta de lo fundamental: en tiempos de leche y miel, ninguno de nosotros necesitaría monedas.