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Hay en Necrópolis una seria preocupación por la memoria cultural:
sus aciertos y sus crímenes.

Necrópolis. Eduardo Lalo. Ilustraciones del autor. Buenos Aires: Corregidor (2014).

Necrópolis. Eduardo Lalo. Ilustraciones del autor. Buenos Aires: Corregidor (2014).

 por Lilliana Ramos Collado

Eduardo Lalo regresa a nuestra escena literaria por el camino difícil, no para llegar a los astros, sino para catar en su andadura sus propias marcas en el mundo, su tinta esparcida, derrochada. Lalo regresa a su país del papel gracias a la ralladura de su pluma para asediarnos desde un poemario estremecedor que insiste en su perplejidad ante la palabra.

Necrópolis es muchas cosas: la biblioteca de los libros muertos, el bosque que murió para fabricar el papel de esos libros, la ciudad de la noche, la oscura mente y el cuerpo del escritor, la isla que habita y que lo habita, el poema mismo lleno de sentidos aviesos, su historia familiar, su libro titulado Necrópolis.

Esta poesía filosófica explora la (im)posibilidad de expresarse mediante un lenguaje secuestrado por la mentira, la malversación jurídica de la frase sentenciosa, la estadística, la literatura de los ancestros. No estoy citando al Harold Bloom de la “angustia de las influencias”, pero sí hay en Necrópolis una seria preocupación por la memoria cultural: sus aciertos y sus crímenes.

En este poemario “mortal” hay una atmósfera “gótica”, si bien, filosófica. Los rasgos temáticos son: la ruina, incluso del lenguaje; la oscuridad, incluso en la expresión; la claustrofobia, incluso a la intemperie; la indecidibilidad, incluso en los espacios conocidos; lo “ominoso”, incluso en el acto mismo de escribir; la desfamiliarización, incluso de lo ya desfamiliarizado; el retorno de lo reprimido, incluso de aquello que siempre ha estado presente.

Existe un desfase temporal entre el “yo que escribo” y el “tú que lees”. La temporalidad de estos poemas marca el quiebre de la comunicación, como si la voz del escritor siempre perteneciera a esos otros que yacen, hace tiempo, en ruinas. El papel donde se derrama la tinta es un ahora de la lectura que ha recogido el antes. El lector deviene arqueólogo: detecta el síntoma de ese pasado, y debe descifrarlo para (in)entenderlo.

El gesto arqueológico del lector es importantísimo. Necrópolis está profusamente sembrado de páginas dibujadas en tinta —“alfabetografías”— ofrecidas al lector para su desciframiento. Aguadas sobre la tinta la desdibujan, un trazo apresurado confunde las letras, la repetición de la misma frase en una página nos pone a pensar si estamos leyendo lo que la repetición misma altera, como en las partituras minimalistas de Philip Glass.

Eduardo Lalo, "Lectores sin poder, lectores de la ciudad que ha muerto" (s.f.)

Eduardo Lalo, «Lectores sin poder, lectores de la ciudad que ha muerto» (s.f.)

El escritor se desnuda al ofrecernos su página escrita por su mano: acto previo a la imprenta, cuyas letras de plomo, siempre iguales, frustran el derroche de tinta del autor. La exactitud de la letra impresa da al traste con la tinta derramada por la pluma que una vez marcó la página.

Pienso en la isla de Lalo como la página del poema-de-una-página. Él confiesa no poder evadirse de su isla: “La mano que marca la página: la potencia del cuerpo-en-el-mundo.” Así lo anticipó en El deseo del lápiz (2011), donde exploró la ralladura del lápiz de los presidiarios en los muros de sus celdas. La página-isla está amarrada a las convenciones, pero es también lugar singular de libertad. Alienta los excesos de la escritura, aunque, para darse a entender, hay que trabar acuerdos con el mundo.

En esta isla-página, escribir es derrochar la tinta como sombra oscura que es la marca de lo humano: “Supe de sombras / y por ellas descubrí la tinta / … / las letras de vacío / las palabras que rompen / las palabras”. La sombra es sombra, y la tinta es marca indeleble de esa sombra. Decir es “desdecir”, puesto que para decir lo otro hay que romper las palabras y, desde su ruina, construir otras.

“Soy vida luchando con la historia”, dice el poeta casi al final. Porque todo está contenido en el lenguaje y sólo la labor del derroche en el desdecir puede ampliar el espacio para las marcas que vendrán. Y no a fuerza de esperanza, sino a fuerza de seguir preguntando por el lugar de la palabra.

[Esta reseña fue publicada en la sección «Tinta Fresca» del periódico El Nuevo Día el 18 de mayo de 2014.]