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Por Lilliana Ramos Collado

Lo que el autorretrato autorretrata no es una imagen a semejanza del rostro o del cuerpo de una artista, sino de su “estilo”, de su forma de hacer arte.

FRANCESCA WOODMAN. Julia Bryan-Wilson & Corey Keller; fotos de Francesca Woodman. San Francisco: SFMoMA (2013).

FRANCESCA WOODMAN. Julia Bryan-Wilson & Corey Keller; fotos de Francesca Woodman. San Francisco: SFMoMA (2013).

Pensemos en esta escena: sentada frente a un espejo, una artista se “autorretrata”. ¿Y si ahora yo dijera que el “autorretrato” no es un “retrato de una misma”? De hecho, propongo que lo que el autorretrato autorretrata no es una imagen a semejanza del rostro o del cuerpo de una artista, sino de su “estilo”, de su forma de hacer arte.

Pienso además en artistas extraños, desafiantes, desconcertantes, como Hans Bellmer o Cindy Sherman, como Claude Cahun o Antonio Martorell, como Rembrandt u Osvaldo Budet. Todos ellos se han enfrascado en pormenorizar su imagen, pero ese no es el punto: el punto es usar su rostro de trampolín para exhibir aquello que los diferencia de otros artistas: su estrategia.

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Y vuelvo a la pregunta: si la artista, en su autorretrato, lo que retrata es su estilo, ¿por qué la repetición, la insistencia, del volver a sí misma? Cada uno de los artistas que he mencionado muestra una verdadera obsesión por convertirse en el soporte de su estilo, en la percha para enganchar la figura de su diferencia artística. Parecería que, en su insistencia banal, el autorretrato fuera un capricho, un exceso, una perversión del propósito del arte: su lado exhibicionista.

Francesca Woodman es una de esas autorretratistas que insisten en explorar lo que parece una subjetividad, pero que evidentemente buscan la clave de su propio estilo. Sus imágenes (unas 800 fotografías hechas durante apenas nueve años) usualmente en blanco y negro, realizadas en interiores arcaizantes y destartalados, y en las cuales rostro, cuerpo y pose aparecen movidos o borrosos, denotan una constante huída de la precisión evidenciaria de la foto, pero ostentan el deseo de que notemos que se trata de una foto truqueada, cuidadosamente planificada, agarrada al deseo de significar otra cosa.

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Woodman, quien se suicidó a los 22 años en 1981, con frecuencia es estudiada desde una postura psicologizante. Demasiados críticos y estudiosos buscan en sus fotos los predictores del suicidio. Hija de artistas reconocidos, diestra en el uso de la cámara, y con un talante caprichoso, poca gente ausculta la parte evidentemente juguetona de sus imágenes, sobre todo aquellas que parecen definir “lo femenino” o la “subjetividad propia”. Evidentemente surrealistas, estas fotos, en general, parecen más “arte” que “tragedia interior”, más “planeamiento” que “sinceridad”, más “pose” que “espontaneidad”, menos “desamparo emocional” y más “imaginación y atrevimiento”.

Propongo que el “arte” usualmente es eso: “arte”… y que Woodman, como Rembrandt o como Sherman, deliberadamente explora, en cuerpo propio, la máscara engañosa de una subjetividad siempre construida, y muy rara vez auténtica. No hay nada en estas fotos que parezca espontáneo. La propia preferencia de Woodman por la fotografía en blanco y negro, y su interés en las texturas superficiales de cuerpos, casas y arbustos, delata su pasión por el artificio y la impostura.

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Ojear este hermoso tomo de fotos de Francesca Woodman, que funge como catálogo que acompañó la extensa exhibición del mismo nombre en el Museo de Arte Contemporáneo de San Francisco, me hace pensar que la fotografía no es la vida, ni cuando se trata de representarse a una misma. Hay un ojo escrutador que selecciona, entre todas las imágenes en la prueba de contacto, aquella que mejor revela la «intención» del fotógrafo, que el propio fotógrafo descubre al mirar y escoger una de entre muchas imágenes.

Si pudiéramos decir que «el arte es la vida», tendríamos que decir que se trata de una vida «exaltada», como parece indicar Sherman en su serie titulada “Film Stills” o la serie de autorretratos políticos de Osvaldo Budet. El mismo hecho de tener una cámara en la mano ya nos aleja bastante de la vida y nos acerca a la intención —la intención de fotografiar, es decir, de arrancar y recontextualizar esa imagen que ya no puede ser una mera «tajada de vida». Tengo, pues, que decir que ninguna de las fotos de Woodman es un “autorretrato”.

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Es más, me arriesgo a decir que el autorretrato es imposible, que no es la vida, o que no es sino aquello que delata su imposibilidad, aquello que a fin de cuentas nos impide vernos como somos y construirnos como quisiéramos ser.

[Publicado originalmente en El Nuevo Día el 24 de noviembre de 2014]