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por Lilliana Ramos Collado

“La sabiduría es una manera de ver las cosas.”
—Marcel Proust, A la sombra de las muchachas en flor

Myrna Báez, «Pensando en Proust» (2004).

“Lo que resuelve este cuadro es esta área en sombra detrás de las flores”, me susurra Myrna Báez mientras traza un círculo con su dedo sobre la traslúcida huella de la luz que se posa entre su autorretrato y el espejo en Pensando en Proust (2004). Una Myrna joven observa un pequeño jarrón repleto de flores, encendido con la luz que entra a chorros por la ventana lateral en una escena francamente vermeeriana. La luz rebota, a su vez, en las flores, cuyo cromatismo la contamina y la dirige a la pared. Dentro del triángulo que se forma entre la ventana, el florero y su sombra, se encuentra la futura artista puertorriqueña con la mano en la barbilla, pose de la melancolía inspirada que los psicólogos prefreudianos atribuían a los artistas y a los genios.

Este cuadro —una de 17 obras que compusieron la muestra de Báez, Pinturas 2001-2005, en la Universidad del Sagrado Corazón en 2005— se encontraba frente a otro autorretrato, El marco (2005), cuyo plano pictórico contiene la imagen centralizada rectangular de un papel que a su vez contiene la imagen centralizada rectangular de un recargado marco de madera dentro del cual, en un óvalo sutilmente sugerido, posa la pintora centralizada y de pie. Rodeada de los instrumentos emblemáticos de su métier y esgrimiendo un pincel, la pintora de 2005 mira hacia afuera con actitud severa. Acá, del lado de los espectadores, esa dura mirada tropezaba con el otro autorretrato, Pensando en Proust. Se cerraba así un sugerente circuito entre pasado y presente, entre materia y memoria, entre experiencia y arte. Nos encontrábamos ante un planteamiento metapictórico, decididamente deliberado y abismal, sobre la pintura de Myrna Báez.

Myrna Báez, «El marco» (2005).

A primera vista, Pinturas 2001-2005 retomó el repertorio característico de esta veterana artista: marcos, ventanas, paisajes, tapias, espacios domésticos en semioscuridad, plantas “totémicas”, desnudos y vestidos femeninos, figuras borrosas, oscurecidas o de espaldas al espectador. Abundaban los “estudios de nubes”, la iluminación furtiva, los juegos de perspectiva aérea, y la porosa y fluida relación entre adentro y afuera. Incluso, la captura del paisaje como un espacio interior.

Como en los últimos 30 años, el paisaje de Báez puede ocupar el plano pictórico completo, o desbordar las ventanas, o infiltrar en el interior una planta o su sombra coloreada, o formar el marco de otra imagen, o proponer una iconografía alegórica. Incluso lo que Edward Sullivan[1] llama el “desnudo icónico” de Báez se acerca a las formas suaves de un paisaje que estetas como Edmund Burke han reconocido como “bello” o “femenino”. Como “femenino” describió Concha Meléndez el paisaje puertorriqueño y su representación artística y literaria, explícito territorio de un puertorriqueño igualmente suave y dócil, según René Marqués.

En casi todas las obras de la exhibición de 2005 nos hablaba Báez con elocuencia del paisaje, fuese que ocupase el espacio pictórico completo, que se circunscribiera a las ventanas,  o que se citara en un interior mediante una planta o un florero: lo cierto es que la naturaleza se instala con insistencia en los cuadros de Báez. Quiero recordar aquí las palabras agudas y proféticas de Marta Traba, en un breve artículo periodístico de 1976:  “Entre los elementos mayores de esta [pintora], habría que anotar la veracidad y dureza de su visión: entregada al género del paisaje, viéndolo con ese ojo secamente atento, sentimos, sin embargo, que no está describiendo. [Gastón Bachelard] habla de la ‘inmensidad íntima’ como algo substancialmente diferente de lo que se puede transmitir mediante la descripción de los datos objetivos».

Retornos

Báez, dotada, según Marta Traba, de “un ojo secamente atento”, pintó paisajes inquietantes caracterizados por “una naturaleza fija, atónita ante el conflicto de los espacios, encarnada en una poesía mucho más épica que lírica, exenta de concesión y blandura, defensora del mundo real….” [2] La seca mirada se manifestó entonces en los bordes duros de los objetos, efectuados con plantillas y aerógrafo, o con estampados diversos. La severidad de esa mirada literalmente abrió ventanas en el paisaje, como en Bruma (1974) o en Paisaje de Barrazas (1976), para explorar, por ejemplo, el impacto de los cambios en iluminación, en la gama cromática, en el sentido de profundidad y en la riqueza de detalle en la luz y en la sombra, en la ilusión de distancia y en el “talante” mismo de la composición. Sus careos entre positivos y negativos a color de la misma imagen son el caso más dramático de estas consideraciones formales.

Myrna Báez, «Bruma» (1974).

En Báez, el paisaje incide en el tratamiento de cada uno de los géneros pictóricos “tradicionales”. Sus autorretratos mismos han ido revelando formas vegetales: en Entre dos mundos (1992), el cuerpo mismo de la artista padece un progresivo y casi aterrorizador fitomorfismo y la fusión entre sujeto y paisaje abole toda posible cartografía.

Myrna Báez, «María Eugenia en el paisaje» (1981).

El retrato corre igual suerte en obras como María Eugenia en el paisaje (1981): la mujer contempla su propia imagen, que no es otra que un paisaje interior encerrado en el espejo y encerrado en el marco del cuadro de un desnudo. En Los gatos del cardenal (1998), el entrecruce de paisaje-personaje ocurre vía el color que comparten el árbol y el cardenal; la “naturaleza” en la ventana —representada por un flamboyán— es tan artificiosa y tan pintada como la figura del cardenal que cita el famoso cuadro de El Greco. El nombre de la investidura eclesiástica —“cardenal”— deviene el nombre del color que domina la gama cromática del cuadro.

Myrna Báez, «La perra guardiana» (1987).

Del mismo modo, el desnudo femenino juega a constituirse en inesperada geografía, como en La perra guardiana (1987), donde la figura tumbada de la mujer encuentra su contraparte en un lejano paisaje de colinas. En Autopista hacia el sur (1974) el paisaje se brinda al juego formal de la abstracción y el Op Art, mientras nos recuerda uno de los cuentos más desoladores de Julio Cortázar.

Myrna Báez, «Autopista hacia el sur» (1974).

Quizás el emblema sea Desnudo frente al espejo (1980)[3], y el paisaje no sea otro que el yo proyectado hacia afuera, el sujeto que se ve en las texturas y en la gama cromática de “lo natural”, que aquí insiste en ser paisaje. La mujer, de rostro blanquecino, indefinido, se asoma a su reflejo en un espejo que deja traslucir —o que refleja, o que presenta, o que reproduce— el paisaje. Un recuadro marca las fronteras del azogue, pero el paisaje insidioso lo desborda, como el sujeto desbordaría su imagen reflejada, como uno mismo, al mirarse al espejo, es más que esa huella elusiva, más que la reverberación que nos devuelve la plata quemada. La montaña grácil, suave, apenas irisada por la presencia de la piedra y la sugerencia de collados y arbustos; la perspectiva aérea marcando sucesivas lejanías que se pierden, con indefinición semejante a la del cuerpo que se mira, que se mira mirarse, en el espejo.

Myrna Báez, «Desnudo frente al espejo» (1980).

Si se tratara acaso de ese correlato objetivo del alma que fue el paisaje para los románticos —pienso en Friedrich, pienso en Turner— habría que decir que la imagen reflejada de este sujeto femenino incluye su subjetividad hecha paisaje igualmente femenino: carente de abruptas callosidades, desprovisto de la angulosidad masculina de la roca. “Me veo y soy paisaje que desborda los límites del cuadro que es mi imagen”, quizás piense para sí el personaje del cuadro. Y el paisaje quizás respondería: “Lo que ves no es otro que tú. Soy tu Yo como Otro.” No en balde Myrna Báez le otorga a su modelo la pose icónica de la melancolía: el codo sobre la mesa, el mentón apoyado en la palma de la mano, la mirada perdida en la contemplación de un más allá que no es otro que un adentro (un “adentro” sublime, inmarcesible, como lo sublime en Turner, en Friedrich[4]): por eso no se habla de ventanas en el título, sino de espejos.

Myrna Báez, «El tocador» (1985).

La contemplación melancólica que vincula el sujeto a su propia imagen no es otra que la contemplación de un paisaje interior, encerrado en el espejo, encerrado en el marco del cuadro de un desnudo. Así ocurre en María Eugenia en el paisaje (1981) y en El tocador (1985). El tono verde —emblemático del paisaje— de la figura central de La gata blanca (1983) no hace más que redundar en la idea de que el sujeto “contiene” el paisaje. Y lo que es aún más sugerente, en el Autorretrato (1986) la artista posa para sí misma y, sobre el lienzo en que mira su mirada, el paisaje se trasluce, penetra la superficie de fondo, sugiriendo también una merodeadora presencia que reduplica el espacio impreciso de la subjetividad. El autorretrato es un espejo.

Myrna Báez, «Autorretrato» (1986).

En los cuadros de Myrna Báez, el paisaje se coloca en la posición del sujeto como su imagen refleja, como su autorretrato. La culminación de esta confusión entre interioridad y exterioridad se encuentra, a mi ver, en la obra Entre dos mundos (1992): la transparencia entre sujeto y paisaje provoca el trasvasamiento de los espacios en una especie de fluidez onírica que le roba al observador todo asidero en “lo real”.

Myrna Báez, «Entre dos mundos» (1992).

La noción de un paisaje subjetivo pudiera dar al traste con la alegada conexión entre los paisajes de Myrna Báez y los espacios políticos de la llamada “identidad nacional”. En la pintura El pueblo / Gurabo (1996), un pesado telón enmarca la pequeña colina donde se apiñan las casitas del pueblo natal. Este telón emula a la vez elaborados cortinajes burgueses y las bambalinas de un teatro. Se vuelve así indecidible si el paisaje es telón de fondo de una obra teatral —y por lo tanto ilusión, “engaño colorido”, para citar a Sor Juana— o lo que se ve desde la ventana de una habitación elegante y anónima, en claro contraste con la humildad de las casitas: desfase de tiempo y espacio, artificio de la memoria o la nostalgia. ¿Es Gurabo un lugar real que se registra en la paleta del artista, cuadro dentro del cuadro, imagen en la ventana que lo enmarca y lo separa de nosotros? ¿O es Gurabo una imagen grabada en la dúctil cera de la memoria deseante de un sujeto que aquí se mira como si se mirase en otro espejo?

Myrna Báez, «El pueblo / Gurabo» (1996).

No basta el recurso a lo figurativo para establecer identidades, y Myrna Báez combate la tentación de ser ingenua al reduplicar el marco en el cortinaje, pesado, abrumador, casi protagonista al desafiar la composición, al dirigir nuestra mirada a la tarea de descubrir lo que se esconde más acá de las cortinas y olvidar la imagen central de ese Gurabo imaginario. El cuadro dentro del cuadro diríase por fin, para señalar la voluntad metapictórica de la artista. Esa sería la lectura más fácil. Pero prefiero la lectura más difícil: la artista duda de su memoria, duda de la nostalgia. La artista construye el escenario de su artificio en un montaje que deliberadamente hunde la imagen del pueblo en la distancia que se crea dentro del marco. Examinemos la escena quasi-gemela de Las cortinas de encaje (1994). El artificio texturado del hilo que forma el telón que enmarca el desnudo femenino que mira hacia afuera —el telón, digo— no sólo enmarca, sino que encubre y, por lo tanto, se vuelve protagonista. En fin, al obligarnos a mirar el marco, la artista nos obliga a recordar que nos encontramos frente a un “engaño colorido”. La composición tradicional que ubica el sujeto en el centro ha quedado desafiada: el centro, en estas obras de Báez, se mueve hacia los márgenes que signan el artificio.

Myrna Báez, «Las cortinas de encaje» (1994).

El marco, la barrera entre el cuadro y el entorno, se propone como aquello de lo que se habla, aquello a lo que debe dirigirse nuestra mirada: el adentro, lo que está más acá del ojo de la artista, su voluntad de construir la máquina visual que es el cuadro. Es la mirada de la artista la que crea el paisaje al destacar y reelaborar lo que el ojo presumiblemente ve. Será frecuente encontrar cuadros en que, dentro de un paisaje, se destaca otro mediante un cambio en la gama cromática o un cambio en la técnica pictórica: se insinúa tal vez que “lo natural” —y aquí la naturaleza se emblematiza a sí misma— apenas sea marco de lo pertinente que sólo puede rescatarse al producirse la obra pictórica. El paisaje dentro del paisaje señala así a su condición de constructor, su naturaleza artificiosa.

Myrna Báez, «El roble blanco» (1996).

Así en Alborada, un paisaje nocturno contiene un recuadro en que se ilumina un árbol, destacado como una cita del paisaje, como su sinécdoque. En Paisaje de Barrazas, el cuadro dentro del cuadro exhibe la técnica con la cual se construye el paisaje. En El roble blanco (1996), la pintora coloca el paisaje presumiblemente natural en el mismo plano que la habitación, como si fuera una imagen fuera del margen, y de esa marginal naturaleza arranca la imagen de un roble y la coloca en la habitación.

Myrna Báez, «El árbol amarillo» (1995).

En Árbol amarillo (1995), el árbol, como emblema del paisaje, se ha reducido a una sombra que adquiere concreción en el cuadro del árbol que cuelga en la pared. Paisajes arrancados, secuestrados por la subjetividad artística, carecen de vínculos ciertos con el afuera. El juego con la cita y su recontextualización ya asomaba en la serigrafía titulada En el patio de mi casa (1980): los crotos isleños le sirven de marco a la imágen bucólica del Desayuno sobre la hierba de Manet. Esta voluntad lúdica se repite en Homenaje a Rousseau (1992) donde, en medio de un paisaje emblemáticamente tropical, se coloca una mujer que emula las obras de este pintor primitivista.

La cantidad de citas a los “grandes maestros” en estos paisajes —pienso en la referencia al arbolillo de la Anunciación de Sandro Botticelli, en la Anunciación (1996) de Báez— puede volverse cada vez más compleja y sugerida: así, en Los gatos del cardenal (1998)— es el color del manto del prelado lo que suscita la asociación con el flamboyán, emblema inequívoco del paisaje puertorriqueño, como ya sugerí.

Myrna Báez, «Anunciación» (1996).

No es extraño, pues, trazar la artimaña deliberada que constituye lo distintivo de los paisajes de Myrna Báez. Es precisamente la conjunción de la cantidad de citas eruditas para estructurar los paisajes y el exceso de definición o de indefinición de los objetos que se sumen en él lo que subraya la presencia de la técnica pictórica que se abreva de cultura y artificio. Así, detectamos el uso de plantillas de encaje para configurar la vegetación en positivo o en negativo, la cromatización exagerada (Las vacas rojasLos plátanos rojos, por ejemplo) y la predilección con frecuencia maníaca por el aerógrafo para establecer las fronteras excesivamente esfumadas o excesivamente duras entre los objetos representados. En el caso de Báez, quien muestra una insistente predilección por personajes femeninos, se nos sugiere que el propio vínculo mujer-naturaleza-nación —que ocupa un rango mítico entre nosotros— pertenece a la cultura, y no a la “naturaleza”. Desnaturalizar este vínculo propone una severa, aunque sutil, crítica a propuestas tradicionales que identifican a Báez con la representación de la mujer como naturaleza, y del paisaje femenino —para usar las palabras de René Marqués— como paisaje nacional. Báez se cuestiona esa fácil alianza mujer-naturaleza-suavidad que chiquitea el paisaje al llamarlo femenino, y así redime, desde lo neutro, la riqueza visual del paisaje nuestro cuando éste se asoma a sus obras.

Back to the Future…

En sus más paisajes recientes, Báez ha ensayado, con meticulosa contención teórica, el replanteamiento de los géneros tradicionales y de los sistemas clásicos de representación —la perspectiva lineal, la perspectiva aérea, la composición tonal y cromática, la iluminación monofocal— para invalidar lo paisajístico del paisaje y descubrir en él, paso a metódico paso, imágenes extravagantes, muy distanciadas de toda representación literal. Contrario a la propuesta de Sullivan, no es la isla la que “define [la] propia personalidad”[5] de Báez.  Si acaso, el cuadro mismo es un territorio aislado habitado por el artificio y rodeado de perplejidad por todas partes. Sus paisajes —lejos de ser “espejos” donde la subjetividad se refleja en su lar nativo con fervor localista— son pantallas donde ella proyecta, con libérrima fruición, su vasto e incisivo repertorio de preguntas sobre el qué y el cómo de la pintura. Acaso por eso Traba insistía en que Báez “no está describiendo”[6]. Y digo yo, Báez pinta, es decir, inventa.

Es importante insistir en esta predilección por el artificio y la exploración formal. Si algo parece saber Báez es que el paisaje es, a lo más, “una escena natural mediada por la cultura”, un “jeroglífico social que oculta la base real de su valor” al “naturalizar sus convenciones y al convencionalizar su naturaleza”[7]. Lo que se ha descrito como paisaje de la subjetividad, en Báez se refiere, si acaso, a una individualidad que yo llamaría “teórica”, que ventila sin cesar preocupaciones formales sobre el arte y su expresividad, valor y sentido, que configuran una especie de “trabajo del paisaje”.

De hecho, Freud explora los sueños y enfoca, no su contenido manifiesto, sino los pensamientos latentes y “pesquisa los procesos por los cuales estos últimos se convirtieron en aquél”[8], lo que se conoce como “el trabajo del sueño”. Comienza por el “trabajo de la condensación” al advertir que el sueño es “escueto, pobre, lacónico” (p. 287), y propone una gran desproporción entre contenido y pensamiento onírico. Su pesantez hermenéutica se apoya en el recurso a la metáfora, figura que “condensa” los significados. Por otro lado, el “trabajo del desplazamiento”, claramente metonímico, constantemente rueda, de referente en referente, el juego de la significación.  Propongo aplicar a Báez el concepto de “trabajo del paisaje”: los contenidos manifiestos localistas, literales, resultan ser secundarios en tanto desplazan y condensan contenidos latentes que atañen a la naturaleza artificial del arte.

Báez construye pequeñas y pertinaces alegorías del proceso de pintar y de la relación problemática entre el arte y lo “real”. En pinturas recientes como Pensando en Proust (2004), tan aparentemente trillada por su parecido a la obra de Vermeer, la referencia a Proust no es pedantería. Al presentar el momento epifánico de la memoria mediante el jarrón de flores que constituye un paisaje encerrado en el cuadro (metonimia) y cuya sombra condensa la memoria vestigial como una sombra (metáfora), Báez reconstruye la escena primitiva de la intuición teórica. Es el famoso episodio proustiano de la madelaine[9]: el sabor del té y del bizcochuelo convoca la memoria involuntaria de la infancia, que se volverá voluntaria una vez se convierta en ejercicio literario para Proust, y pictórico para Báez. Si Proust fue el teórico de la novela de la memoria, Báez es la teórica de la puesta en visión de la memoria. Henri Bergson respondería contento: «Sí, se trata, por fin, de materia y memoria…»

Myrna Báez, «Contemplación» (2004).

Báez gusta de citar la tradición, la obra de otros artistas, y la suya propia. “Yo sólo viajo a lugares donde hay museos”, me comentó, mientras recorríamos parsimoniosamente su exposición en el 2005. Las obras en los museos son tantas otras ventanas o “formas de mirar” que manifiestan la sabiduría particular de cada artista. En Contemplación (2004), en la semioscuridad de una sala de museo, una joven sentada de espaldas contempla un cuadro colgado en una pared, cuyo naranja encendido la baña de luz. Los ángulos del banco señalan la coincidencia del punto de fuga con el vórtice de la luz que se asoma entre la fronda llameante del árbol, hacia donde mira el personaje. Aunque el cuadro del árbol está al fondo, el torso y las piernas de la joven se pierden en la imprecisión.

Aunque la perspectiva lineal debiera entregarnos mayor precisión a mayor cercanía a nosotros, la composición produce su mejor detalle en la luz. El ordenamiento de las zonas iluminadas contradice el ordenamiento de la perspectiva lineal. La figura humana, difusa, se subordina al objeto de su contemplación. El espectador debe mirarla mirar, debe contemplarla. ¿Importa si se trata de un cuadro o de una ventana? No. Es la mirada la que crea su objeto. El árbol –o el cuadro del árbol—es la creación de la joven, del mismo modo que Contemplación es obra de la mirada de Báez. Carmen Dolores Hernández, en su jugoso ensayo para el catálogo de esta exhibición, lo nombra de manera feliz: “la contemplación gozosa”. Y digo yo: lo real es magma indistinto; el arte está en los énfasis.

Myrna Báez, «Recuerdos» (2003).

Recuerdos (2003) subsume las innumerables mujeres asomadas a ventanas abiertas al paisaje, los desnudos femeninos que se asoman al paisaje como espejo, las ventanas que presentan remotos paisajes de infancia que han ido apareciendo a través de los años en las obras de Báez. La imprecisión neblinosa del espacio interior se contrapone a una mayor precisión figurativa en el paisaje donde se adivina un remoto poblado. Franjas de terreno en diferentes valores de ocre y el emborronamiento atmosférico producen cierta confusión en el ordenamiento de las distancias. Frente a la ventana, yerbajos luminosos insinúan un paisaje seco, mortecino. La figura en la ventana nos permite mirarla mirar. El interior, desdibujado, impersonal, constituye la pantalla sobre la cual se proyecta la trama de la lejanía como alegoría de la memoria, con su gama ocre, con sus yerbajos secos, con su confusa perspectiva aérea.

Myrna Báez, «Crepúsculo» (2001).

La representación de la densidad hermenéutica del paisaje se sirve de otros medios. Obras como Crepúsculo (2001), que hurga en la pesante simbología cultural de los paisajes montañosos, logran la profundidad con la superimposición de aguadas de diferente espesor y matiz. Cuanto mayor es la oscuridad del cuadro, mayor es la riqueza tonal donde lo indistinto se vuelve claro y distinto. La aplicación del pigmento a la vegetación es distinta de la que conforma la nube. Si en propuestas pasadas Báez formuló sus imágenes a base de los duros bordes creados por la plantilla y el aerógrafo, ahora es la aplicación manual meticulosa la que levanta, literalmente, el follaje, la que algodona la nube, la que dispersa la delgada neblina celeste para a su vez dispersar la luz.

Myrna Báez, «Calle de la trinitaria» (2003).
Myrna Báez, «Noviembre 1976» (1976).

Pero hay otra profundidad igualmente importante haciendo su labor en este cuadro: la alusión a obras pasadas. La carretera de recto trazado en Autopista de Trujillo Alto y en Autopista hacia el sur, ambas de los años 70s, es el trasfondo de las alusiones a la domesticación de nuestro paisaje. Báez se ha movido de la superficie del paisaje a su profundidad. Este juego con las profundidades “históricas” y “pictóricas” conecta el famoso Noviembre 1976 (1976) con Calle de la trinitaria (2003). A la composición bipartita en rectángulos corresponde ahora una composición menos estable, dividida en tres cuñas hincadas lateralmente en el plano pictórico. En la superior, agresivas trinitarias formadas con el duro borde del aerógrafo, exhiben su aguda forma y su color plano. Una segunda cuña forma la parte superior de la pared, soleada y severamente texturada por la luz. La textura, en cuyo fondo se adivina la presencia de una retícula de triángulos, se espesa mediante la laboriosa aplicación del pincel. La cuña inferior, la parte de abajo del muro y la acera, acoge una figura masculina azul, especie de hueco en la imagen, que cita aquella otra de Noviembre 1976, pero que ahora, huidiza, tímida, se hunde en la imprecisión. A la monotonía formal del cuadro de 1976, responde la amalgama estilística y técnica del de 2003. La calle técnicamente estable de 1976, ahora se fragmenta a cuchilladas violentas hechas de luz y de texturas.

Esta “nueva manera” de Báez se presenta contundentemente en su Neblina (2001). La densidad del paisaje montañoso en Crepúsculo es previsible, dada la solidez y contundencia material de la montaña que lo protagoniza. La nube, en la tradición pictórica, es algo muy distinto. Vaporosa, dinámica, en constante transformación, es comparable a la materia de los sueños, emblema de lo inaprensible. Signo de cambio, elemento que, literalmente, no pertenece a la tierra, es sobre todo apertura a la ascensión: Con la nube se relacionan “el éxtasis, el rapto, la efusión, una participación en la sustancia de los cielos”[10].

Myrna Báez, «Niebla» (2001).

Si en obras anteriores Báez amarró la figura femenina al paisaje, ahora, el paisaje de cuerpos tumbados bajo el cielo está construido por una densa neblina. En el fondo de la textura abigarrada de esta densa nube se adivina la plantilla inicial y, sobre ella, poco a poco, la acumulación de pinceladas puntillosas que van dando contorno, con gradaciones de luz y sombra, a las piernas, los torsos, los brazos de varios cuerpos reclinados. La monotonía cromática de la neblina resalta la complejidad de su textura, su densa profundidad. El árbol rojo en primer plano la subraya con mayor contundencia. La neblina, haciendo su papel de nube sucia por su contacto con el lodazal terrestre, es aquí la materia del paisaje, la materia del cuerpo, la materia del cuadro, aplicada a mano, con el riesgo de salir pintada de otra forma, rebelde a la voluntad pictórica de la artista. “Ese es el riesgo”, suspira Myrna para sí hundiendo su mirada en uno de sus cuadros,  “pero sin ese riesgo, no hay arte”.

(Este artículo compila dos ensayos anteriores sobre el paisaje de Myrna Báez. El primero fue una ponencia en un foro sobre Báez a raíz de su exhibición retrospectiva en el Museo de Arte de Puerto Rico en 2002, y el otro fue un artículo publicado en la revista Art Premium, titulado «El trabajo del paisaje», 2005)


[1] Edward Sullivan. Myrna Báez. Insigne artista puertorriqueña y latinoamericana. Myrna Báez: Una artista ante su espejo. Margarita Fernández, editora. Santurce: Universidad del Sagrado Corazón (2001), p. 24.

[2] Marta Traba. “Myrna Báez: Descifrando su isla”. Myrna Báez: Catálogo de Exposiciones en el Museo de la Universidad de Puerto Rico y Galería G, Caracas, Venezuela (1976), p. [3].

[3] Me refiero al número de catálogo de las obras de Myrna Báez, según consignado en Myrna Báez: Una artista ante su espejo. Margarita Fernández, editora. Santurce: Universidad del Sagrado Corazón (2001).

[4] En su respuesta a la ponencia de 2002, Rubén Ríos Avila polemiza mi mención de Turner y Friedcrich. Aquí planteo que ambos artistas proponen espacios sublimes de la interioridad hecha un afuera, correlatos objetivos de un alma sin bordes o contornos. Le agradezco a Ríos Avila que me haya dado la oportunidad de precisar el sentido de mi referencia a estos dos pintores decimonónicos.

[5] Sullivan, op. cit, p. 8.

[6] Traba, op. cit.

[7] W.J.T. Mitchell. “Imperial Landscape”. En W.J.T. Mitchell, ed., Landscape and Power. Chicago: Chicago U Press (1994), p. 5. También Stephen Daniels and Denis Cosgrove. “Introduction: Iconography and Landscape”. En Cosgrove and Daniels, eds. The Iconography of Landscape. Cambridge: Cambridge U Press (1994), pp. 1-10.

[8] Sigmund Freud. “El trabajo del sueño”. La interpretación de los sueñosObras completas IV. Buenos Aires: Amorrortu Editores (1975), p. 285.

[9] Marcel Proust. El busca del tiempo perdidoI. Por el camino de Swann. Madrid: Alianza Editorial (1970), p. 88.

[10] Hubert Damisch. A Theory of /Cloud/. Toward a History of Painting. Stanford: Stanford Y Press (2002), p.20.